La Corte en primer plano

A lo largo del 2008, y particularmente en el último trimestre, la Corte Suprema de Justicia se ha empinado con perfil propio en el contexto de los poderes del estado a través de una serie de fallos, reclamos e informes que apuntan al corazón de viejos problemas de la república, y ponen en evidencia, explícitamente o por contraste, el deplorable desempeño del ejecutivo y el legislativo.

El fallo que restableció la libertad de asociación gremial, otra decisión posterior que puso en evidencia la situación de abandono en que se encuentra la minoridad más necesitada del auxilio estatal y, sobre el fin del año, la acordada que reclamó urgentemente a los otros poderes los recursos mínimos para impartir justicia han puesto el foco sobre cuestiones candentes que el poder político prefiere ignorar.

Peor aún, han puesto el foco sobre cuestiones que el oficialismo utiliza ampliamente en su retórica proselitista, como la situación de los sectores menos favorecidos o el juzgamiento de los acusados de delitos de lesa humanidad, pero acerca de las cuales no hace absolutamente nada, e incluso obstaculiza cualquier iniciativa práctica de la oposición para encarlarlas.

Cuando la Cámara de Casación consideró que siete años largos de detención sin condena superaban con creces las disposiciones legales y decidió poner en libertad a diez acusados de terrorismo de estado, la presidente Cristina Kirchner, doctora en abogacía, declaró sin rubor que “hoy es un día de vergüenza para la Argentina, para la humanidad y para nuestro sistema judicial”.

El juez de la corte suprema Carlos Fayt le respondió de inmediato: “No es culpa nuestra, es culpa del Congreso, que no ha dictado las normas procesales necesarias que permitan avanzar con los 800 juicios que hay parados”. De esas 800 causas, una docena llegó a juicio oral en 2008, y hay previstas otras 15 para 2009.

En 2006, el radicalismo presentó en el Congreso un proyecto de reforma procesal elaborado por los ex jueces federales Andrés D’Alessio y Ricardo Gil Laavedra encaminado justamente a agilizar los juicios sobre terrorismo de estado, que tanto preocupan retóricamente al gobierno. El proyecto ha dormido desde entonces en alguno de los cajones de la legislatura dominada por el oficialismo.

Vale la pena recordar que tanto D’Alessio como Gil Laavedra integraron el tribunal que condenó a las juntas militares en la década de 1980. En ese juicio actuó como fiscal Julio César Strassera, quien también cargó contra el Congreso: “La gente se queja de la justicia y yo mismo me he quejado de la justicia, pero lo peor que tenemos en la Argentina es el parlamento; es la escribanía de la Casa de Gobierno”.

En el informe que emitió el 29 de diciembre, la Corte recordó que los juicios sobre los crímenes de la última dictadura militar habían constituído “la mayor investigación llevada a cabo en el mundo entero sobre delitos calificados de lesa humanidad”.

“En nuestro país se abrió una investigación exclusivamente a través del Poder Judicial, sin una legislación previa que organice o delimite la investigación o establezca pautas, sin la creación de tribunales con competencia específica, sin un procedimiento adecuado para estas megacausas y con una enorme amplitud en investigación”.

El tribunal supremo subrayó que la justicia está desbordada por una crónica falta de recursos. Esto incluye desde jueces y salas de audiencia hasta instrumentos informáticos tan elementales como los que hoy son de uso común en los hogares, amén de las modificaciones procesales que permitirían agilizar los trámites.

En ese sentido apeló a los legisladores para que de una vez por todas reformen “un proceso penal que mantiene una instrucción judicial lenta, extremadamente formalista y plagada de oportunidades dilatorias que afecta el juzgamiento de todos los delitos y no sólo de los concernientes a crímenes de lesa humanidad”.

El Consejo de la Magistratura, modificado a su gusto por el gobierno de Néstor Kirchner, ha demostrado una lentitud tan exasperante como deliberada en la designación de nuevos jueces para cubrir vacantes. El bache se tapa con el nombramiento de jueces subrogantes, que naturalmente son remisos a encargarse de causas complejas.

En julio de 2008 el presidente de la Corte Suprema Ricardo Lorenzetti solicitó por nota al ministro de justicia Aníbal Fernández la creación de dos tribunales orales federales para aliviar la tarea que ahora recae en seis tribunales orales. “Los procesos no pueden ser llevados a juicio en un tiempo razonable ante la cantidad de audiencias”, dijo.

A modo de ejemplo, le hizo notar que las causas ESMA y Primer Cuerpo de Ejército absorbían por completo la capacidad de trabajo del tribunal oral federal número 5, en la capital federal. El ejecutivo, sin embargo, ofreció a la justicia oídos tan sordos como el legislativo.

En un país donde la legalidad es relativa, donde a nadie le importa demasiado saber de qué lado de la ley está parado, esta sordera a los reclamos de la justicia no es imputable exclusivamente al actual gobierno sino que forma parte de lo peor de nuestra tradición política. Es más, si algo bueno se recordará de Néstor Kirchner será el haber facilitado precisamente la integración de esta corte.

En su acordada de fin de año, el alto tribunal no se quedó en el reclamo: decidió crear una Unidad de Superintendencia de causas sobre derechos humanos, encargada de observar el avance de los procesos, pedir informes a los jueces, y sugerir maneras de agilizarlos.

También recordó a los jueces encargados de la investigación o juzgamiento de los hechos cometidos durante el último gobierno de facto “el deber de extremar los recaudos para acelerar el trámite de las causas pendientes en forma que a la vez permita resolver la situación de las personas inculpadas en un plazo razonable”.

Entre la abdicación de responsabilidades demostrada por el Congreso, y la destructiva mezcla de incompetencia y soberbia exhibida por el ejecutivo, el desempeño de la Corte Suprema sobresale sin que haya necesitado para ello mucho más que honestidad, razonabilidad y dedicación al trabajo, algo que debería esperarse de cualquier funcionario público.

Pero la Corte Suprema, ay, no es todo el poder judicial: basta con recordar dos ejemplos recientes ampliamente citados por los medios: la rápida intervención de una fiscalía por los malos modales de un jugador de fútbol, o la irrisoria pena impuesta a un iracundo funcionario santacruceño por embestir con su camioneta a un grupo de manifestantes, a los que causó lesiones.

–Santiago González

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