Ilusiones fatales del hombre occidental

Por Pat Buchanan *

“Con China nos equivocamos, ¿y ahora?” reza el título de la columna en el Washington Post. “¿Se acuerdan de que el compromiso de los Estados Unidos con China iba a lograr que ese rezago comunista se pareciese un poco más al Occiente democrático y capitalista?”, pregunta Charles Lane al abrir su artículo.

Las élites norteamericanas creyeron que las relaciones económicas y la apertura de los mercados estadounidenses lograrían que la República Popular coexistiera buenamente con sus vecinos y con Occidente.

Nos engañamos. Tal cosa no ocurrió.

Xi Yinpín acaba de modificar la constitución china para que le permita convertirse en dictador vitalicio. Continúa robando propiedad intelectual de las empresas norteamericanas y ocupando y fortificando islotes en el Mar del Sur de la China, que Beiyín considera como de su propiedad.
Al mismo tiempo, China sostiene a Corea del Norte, y aviones y barcos militares chinos envuelven Taiwan amenazando su independencia.

Hoy  enfrentamos en China a una  superpotencia dictatorial comunista que pretende desplazar a los Estados Unidos como primera potencia de la Tierra, y correr del Pacífico a las fuerzas militares norteamericanas.

¿Quién tiene la culpa de esta chapuza histórica? Las élites de ambos partidos. En la década de 1990, los republicanos de Bush le concedieron a China la categoría de nación más favorecida, y le abrieron el mercado norteamericano. Resultado: China ha acumulado 4.000 trillones [estadounidenses] de superávit comercial con los Estados Unidos. El superávit de 375.000 millones que logró en 2017 superó de lejos todo el presupuesto de defensa chino.

Alimentamos al tigre, y creamos un monstruo.

¿Por qué? ¿Qué hay en la cabeza del hombre occidental que hace que nuestros líderes se inclinen a adoptar políticas ancladas en esperanzas que la realidad no justifica?

Recordemos. Stalin fue un tirano asesino sin rivales en la historia, cuyas víctimas en 1939 eran mil veces superiores a las de Adolf Hitler, con el que rápidamente se asoció a cambio de la libertad de hacerse de los estados bálticos y morderle la mitad a Polonia. Cuando Hitler se volvió contra Stalin, el carnicero bolchevique acudió a Occidente en busca de ayuda. Churchill y Roosevelt lo abrumaron de elogios que habrían hecho sonrojar a Pericles. En Yalta, Churchill se puso de pie para brindar por Stalin: “Ando por este mundo con mayor coraje y esperanza al saberme en relación de amistad y confianza con este gran hombre, cuya fama se ha extendido no sólo sobre toda Rusia, sino por el mundo… Consideramos la vida del mariscal Stalin como algo muy caro para las esperanzas y los corazones de todos nosotros.”

Al regresar a casa, Churchill aseguró a un Parlamento escéptico: “No conozco gobierno que haga frente a sus obligaciones, aún a su pesar, con mayor firmeza que el gobierno de la Rusia soviética.”

George W. Bush, con el respaldo sin fisuras del establishment norteamericano, invadió Irak con el propósito de crear un Vermont en el medio oriente, capaz de convertirse en faro de democracia para el mundo árabe e islámico. El ex director de la Oficina de Seguridad Nacional (NSA) general William Odom, describió correctamente esa invasión como el mayor desatino estratégico de la historia de los Estados Unidos. Pero Bush no se dio por aludido y siguió adelante predicando su cruzada por la democracia con el fin de “poner fin a la tiranía en este mundo”.

¿Cuál es la raíz de estas creencias asombrosas, que Stalin podía ser un socio para la paz, que si reconstruíamos la China de Mao se volvería benigna y benevolente, que podíamos reconfigurar las naciones islámicas en réplicas de las democracias occidentales, que podíamos erradicar la tiranía?

Hoy estamos repitiendo esos delirios históricos.

Despuès de nuestra victoria en la Guerra Fría, no sólo nos arrojamos sobre el medio oriente para rehacerlo a nuestra imagen, emitimos garantías de guerra a cualquier estado ex miembro del Pacto de Varsovia, y amenazamos a Rusia con la guerra si alguna vez se le volvía a ocurrir meterse con las repúblicas bálticas.

Ningún presidente de la época de la Guerra Fría habría soñado siquiera con plantearle un reto tan descarado a una gran potencia nuclear como Rusia. Si la Rusia de Putin no se convierte en la nación pacifista que nunca ha sido, esas garantías algún día van a ser exigidas. Y los Estados Unidos tendrán que dar marcha atrás, o afrontar una guerra nuclear.

¿Por qué corremos estos riesgos?

Piénsese en esa descabellada ideología del libre comercio mundial, que tiene sus raíces en los garabatos de unos monos sabios del siglo XIX, ninguno de los cuales edificó jamás una gran nación.

Por adherir religiosamente al dogma del libre comercio, hemos acumulado un déficit comercial de 12.000 trillones [estadounidenses] de dólares desde la época de Bush padre. Nuestras ciudades han quedado destripadas por la pérdida de plantas y fábricas. Los sueldos de los trabajadores se han estancado. La independencia económica que Hamilton procuró, y los presidentes norteamericanos, desde Lincoln a McKinley, lograron pasó a la historia.

Pero el riesgo mayor que corremos, basado en esta inclinación por las utopías, reside en la importación anual de más de un millón de inmigrantes legales e ilegales, muchos provenientes de los estados fracasados del Tercer Mundo, con la esperanza de crear un país unido, pacífico y armonioso de 400 millones de habitantes, compuesto por todas las razas, religiones, etnias, tribus, credos, culturas y lenguas de la Tierra.

¿Dónde están las pruebas históricas que respalden el éxito de este experimento, cuyo fracaso podría significar el fin de los Estados Unidos, entendidos como una nación y un pueblo?

* Ex asesor de los presidentes Richard Nixon, Gerald Ford y Ronald Reagan, aspirante a la presidencia de los Estados Unidos en 1992 y 1996. Su último libro es Nixon’s White House wars: The battles that made and broke a president and divided America forever.

© Patrick J. Buchanan.
Versión castellana y notas © Gaucho Malo.

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