La autoridad presidencial

Macri desaprovecha la doble crisis en la Patagonia para demostrar que tiene el timón del país firmemente en sus manos

En octubre, el presidente Mauricio Macri obtuvo en las elecciones legislativas un claro voto de confianza de parte del electorado; en noviembre expuso por primera vez algo parecido a un programa de gobierno, cuyo logro inicial fue el de ordenar a su alrededor el escenario político; en diciembre le corresponde asumir la presidencia del G-20, distinción que habrá de fortalecer su perfil internacional. Tan rutilante encadenamiento de circunstancias se ve entenebrecido sin embargo por dos sucesos que no figuraban en los radares de su gobierno y que han sometido a severa prueba sus condiciones de liderazgo.

Esos episodios inesperados fueron el estallido de un conflicto sedicioso en la Patagonia, bajo bandera mapuche, que ya cobró una o varias vidas según como se lleve la cuenta, y la desaparición en las profundidades del Atlántico sur de un submarino en operaciones con 44 tripulantes a bordo. Y Macri no pareció a la altura del desafío que le plantearon estas dos situaciones, nada casualmente ocurridas en una de las zonas más codiciadas y peor atendidas del país. Un presidente con incuestionable legitimidad, sostenido apoyo popular y reconocimiento internacional, dejó pasar inexplicablemente la oportunidad de demostrar autoridad, y agregar esa cualidad a las otras.

La desaparición de un submarino con todos sus marineros define en cualquier país una situación de crisis cuyos ecos trascienden las fronteras por elemental simpatía, como hemos visto en la repercusión internacional que tiene la suerte de nuestro ARA San Juan, y la espontánea oferta de ayuda que recibió la Argentina. No sólo los familiares directos están alcanzados por la angustia: en una nación entera, la ansiedad y el dolor se extienden a toda la población, porque esos hombres y mujeres cuyas vidas están en riesgo, las pusieron justamente en riesgo para dar seguridad al resto de sus compatriotas.

En una situación de crisis como ésta, todas las miradas se dirigen hacia la persona al mando. Y la persona al mando se hace cargo de la crisis, se la echa al hombro, encarna tanto la angustia por lo sucedido como la determinación de resolverlo, y le pone el pecho a lo que pueda sobrevenir, fuese lo que fuese. Se trata de una cuestión de autoridad, patriotismo, y conciencia de ser la cabeza de una nación. Desde que la tragedia del submarino saltó al conocimiento público, se han escuchado a diario las explicaciones de un vocero de la Armada, pero casi quince días después todavía no es claro quién está a cargo.

Y debió ser el presidente Macri quien asumiera públicamente las responsabilidades de la persona al mando, en principio porque él es la persona al mando. Pero prefirió las apariciones privadas, primero, como debía ser, ante las familias de los submarinistas; luego, ante los jefes navales y el ministro de defensa. Allí dijo: “La noticia nos ha repercutido y conmovido a los argentinos. Mi primer pedido es que transcurramos el momento y los próximos días con el máximo de los respetos por el dolor que ha generado, especialmente en los familiares, No nos tenemos que aventurar a buscar culpables. Esto va a requerir de una investigación seria, profunda, que arroje certezas de por qué ha sucedido lo que estamos presenciando”.

Esto que dijo el presidente fue lo más parecido a lo que se esperaba que dijera el presidente. Pero lo dijo en conferencia de prensa, en el edificio de la Armada, y no desde su despacho, rodeado de los atributos del mando, y vestido formalmente, que es lo que debió haber hecho porque también las formas importan, y las formas elegidas por el presidente para hablar estuvieron lejos de lo que un país conmovido y angustiado estaba esperando y necesitando. Ni siquiera cuando la Armada dio por terminadas las operaciones de rescate, en una admisión oficial de que ya no se esperaba hallar sobrevivientes, el presidente consideró necesario expresar el homenaje y encarnar el duelo de una nación.1

Consecuencia de esa informalidad y de esa distancia fue el desorden en el que se revolvieron todos los involucrados, con acusaciones cruzadas, filtraciones a la prensa y remisiones de culpabilidad al gobierno anterior. El manejo de la ansiedad nacional quedó en manos de los animadores de noticieros, y las explicaciones e interpretaciones corrieron por cuenta de los operadores de tales o cuales intereses, y de los habituales expertos en teorías conspirativas.

Algo similar ocurrió con la insurgencia de bandera mapuche: aunque distinto en su naturaleza el episodio tiene a la nación igualmente en vilo porque es su integridad la que está nominalmente en juego, tanto como efectivamente lo están las vidas, bienes y tranquilidad de muchos patagónicos. Hace por lo menos una década que personas que enarbolan la bandera mapuche (entre ellos algunos mapuches) han hecho públicos sus reclamos secesionistas, los han planteado ante organismos internacionales, y han obtenido considerables apoyos políticos y económicos, cualquier cosa menos desinteresados. Incluso los han ventilado en la película Nación mapuche, exhibida durante varias semanas en el MALBA hace más de cinco años sin que a nadie se le agitara una pestaña. Sólo en una nación quebrada como la nuestra es posible semejante pusilanimidad.

