Por Pat Buchanan *
Desde Lincoln a William McKinley a Theodore Roosevelt, y desde Warren Harding hasta Calvin Coolidge, el Partido Republicano erigió la más asombrosa maquinaria fabril jamás vista en el mundo. Y, por haber sido el partido promotor de los aranceles elevados a lo largo de esas siete décadas, el GOP se convirtió en el Partido de los Estados Unidos. Trece presidentes republicanos prestaron servicio entre 1860 y 1930, frente a sólo dos demócratas. Y Grover Cleveland y Woodrow Wilson resultaron electos gracias a que los republicanos se habían dividido.
¿A qué viene, entonces, este terror por los aranceles que atenacea al GOP?
Veamos. Al enterarse de que el presidente Trump podría imponer aranceles al aluminio y al acero, el senado Lindsey Graham se puso fuera de sí. “Por favor, piénselo mejor”, le imploró al presidente, “va a cometer un grave error”. Veinticuatro horas antes, Graham nos había asegurado con toda tranquilidad que una guerra con Corea del Norte, que posee armas nucleares, valía la pena. “Todo el daño que es capaz de producir una guerra valdría la pena en términos de estabilidad a largo plazo y de seguridad nacional”, dijo Graham. Un arancel para el acero aterroriza a Graham. ¿Y una nueva guerra en Corea no?
“Las guerras comerciales no se ganan, sólo se pierden”, nos advierte el senador Jeff Flake. Pero ésta es una tontería sin sustento histórico. Los Estados Unidos se valieron de los aranceles para pasar de una economía agrícola en el siglo XIX a ser la mayor potencia manufacturera del mundo a comienzos del XX. La Alemania de Bismarck, nacida en 1871, siguió el ejemplo norteamericano, y superó velozmente a la Gran Bretaña librecambista antes de la Primera Guerra.
¿Acaso cree el senador Flake que Japón pasó al primer plano luego de la guerra gracias al libre comercio, cuando lo cierto es que Tokio vetaba el ingreso de productos norteamericanos mientras nos inundaba de autos, radios, televisores y motocicletas, y liquidaba las industrias de la nación que lo estaba defendiendo? Tanto Nixon como Reagan tuvieron que devaluar el dólar para contrarrestar las políticas comerciales predatorias de los japoneses.
Desde los tiempos de Bush padre, hemos acumulado $12 trillones [estadounidenses] de déficit comercial, y en la primera década de este siglo perdimos 55.000 fábricas y 6.000.000 de puestos de trabajo industriales. ¿No advierte Flake correlación alguna entre la declinación de los Estados Unidos, el ascenso de China, y los $4 trillones [estadounidenses] de superávit comercial acumulados por Beiyín a expensas de su propio país?
La histeria que desató la idea de Trump de aplicar un arancel del 25 por ciento al acero y un arancel del 10 por ciento al aluminio sugieren que el restablecimiento de la independencia económica de esta nación deberá recorrer un sendero difícil.
En 2017, los Estados Unidos acumularon un déficit comercial en bienes de casi $800.000 millones, $375.000 millones con China, superávit comercial que cubrió con holgura todo el presupuesto de defensa de Xi Yinpín.
Si queremos convertir nuestro déficit comercial en bienes de $800.000 millones en un superávit de $800.00 millones, y detener el saqueo de la base industrial estadounidense, y la erosión de nuestros pueblos y ciudades, tendremos que hacer sacrificios. Pero si no estamos dispuestos a hacerlos, perderemos nuestra independencia, tal como los países de la Unión Europea perdieron la suya.
Específicamente, debemos eliminar los impuestos a los bienes producidos en los Estados Unidos, y aplicar impuestos a los bienes importados a los Estados Unidos. Puesto que importamos casi $2,5 trillones [estadounidenses] en bienes, un arancel a los artículos importados que crezca gradualmente hasta el 20 por ciento, produciría inicialmente ingresos por $500.000 millones. Todos esos ingresos arancelarios podrían emplearse para eliminar y reemplazar todos los impuestos a la producción dentro de los Estados Unidos.
A medida que el precio de los artículos importados aumente, la producción estadounidense irá reemplazando a los bienes extranjeros. No hay nada en el mundo que no podamos producir aquí. Y si se lo puede hacer en los Estados Unidos, se lo debe hacer en los Estados Unidos.
Veamos. Supongamos que un Lexus cuesta $50.000 en los Estados Unidos, y se le aplica un arancel del 20 por ciento, elevando su precio a $60.000. ¿Qué harían los fabricantes japoneses del Lexus? Podrían aceptar perder ventas en el mayor mercado del mundo, los Estados Unidos. Podrían rebajar los precios para asegurar su presencia en el mercado. O podrían trasladar la fábrica a los Estados Unidos, construyendo aquí sus autos y manteniendo el mercado.
¿Cómo hicieron las naciones de la Unión Europea para acumular interminables superávit comerciales con los Estados Unidos? Le aplicaron un Impuesto al Valor Agregado (IVA) a las importaciones de los Estados Unidos, y se lo redujeron a las exportaciones a los Estados Unidos. Funciona igual que un arancel.
Los principios que sostienen una política de nacionalismo económico, capaz de convertir nuestros déficit comerciales, que reducen el PBI, en superávit comerciales, que aumentan el PBI, son los siguientes:
– La producción es más importante que el consumo. El que se come las manzanas es menos importante que el dueño de la plantación. Debemos depender más unos de otros, y menos de los extranjeros.
– Hay que poner impuestos a las manufacturas importadas, y utilizar esos ingresos, dólar por dólar, para reducir los impuestos a la producción local.
La idea no es cerrar el ingreso a los bienes importados, sino inducir a las empresas extranjeras a producir aquí. Tenemos un bien estratégico que nadie puede igualar. Controlamos el acceso al mercado más grande y más rico del mundo, los Estados Unidos. Y así como los estados cobran aranceles más altos en sus principales universidades a los estudiantes de otros estados, deberíamos cobrar un permiso de admisión para que los productos extranjeros ingresen a los mercados estadounidenses.
Y ese permiso –que alguien sostenga, por favor, al senador Graham– se llama arancel.
* Ex asesor de los presidentes Richard Nixon, Gerald Ford y Ronald Reagan, aspirante a la presidencia de los Estados Unidos en 1992 y 1996. Su último libro es Nixon’s White House wars: The battles that made and broke a president and divided America forever.
© Patrick J. Buchanan.
Versión castellana y notas © Gaucho Malo.