Hugo Guerrero Marthineitz (1924-2010)

Hugo Guerrero Marthineitz fue sin duda un maestro de la radio. Un maestro que sigue a la espera de sus discípulos.

La voz grave, perfectamente modulada, de Hugo Guerrero Marthineitz acompañó –¿habría que escribir educó?– desde la radio a varias generaciones de porteños, desde 1955, cuando llegó a la Argentina, hasta fines del siglo, cuando su estrella se eclipsó, probablemente opacada por el polvo que despedía un país en su caída a pedazos.

Sí, habría que escribir educó. Educó musicalmente, educó literariamente, educó en el habla, con ese castellano rico y elegante, sonoro y armonioso, que va replegándose cada vez más hacia los Andes, desde Colombia hasta Bolivia. Hacia el arco geográfico que rodea a la capital virreinal, esa Lima donde Guerrero nació en 1924.

También educó en materias más profundas, como libertad e independencia, y coraje para decir lo que se piensa, más allá de las consecuencias. Y también educó en su oficio, primero y principal como conductor de radio, luego como entrevistador de televisión. Todos lo dicen: fue un maestro de la radiofonía argentina. Llamativamente, no tuvo alumnos.

Se hizo conocer con su primer programa “El club de los discómanos”, que iba de mañana por radio Excelsior, una emisora cuya audiencia principal eran los jóvenes y en la que prolijos pasadiscos presentaban sin pena ni gloria los temas dulzones que las discográficas querían difundir. En esos años, Ray Conniff, Percy Faith, y cosas por el estilo.

En el programa de Guerrero se escuchaba otra cosa: la música que a él le gustaba y que la conseguía quién sabe dónde. Nos saturó toda una temporada con el chispeante “bikini amarillo, a lunares, diminuto…”. Hablaba por encima de la música, la tarareaba, se reía “para adentro”, y se describía a sí mismo como el “peruano parlanchín”.

Eso solo bastaba para distinguirlo del resto, pero además, aquí y allá, decía cosas, contaba historias, proponía sus opiniones. Atraía, llamaba a escucharlo al día siguiente. El horario y el formato pronto le quedaron chicos, y así nació en 1967 “El show del minuto”, que no tenía sesenta segundos, sino seis horas de la tarde, de lunes a viernes, que llenaba él solo.

Al caer el día se lo podía ver por la calle Viamonte (vivía en las inmediaciones) en un recorrido que empezaba por la librería Verbum, frente a la Facultad de Filosofía, seguía por la librería Letras, en la cuadra siguiente, y terminaba en la confitería Jockey Club, en la esquina con Florida, donde se trenzaba en la barra con los escritores de Sur: H.A. Murena, Alberto Girri…

De esas pesquisas, de esos contactos, salían seguramente los textos que leería al día siguiente en su programa, las ideas que propondría, para suscribirlas o, más probablemente, para polemizar con ellas, con su estilo provocador, irreverente, sarcástico, algunas veces arbitrario, muchas veces irritante por su soberbia.

Fue en ese programa ómnibus donde alcanzó su mayor popularidad, que él mismo subrayaba pegando un golpe sobre la mesa y proclamando “Otro clavó la sintonía en radio Belgrano”. Fue allí también donde ensayó sus principales innovaciones: poner en el aire los llamados del público, dedicar el tiempo necesario a un tema sin interrupciones publicitarias.

Allí pudo también derribar varios de los mitos tomados como verdades por el medio. Demostró que se podía mantener un largo silencio en el aire, si estaba cargado de sentido, o de expectativa; que se podía leer todo un cuento o un ensayo de un tirón, si se lo sabía leer; que se podía difundir un tema que superara los consabidos tres minutos si lo valía.

Muchos recuerdan ahora haber conocido a Ray Bradbury, o a Robert Bloch, o a Alvin Toffler, o a Mark Twain, de la voz del peruano; muchos conocieron de esa misma voz los cuentos del mexicano Francisco Gabilondo Soler, “Cri-Cri”, o los poemas del también peruano Nicomedes Santa Cruz.

Otros destacan que sólo en el programa del “negro” Guerrero se podía escuchar completo “Corazón de madre atómica” de Pink Floyd, o el “Romance de la muerte de Juan Lavalle”, de Ernesto Sabato y Eduardo Falú. Otros más evocan sus memorables charlas con Jorge Luis Borges, o con el “polaco” Roberto Goyeneche o con José Larralde.

Su manera independiente de observar y explicar la realidad, tal vez su misma condición de extranjero (aunque en un momento optara por la nacionalidad argentina), le permitieron atravesar la década de 1970 sin quedar atrapado en el violento torbellino de demencia política que arrastró a gran parte de la sociedad en la que vivía y trabajaba.

Son numerosas y conocidas las anécdotas sobre sus frecuentes enfrentamientos con los poderes de turno, civiles o militares. Varias veces sus programas fueron sacados del aire, y Guerrero nunca quiso jugar el papel de víctima. Sabía lo que hacía, y lo que decía, y se hacía cargo de las consecuencias.

“Durante los 28 años que llevo de tareas radiofónicas –dijo en 1983, con el regreso de la democracia–, muchos de mis comentarios, que han sido sistemáticamente controlados por mí, sumamente controlados sin llegar a la autocensura, han caído mal a las autoridades pertinentes”. Y se reía de haber sido acusado de izquierdista, derechista, jesuita y masón.

Como es habitual en la Argentina cuando el coraje o el talento de alguien pone en evidencia la cobardía o la mediocridad del resto, sus colegas no le tenían la menor simpatía, y apuntaban su resentimiento contra su condición de extranjero o su carencia de “carnet habilitante”. Tuvo que gestionarlo por presión de la Sociedad de Locutores…

“Ser independiente en la Argentina es un peligro público”, comentó en 1988. “No hay nada que nos moleste más que ser independientes”.

Se inició en la televisión con “Séptima noche”, pero fue “A solas”, que comenzó en 1984, donde reveló las posibilidades del medio para el reportaje intimista: el programa se abría con una conversación ya iniciada y terminaba mientras la charla seguía. Un uso creativo de la luz y los primeros planos acentuaban la indagación sobre la personalidad invitada.

Los programas de Guerrero atrajeron a varias generaciones sucesivas, primero a través de la radio, luego a través de la televisión. También a varias generaciones simultáneas: muchos recordaban en estos días haber escuchado o visto al peruano en compañia de sus padres, o sus abuelos.

Resulta difícil encontrar ahora en el dial un conductor con semejante amplitud de convocatoria, que también atravesaba las barreras del sexo o la clase social. A pesar de su estilo arrogante, Guerrero respetaba a su público, y el público lo percibía. Le hablaba de tú, sin la frialdad distante del usted ni la demagogia confianzuda del vos.

Hoy el peruano literalmente brilla por su ausencia. No se escucha en las radios dirigidas al gran público más que una homogénea papilla de groserías, chabacanería, doble sentido, lugares comunes, torpeza verbal y la previsible bajada de línea progresista, sostenidos a duras penas con risas grabadas y efectos sonoros.

Pero estemos tranquilos: los que ponen en el aire esos programas cuentan con carnet habilitante y diploma en comunicación.

Guerrero Marthineitz fue por cierto un maestro de la radio. Un maestro que sigue a la espera de sus discípulos.

–Santiago González

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1 opinión en “Hugo Guerrero Marthineitz (1924-2010)”

  1. Le agradezco este artículo sobre ese gran Maestro. Lo extraño mucho a pesar que lo escuchaba cuando sólo tenía 10 ó 12 años. Un grande. Único.

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