El modelo cubano

El Che y Fidel en su hora de gloria

Hace 50 años, los revolucionarios que habían dejado crecer sus barbas en las alturas de Sierra Maestra ingresaban triunfantes en La Habana encendiendo con su romántica figura de bandidos justicieros no sólo el fervor de los cubanos sino la imaginación de todo un continente harto de oligarquías, militarismos, dependencia, y desigualdades.

Ese fuego de esperanza duró apenas un instante, pero eso bastó para que se propagara a lo largo y a lo ancho de la América del sur en centenares de hogueras de locura y soberbia, de impiedad y dogmatismo, que dejaron por fin un negro rescoldo de sufrimiento y de muerte, y más oligarquías, más militarismos, más dependencia, y desigualdades aun más humillantes.

La torpeza simétrica, y mutuamente necesaria, de La Habana y Washington, o quizás su propósito último y secreto, convirtió lo que por evolución histórica debían ser décadas de democratización política y desarrollo económico, en una larga noche de crímenes, despotismo y corrupción que cubrió de tinieblas desde el río Grande hasta la Tierra del Fuego.

Acicateándose una a otra según su lógica perversa, las usinas de agitación y propaganda de esas dos capitales apretaron a Sudamérica con la pinza acerada de la guerra fría, y trastornaron su histórica búsqueda de libertad e independencia en una contienda ideológica entre modelos igualmente ajenos a la región, e igualmente repudiables.

Desde La Habana y desde Washington se buscaron simpatizantes locales, se los adoctrinó, se los entrenó, se los armó, y se los financió, para lanzarlos al campo de una batalla donde quienes pusieron el cuerpo (pusieron los muertos) fueron en su mayoría ajenos a esos cuadros, desde soldados regulares hasta incautos militantes.

Pero estamos hablando específicamente de la revolución cubana. Cuando los dirigentes de la isla optaron por el comunismo como sistema, y tomaron la decisión para ellos estratégica de exportar su modelo insurreccional al resto de América latina, encontraron en los países de la región terreno fértil para la acción proselitista.

Antiguos resentimientos contra la colonización española acumulados en los países con mayoría de población indígena se sumaron a los agravios de más de treinta intervenciones militares norteamericanas y del inveterado apoyo de Washington a los más deleznables tiranuelos para generar en la región un hondo rencor contra lo que se llama Occidente.

Las juventudes de clase media, más ilustradas y mejor informadas, encontraban que los sistemas políticos y económicos de sus países, detrás de su fachada democrática y liberal, cuando la había, estaban férreamente controlados por unas pocas manos que no se resignaban a ceder posiciones ante los sectores sociales en ascenso.

Ni siquiera los más cautos intentos de modernización, como el del desarrollista Arturo Frondizi en la Argentina, eran tolerados por las oligarquías locales, que habían aprendido a agitar el fantasma del comunismo ante cualquier reivindicación social, gremial, o política. Los mismos sectores recalcitrantes acechaban en los Estados Unidos.

Frondizi había percibido el reto que planteaba a la región la experiencia cubana, y lo había conversado largamente con Kennedy. Washington propuso entonces la Alianza para el Progreso, un programa orientado a promover el desarrollo económico y la modernización institucional en los países de América latina. Frondizi fue derrocado y Kennedy fue asesinado.

Cuando las componendas políticas no alcanzaban, llegaban los militares. En esas circunstancias, el camino cubano pareció a los jóvenes latinoamericanos de la década de 1960 el único posible. El gobierno de la isla no debió esforzarse mucho para propagar su revolución: los dirigentes juveniles iban solos a La Habana.

Para comprender la potencia explosiva del momento hay que atender además al zeitgeist, el espíritu de la época. La impaciencia juvenil se alimentaba de nociones como el compromiso de los existencialistas; el sacrificio personal de los cristianos; la lucha de clases de los marxistas; la dependencia, de los economistas locales; y el hombre nuevo que proponía el Che.

Los jóvenes de clase media del continente estaban mejor ilustrados y mejor informados que sus padres. Pero eso no significaba (como no significa todavía) que estuviesen mejor educados. Todas esas nociones se acumulaban de manera acrítica y desordenada para impulsar un gran salto hacia no se sabía bien dónde, y con una confianza ciega en que “el pueblo” iba a acompañar ese salto y a derrotar cualquier poder que se le opusiera.

