Ilusiones y cascotazos

Existe una mano de obra especializada en vandalismo callejero que en la última década hemos visto actuar reiteradamente, al amparo de la política oficial de no criminalizar la protesta. Se la reconoce a simple vista: rostro cubierto, mochila, bermudas, y una extraordinaria agilidad y entrenamiento para atacar y replegarse, golpear, huir, reagruparse y volver a la carga. Muestra una gran destreza para hacerse de armas y proyectiles desmantelando el mobiliario urbano: baldosas, contenedores de basura, refugios del transporte público. La hemos visto actuar en medio de protestas gremiales o políticas, en determinadas concentraciones populares, principalmente relacionadas con el deporte, y en la ocupación de predios urbanos para instalar viviendas precarias. Las ocasiones en las que aparece son tan dispares entre sí –desde un paro docente hasta el día del hincha de Boca– que cuesta creer que se trate de las mismas personas. Pero hay que tener presente que son mercenarios que se alquilan al mejor postor, y que se entrenan todos los domingos en los estadios de fútbol en calidad de barras bravas. Pocas veces caen presos, porque casi siempre cumplen la función de chisperos: encienden la mecha de la violencia, y se retiran. Quedan detrás los incautos, los que sí van a parar a las celdas policiales. Desde el exterior del país se interpretó equivocadamente que los desmanes ocurridos tras la derrota en el Maracaná tenían que ver con la frustración futbolística. Pero fue más bien la acción de alguien interesado en causar daño, probablemente perteneciente al partido gobernante, y por razones vinculadas a la pelea por la sucesión. La mano de obra de la que hablamos funciona al amparo de la mafia de intereses políticos, económicos y sindicales que se adueñó del país. El secretario de seguridad Sergio Berni apuntó el dedo contra las barras bravas de los clubes Independiente y Chacarita, que es lo mismo que decir contra los gremialistas opositores Hugo Moyano y Luis Barrionuevo, pero la acusación puede no ser más que una chicana política. Habría sido preferible que diera explicaciones sobre la inacción policial: la presencia de numerosas personas en las cercanías del Obelisco, en actitud sospechosa, y desde antes que comenzara el partido en Brasil, debió haber llamado la atención de los responsables de la seguridad. La policía federal que depende del gobierno nacional y la policía metropolitana que depende del gobierno de la ciudad no sólo no tomaron medidas preventivas sino que llegaron tarde para impedir los daños a la propiedad pública y privada. Para entonces, los de la mochilita ya se habían retirado y sólo quedaban grupos de revoltosos excitados por la refriega. El grotesco de los vándalos que se tomaban fotos en un sillón en medio de una avenida tuvo su equivalente en el ridículo arribo de la policía metropolitana cuando todo ya había pasado.

Difícilmente sepamos alguna vez quién organizó los desórdenes. Sabemos sí que a lo sumo un centenar de personas, actuando organizadamente, quebraron a cascotazos una doble ilusión: la que durante casi un mes unió jubilosamente detrás de los colores patrios a una sociedad largamente dividida y enfrentada, y la que durante un par de horas le permitió sentirse orgullosamente digna en la derrota deportiva. –S.G.

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