Héctor Tizón (1929-2012)

Héctor Tizón se describió a sí mismo, y la crítica convalidó esa descripción, como un escritor de frontera. Había echado sus raíces en Yala, un pueblito cercano a San Salvador de Jujuy, a las puertas de la Puna, por lo que resultó fácil entender que se refería a la frontera entre la cultura pampeana, por usar su propia denominación, y la cultura del altiplano.

Esto fue cierto respecto de, digamos, la primera mitad de su obra, y respondió a un propósito deliberado y un plan de trabajo. Pero luego su escritura tomó otras direcciones, encabalgándose sobre otras fronteras, algunas externas, geográficas, culturales o temporales, otras internas, más relacionadas con la cartografía espiritual de sus personajes.

Podría decirse que todo gran escritor es un escritor de frontera, que su escritura es la chispa que estalla en esas zonas de fricción, de roce, de cornisa, para iluminar y salvar del olvido los dolores de la historia. Tizón fue uno de esos escritores, y su literatura dio voz a una agonía de los confines que, si se la lee bien, no es la de una región determinada sino la del país todo.

La obra de Tizón presenta dos momentos, cada uno de los cuales viene precedido por una toma de distancia, un extrañamiento, como si la lejanía le permitiera una visión panorámica desde la cual puede distinguir con mayor claridad cuáles son las escenas, las historias, los paisajes que quiere narrar.

Entre 1958 y 1962 estuvo fuera del país cumpliendo funciones diplomáticas, principalmente en México, donde frecuentó a Juan Rulfo y donde publicó su primer libro, A un costado de los rieles (1960), una colección de cuentos prologada por el ecuatoriano Demetrio Aguilera Malta, su entrañable amigo.

Desde el otro hemisferio, Tizón puede dar forma a un proyecto literario que venía gestándose desde años antes, tal vez desde su frecuentación del grupo Tarja, que habían fundado el poeta Jorge Calvetti y otros escritores y artistas del noroeste, con la idea común de dar expresión al mundo que los rodeaba sin resbalar hacia el pintoresquismo o la bisutería folklórica.

“Cuando empecé a escribir, yo sentía que pertenecía a una región del país destinada a perder sus formas culturales propias y nació en mí cierta pretensión de anticuario: la idea de conservar voces destinadas a morir, no por buenas o malas, sino porque el mundo cambia y el cambio arrastra consigo muchas cosas”, dijo en una entrevista.

El escritor se enfrentaba así a una doble frontera: la frontera espacial con el mundo de la Puna y la frontera temporal con un pasado que se moría. La cuestión principal era entonces elegir bien las herramientas para llevar adelante su plan: “Creo que los instrumentos esenciales de un escritor de ficciones son la memoria y el oído”. Memoria y oído, tiempo y espacio.

Tizón captó como nadie lo sustancial del habla del altiplano, que está menos en algunos vocablos indígenas que en el ritmo y en los silencios que la cultura quechua le imprimió al castellano, en la manera de organizar el relato. “Los más grandes narradores son aquellos que menos se apartan en sus textos de la forma de contar de los numerosos narradores anónimos”, dijo.

De esta primera etapa quedaron las novelas Fuego en Casabindo (1969), El cantar del profeta y el bandido (1972) y Sota de bastos, caballo de espadas (1975). Tizón se proponía narrar la historia de la Puna (“con sus pormenores, pecados y epopeyas”) desde mediados del siglo XVIII hasta la primera mitad del siglo XX, pero no llegaría a completar su propósito.

El golpe militar de 1976 lo obligó a exiliarse en España con su esposa y sus tres hijos, y allí pasó cuatro años sin poder escribir. Hasta que sintió que empezaba a echar raíces en su país de adopción, y pudo acometer nuevamente la página en blanco. Una segunda etapa en la que su proyecto literario cambiaría radicalmente de dirección, aun con su regreso a Yala en 1982.

“El tiempo me enseñó que lo que tiene que perderse se pierde, aunque el voluntarismo pretenda lo contrario. Por eso, desde hace unos cinco libros, mis historias ya no están localizadas. Casi no hay sitios que señalen directamente hacia el noroeste argentino y los personajes no tienen nombre”, diría en una entrevista posterior.

La experiencia del exilio, de la que dejaría testimonio en La casa en el viento (1984), le había mostrado otra frontera, una frontera interior que tuvo que cruzar para volver a escribir, pero que vivió como una impostura. Novelas como El hombre que llegó a un pueblo (1983) y Extraño y pálido fulgor (1999) hablan de personas que rehacen sus vidas asumiendo identidades ajenas.

“Creo que un hombre puede nacer y renacer muy pocas veces en su vida. Yo he intentado renacer en otro lugar y creí haberlo logrado durante un tiempo largo, pero después me di cuenta de que mi lugar de origen era mejor que aquel otro, España, en el que había sobrevivido al exilio y estaba echando raíces”.

Desde entonces sus relatos están poblados de personajes que no encajan, excéntricos en el sentido de que han perdido el centro de un mundo que se desploma, no lo encuentran en el que parece sucederlo, y recurren a la impostura para seguir viviendo. “El ser humano ha dejado de ser un agonista, solamente se adapta”.

La mujer de Strasser (1997) es quizás la narración más representativa de esta segunda etapa. Strasser, su mujer y su capataz, exiliados europeos, han atravesado fronteras en busca de su destino y se encuentran en la Puna construyendo un puente que no lleva a ninguna parte, que ni ellos mismos aprecian, y que arriesgan en una apuesta nihilista y autodestructiva.

Tizón fue un escritor profesional y minucioso, muy preciso con las palabras y atento a su musicalidad (grababa párrafos para escucharlos y detectar las fallas). Puesto a señalar influencias, mencionó a Sarmiento y Gogol, otros dos escritores de frontera, empeñados en volcar en palabras los arrabales de Occidente en América y Asia.

“Un escritor debe escribir sobre el lugar y la gente que conoce, tratando en lo posible de que no se note y lo pueda leer todo el mundo”, dijo Tizón. Sabía que la historia de la literatura se reduce a un puñado de anécdotas contadas una y otra vez con diferentes voces. Él encontró la suya en la Puna y la rescató para siempre, la colocó en el mapa argentino.

–Santiago González

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