“El pueblo” no era mucho más que un recurso retórico. Muchos de esos jóvenes que se describían a sí mismos como revolucionarios y justificaban sus acciones invocando al pueblo, no tenían mucha idea de lo que decían, y la que tenían abrevaba más en un concepto rousseauniano recibido de segunda mano que en su percepción de la realidad.

Pero les gustaba sentirse émulos del Che. La imagen del bandido justiciero, tantas veces recurrente en las novelas de aventuras, captaba su imaginación mucho más que seguir adelante con el comercio, la fábrica, el estudio, el consultorio, o el campo del papá. No pocos trasladaron sin dificultad la soberbia de su posición social a la acción política.

Lo verdaderamente sorprendente fue el extremo al que llevaron esas alucinaciones. Como alguien describió con certeza, estaban tan dispuestos a dar su vida por sus ideales como a cobrar vidas ajenas. Que alguien esté dispuesto a entregar su vida por lo que cree no parece en principio reprensible. Tomar las vidas de otros merece por lo menos algún debate.

Ese debate no se dio. En el fondo, los dos bandos que asolaron la América latina al calor de la polémica entre Washington y La Habana compartían la misma filosofía: una vez que defino al otro como enemigo su vida no tiene valor alguno. Por este camino, lo que había comenzado como una charla de café sobre la vida y el hombre nuevo derivó en un culto de la muerte.

Los que hablaban de liberación, poder popular, espacios para la vida, se convirtieron en jefes autoritarios, sangrientos y despiadados. Su impotencia política y militar hizo que volvieran sus armas contra los propios, acusados de traidores, o contra quienes decían defender, como los campesinos aterrados que no les respondían como esperaban. Sin que les temblara el pulso, sacrificaban a sus seguidores, los “militantes”, en aventuras descabelladas.

Lo que vino después es dolorosamente conocido por todos los pueblos del continente. Ese rosario de guerrillas, levantamientos, insurrecciones mal concebidos y peor dirigidos condujo a la muerte o al exilio o a la impotencia a toda una generación de dirigentes populares, no necesariamente seguidores en todos los casos del modelo cubano.

Sobre esa tierra arrasada fue posible la posterior política de desnacionalización de empresas públicas y privadas, la irrupción del capital financiero internacional en las economías de la región, y la generalización de la corrupción política.

Los Estados Unidos, que con la bandera de la guerra fría habían alentado a los ejércitos nacionales a reprimir las insurgencias, propiciaron luego, con la bandera de los derechos humanos, el virtual desmantelamiento de esos ejércitos, excepto en el caso de sus aliados Brasil y Chile.

¿De qué le sirvió a La Habana la política de agitación continental conducida por el astuto Barbarroja? En principio, puede decirse que de ese modo creó un bosque que le permitió disimular su propio árbol. Sin la efervescencia izquierdista de los 60 y 70 en América latina, difícilmente Cuba estuviese celebrando hoy medio siglo de comunismo.

¿Esa política se resolvía en La Habana o en Moscú? Hay razones para pensar que se concebía en la isla pero que el Kremlin le marcaba los límites, según consideraciones más amplias en el tablero internacional. La suerte corrida por el Che en Bolivia, por ejemplo, puede indicar cuáles eran esos límites.

Si para los países de América latina la revolución cubana fue uno de los ingredientes más activos que desencadenaron los años de plomo, para el pueblo cubano en sí fue el catalizador de un cisma que alguna vez habrá de cerrarse no sin mayor dolor y sufrimiento. Todos los proyectos de reforma social terminan en alguna forma de aberración.

Desde aquel dia de enero de 1959 la historia de Cuba se desarrolla en la isla y en Miami. Cualquiera de esas dos mitades del pueblo cubano puede exhibir a la otra logros de los cuales enorgullecerse (y actos de los que avergonzarse), pero difícilmente vayan a sentarse algún día para conciliar lo bueno de cada una y descartar lo malo.

Hay cosas que simplemente no están en la naturaleza humana, y esto los reformadores sociales, aun los mejor intencionados, lo comprenden tarde.

–Santiago González

Califique este artículo

Calificaciones: 4; promedio: 5.

