Jorge Rafael Videla (1925-2013)

videlajrEntre los miembros de la junta militar que tomó el poder en 1976, probablemente haya sido Jorge Rafael Videla quien más sinceramente creyera en la justificación de su sangrienta ofensiva contra la izquierda como una defensa de los valores occidentales y cristianos, según decía el relato oficial de la época. Este hombre simple de provincia, nacido en una familia tradicional y católica, educado en la disciplina de la escuela militar, había reemplazado el pensamiento por la ideología, y cuatro o cinco consignas superficialmente articuladas le alcanzaban para componer su visión del mundo. Carecía de la ruindad esencial de un Massera, por ejemplo, quien nada casualmente se burlaba de él y lo tomaba por tonto. Sus camaradas lo llamaban el hueso, descarnado, duro, enjuto, sin gracia. Como todos los autoritarios, le tenía un miedo pánico a la vida, a la vida desbordante y desordenada. La libertad de los demás –libertad de ideas, libertad sexual, libertad social– le ofendía personalmente: mandó matar para poner orden, exorcizó sus miedos imponiendo el miedo a los demás.

Videla fue un hombre pequeño de espíritu, corto de entendederas, escaso de lecturas, cobarde de ánimo, e inspirado por un resentimiento hondo y antiguo que guió y sostuvo su mano implacable. Estas cualidades lo describen, pero no alcanzan, sin embargo, para distinguirlo de todo un arco de la clase dirigente argentina que surgió con el golpe de estado de 1930 y perduró hasta la recuperación de la democracia; tampoco alcanzan para distinguirlo de sus archienemigos, los jefes de la “subversión apátrida”, con quienes compartía el culto de la muerte. Es posible afirmar que Videla fue un argentino típico entre varias generaciones de argentinos que se han creído llamados a definir y conducir los destinos del resto, con una soberbia y un autoritarismo que no trepida en ignorar y aplastar las ideas, las creencias o las voluntades ajenas. Quien esto escribe percibió esas mismas cualidades, por llamarlas de algún modo, en dirigentes políticos y en líderes eclesiásticos, en hombres de empresa y en antiguos terratenientes, en figuras encumbradas de la izquierda y de la derecha. Es cierto que no todos se mancharon las manos con sangre como Videla (o como Firmenich, para el caso), pero quien los ha conocido se pregunta si no se las mancharon simplemente porque no tenían las armas en la mano. No pocos entre ellos, empeñados en proteger intereses muy concretos, alentaron a Videla en sus aventuras criminales, para después, pequeños y cobardes como él, mirar para otro lado, e incluso mostrarse escandalizados cuando las atrocidades salieron a la luz.

Lo peor que podemos hacer ante personajes como Videla es convertirlos en monstruos, en encarnaciones singulares del mal, cuando el mal anida en el propio corazón de la sociedad argentina, y aflora una y otra vez bajo distintos rostros pero con denominadores comunes: intolerancia, soberbia, autoritarismo, mezquindad, desprecio por el otro. El mal está ahí, y no lo vamos a desterrar con chivos expiatorios. Tanto está ahí que lo tenemos a la vista: la corrupción mata tanto como mató la represión, y en el fondo por las mismas razones, aunque los pretextos ideológicos hayan cambiado de signo.

Videla fue juzgado y condenado en la década de 1980 bajo el gobierno de Raúl Alfonsín. Lo que vino después no fue justicia sino venganza y fantochadas. No es un triunfo de la democracia, como han dicho los enanos políticos de siempre, que Videla haya muerto en la cárcel a los 87 años.

–Santiago González

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