Desde la asunción del nuevo gobierno esos grupos han intensificado sus acciones violentas, alentados en parte por organizaciones extranjeras empeñadas en provocar un conflicto en la Patagonia en favor de intereses relacionados con el agua y los hidrocarburos, en parte por grupos de izquierda locales que buscan provocar la represión y darle carnadura al argumento retórico de que un gobierno democráticamente electo hace dos años y abrumadoramente ratificado en las urnas este año es una especie de reencarnación de las juntas militares dictatoriales del siglo pasado. La rebelión secesionista saltó ahora a las primeras planas de los medios nacionales, pero para los habitantes de Chubut y Río Negro especialmente es una vieja pesadilla cotidiana de atentados contra la propiedad y hostilidad permanente.

Los enfrentamientos y la muerte ocurridos en Lago Mascardi, en relación con el desalojo y persecusión de unos ocupantes ilegales de tierras por parte de efectivos de la Prefectura, debieron merecer también una intervención presidencial directa, no tanto por los hechos en sí, lamentables como han sido, sino por el contexto en el que se produjeron. La ciudadanía tiene derecho a que se le informe debidamente, desde la autoridad presidencial, sobre las dimensiones de la campaña secesionista de bandera mapuche, y sobre las acciones que sigue o piensa seguir el gobierno nacional para enfrentarla.

En los Estados Unidos —lo hemos visto— los presidentes hablan al país en casos de gran conmoción social, como los tiroteos en escuelas o lugares públicos, porque esos episodios ponen en entredicho las normas elementales de convivencia, los presupuestos mínimos del contrato social. Los episodios que hoy conmueven a los argentinos son casos críticos, extraordinarios, en los que está en juego la integridad de la nación y la vida de quienes la protegen, y por eso hacen más necesaria aun la certidumbre y la seguridad que sólo la palabra presidencial puede proporcionar. Kant, con la mirada puesta en el Estado, consideraba que la ley suprema del contrato social era la seguridad de la república; Locke, con la atención enfocada en el individuo, creía que la ley suprema era la seguridad del pueblo. En la Argentina están en riesgo las dos cosas.

La democracia republicana pone una carga muy grande sobre los jefes de estado o de gobierno: les recuerda permanentemente el carácter contractual y transitorio de su poder, pero al mismo tiempo les reclama la compostura, autoridad y sangre fría de un monarca cuando la situación se pone crítica. Allí es cuando el presidente se da cuenta de que está solo como un rey, y decide si prefiere atender a sus propias intuiciones y criterios o perderse en el mar de recomendaciones contradictorias e interesadas de sus cortesanos o de sus ministros. Allí es cuando revela, o no, su autoridad. No sabemos si Macri prefirió ocultarse por decisión propia o por consejo de sus asesores; sí sabemos que perdió una oportunidad única de mostrar que la autoridad es una de sus cualidades, quizás la más importante en un gobernante.

“El concepto de autoridad apareció en Roma como opuesto al de poder —escribió el pensador español José Antonio Marina, autor de La recuperación de la autoridad—. El poder es un hecho real. Una voluntad se impone a otra por el ejercicio de la fuerza. En cambio, la autoridad está unida a la legitimidad, dignidad, calidad, excelencia de una institución o de una persona. El poder no tiene por qué contar con el súbdito. Le coacciona, sin más, y el miedo es el sentimiento adecuado a esta relación. En cambio, la autoridad tiene que despertar respeto, y esto implica una aceptación, una evaluación del mérito, una capacidad de admirar, en quien reconoce la autoridad. Una muchedumbre encanallada sería incapaz de respetar nada. Es desde el respeto desde dónde se debe definir la autoridad, que no es otra cosa que la cualidad capaz de fundarlo. El respeto a la autoridad instaura una relación fundada en la excelencia de los dos miembros que la componen: quien ejerce la autoridad y quien la acepta como tal.”

La autoridad no ha sido una cualidad de los presidentes argentinos, por lo menos desde el regreso de la democracia. Casi todos disfrutaron en cambio de momentos de gran popularidad, y todos vieron cómo se les esfumaba de un día para el otro. Macri goza en estos momentos de una gran popularidad: sus niveles de aprobación rondan el 60% a pesar de los escasos logros que ha podido exhibir en la primera mitad de su mandato. Pero lo permanente, lo que inspira respeto, es la autoridad. “Pude hacer esas cosas porque, aunque tenía el mismo poder que mis iguales, tenía más autoridad”, dijo según es fama el emperador Augusto. En esta emergencia la nación necesitaba encontrarla, reconocerla y respetarla.

–Santiago González

  1. Agregado del 30-11-2017. []

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