Sea el primero en hacerlo.

1 opinión en “El modelo cubano”

  1. Nunca he entendido bien, acaso por una educación temprana, y algo distorsionada, sobre la desgracia del comunismo y en especial la Unión Soviética (su casa matriz entonces) qué cautivaba tanto del régimen fascista de Castro y del que promovía el Che, como bien se dice en este artículo, que exaltaba no solo las muertes propias en aras de una idea sino también las ajenas: en otras palabras, la arrogancia.

    Después de ocho años de vivir bajo el régimen descarnado de Bush y Cheney, y en ausencia del cuco soviético, se ha mermado un poco mi incomprensión por el odio a Estados Unidos en la primavera ideológica de la década de 1960 (“que no podía durar”, según Herbert Marcuse, según me parece recordar de una conversación) y la fascinación con Cuba, o mejor dicho la promesa de Cuba, degenarada, como puede ver quien quiera, en una dictadura más deplorable que las demás latinoamericanas porque esta en medio siglo no ha dado tregua. Si ocho años de Bush han sido insoportables en un país próspero (que aún lo es pese a las tropelías del último régimen y de Wall Street) cuánto más lo será en una isla pobre sometida a dos hermanos seniles.

    Me pregunto, si además de las principales razones expuestas más arriba, no habría acaso que ahondar un poco en la arrogancia juvenil en igual medida que el idealismo, para explicar esa fascinación por el Che. Ayuda su martirio. Si hubiera envejecido, acaso sería un sátrapa amargado a la sombra de Fidel y Raúl –siempre extranjero, siempre argentino en el Caribe ajeno– o sería una marioneta propagandística de los Castro, o nada de eso. Qué importa, en realidad, esta pregunta irrelevante que me hago, más en todo caso que otra cosa que barrunto. Acabo de ver la primera parte de la película del Che, encarnado, me parece, de manera convincente por Benicio del Toro (tampoco le sale mal el acento argentino) y dirigida por Steven Soderbergh. Tan bien hecha está que me molesta la empatía natural que uno termina sintiendo por el héroe del relato en las mejores puestas y películas. Creo que además del ardor ideológico y la sensibilidad aguda a las injusticias, sobre todo las ajenas, las de Batistas y demás tiranuelos, el Che era el gran aventurero: el porteño que encontró en la causa cubana, en la guerrilla y en el marxismo un lecho casi hecho a medida para su soberbia, que no es tan rara entre las clases medias con afanes intelectuales de Buenos Aires, sobre todo las patricias y aporreadas por los vaivenes de la economía argentina. Y así el Che, en una era previa a la de los vuelos baratos que permiten a cualquier pequeño burgués vacacionar en Yucatán o Tanganika, se metió en un boto con un puñado de locos cubanos y se largó a una gran aventura que se convirtió en un mojón histórico. Recuerdo haber leído, unos diez años, sobre la muerte de un joven oficinista, creo que de una contaduría, de Buenos Aires en un ataque del ejército colombiano contra las FARC. Uno de los jefes de la guerrilla colombiana dijo de este muchacho cuyo nombre no recuerdo: “Estaba escribiendo un libro sobre la guerrilla o algo así”. Ese fue todo su epitafio. A qué hombre joven no le atrae la aventura de dejar la oficina odiada, de librarse de la dependencia de jefes detestados y de esperar, con mendicidad reprimida, un sueldo a fin de mes para solventar una vida anodina. Cuántos son los que no se sentirían atraídos a salir a emancipar pueblos y ser idolatrada. Muchos menos son los que tendrían las agallas y el valor de hacerlo. El Che lo tuvo. Eso no lo convierte en prócer, ni en loable el régimen que contribuyó a encaramar en Cuba. Sí se entiende la fascinación por la epopeya cubana. Luego todos envejecemos y advertimos que para todos, desde Alejandro hasta un idiota que hoy regresó de Washington al caserío de donde se extravió en Texas, no hay heroísmo que dure toda la vida y valga más que la vulgaridad de ganársela como uno pueda, escribiendo, labrando tierra o lustrando botas, y sacar la mujer al cine o comprarle un libro al hijo, y ahí está porqué la aguantamos y porqué es tan bella.

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *