La bofetada

El comportamiento de oficialismo y oposición en la discusión del presupuesto es una bofetada para las esperanzas ciudadanas de una dirigencia política responsable.

La bofetada de la que fuimos testigos estos días en el Congreso fue sonora, contundente y dolorosa. Y no hablo del episodio de femenina indignación que impulsó a una diputada a poner en su lugar a un colega de boca suelta e insidiosa. Me refiero a la bofetada que una clase política sin norte ni ideas infligió a la ciudadanía que les confió su representación.

El debate, si es que se le puede llamar así, sobre el presupuesto nacional para el año entrante exhibió en todo el hemiciclo de la cámara baja lo peor de la vida política nacional: desconcierto, incompetencia, incapacidad para el diálogo, carencia de imaginación, mala fe, deslealtad, ausencia de espíritu republicano, endeblez ética, violencia verbal y física.

La bofetada que menciono echó por tierra toda esperanza de un tránsito sereno hacia las elecciones del 2011, toda esperanza de un cambio de temperamento en la intransigencia arbitraria del oficialismo tras la muerte de su inspirador, toda esperanza de una oposición en condiciones de proponer al electorado una alternativa creíble en el comicio venidero.

El kirchnerismo presentó un proyecto de presupuesto sin relación alguna con la realidad económica del país, pero amañado para permitirle usar a discreción porciones cuantiosas de la recaudación fiscal. Según su mejor tradición, jugó ese proyecto a todo o nada, con la esperanza de romper las filas opositoras con dádivas y promesas.

La oposición por su parte se unificó detrás de un proyecto alternativo que al incluir el fantástico 82 por ciento móvil para las jubilaciones estaba condenado de entrada al fracaso. Si sus diputados lograban reunir los votos suficientes como para aprobarlo, la presidente iba a ejercer el derecho de veto como ya lo había hecho anteriormente.

En otras palabras, ni el gobierno ni la oposición estaban realmente interesados en dotar a la república de un presupuesto razonado y razonable, particularmente necesario para administrar la bonanza económica que el contexto internacional le promete al país para el año que viene. La votación inicial el 10 de noviembre fracasó, y el tema volvió a comisión.

El oficialismo, emperrado en la noción de que su versión del presupuesto es indiscutible, no aceptó ir a comisión, e intentó volver a tratarlo una semana después en el plenario. La oposición no le dio quorum y se repitió el fracaso. Todavía hay quienes hablan de un nuevo intento de votación la semana entrante.

Pero, a menos que ocurra algún milagro, todo indica que no habrá presupuesto para el ejercicio fiscal 2011, y que el gobierno prorrogará el actual. Necesitará eso sí algunos decretos de necesidad y urgencia para manejar los excedentes, pero la oposición cree que esta opción es preferible al nuevo presupuesto que había elaborado el ejecutivo.

Así están las cosas ahora, y para conseguir este magro resultado el Congreso quedó envuelto en una turbia nube de alegatos y sospechas.

La diputada Elisa Carrió lanzó acusaciones sobre componendas entre el radicalismo y el gobierno; sus pares Elsa Álvarez y Cynthia Hotton dijeron haber sufrido presiones e intentos de soborno de parte del oficialismo. Llegada la hora de la verdad, al exponer en la Comisión de Asuntos Constitucionales, ninguna de las tres pudo probar nada.

Pero tampoco nadie pudo explicar entre otras cosas la buena disposición de los radicales ricardistas a facilitarle las cosas al kirchnerismo, ni la cuestión de conciencia que impidió a cuatro diputados del PRO votar junto con su bloque, ni la diligencia exhibida por otros opositores para sepultar en la comisión citada las denuncias de sus tres colegas.

Ni nadie registró la verdad obvia de que si las llamadas tendientes a torcer voluntades con promesas y dádivas existen es porque también existen las voluntades maleables al sonido arrullador y envolvente de esas llamadas. No hay corruptores sin corrompibles, y no hay unos ni otros sin un contexto corrupto.

En medio de estas brumas, el sopapo que Graciela Camaño le propinó al diputado Carlos Kunkel, menos conocido por su oratoria parlamentaria que por su lengua sibilina y fastidiosa, es una anécdota trivial.

Apena que justamente ella, una legisladora responsable, universalmente respetada por la seriedad de su labor en la Comisión de Asuntos Constitucionales, haya provisto la imagen que quedará asociada a la discusión del presupuesto en el Congreso. Y que su reacción impulsiva haya desviado de las trapisondas legislativas la atención de los medios.

Tras el incidente, Camaño sometió su continuidad en la presidencia de esa comisión a la decisión de sus pares, y pidió disculpas a la ciudadanía. “Tengo la obligación de pedir disculpas porque la gente no me votó para hacer escenas de pugilato en el Congreso. Los políticos tenemos que dar ejemplos, y ése fue un pésimo ejemplo”, dijo.

No hay muchas personas dispuestas a reconocer errores, afrontar las consecuencias de sus actos, y pedir disculpas. Para una ciudadanía abofeteada por la mediocridad de sus dirigentes, la conducta de Graciela Camaño alienta la convicción de que otra Argentina es posible y de que el país cuenta con los hombres y mujeres necesarios para hacerla realidad.

Parecería que todo es cuestión de encontrar a alguien capaz de asumir el liderazgo y convocarlos. Pero a un año de los próximos comicios presidenciales no se advierten figuras capaces de encarnar ese papel.

–Santiago González

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