Fidel Castro (1926-2016)

El caudillo cubano fue una desgracia para la isla y una desgracia para América latina, pero no fue toda la desgracia

slice-1Fidel Castro Ruz fue una desgracia para Cuba y una desgracia para la América latina, pero no fue toda la desgracia; fue un engranaje necesario para el eficaz funcionamiento de una desgracia mayor, sobre la que no tenía control y que de alguna manera contribuyó a que él fuera lo que fue. Cuando los barbados revolucionarios de la Sierra Maestra entraron en La Habana aquel 1 de enero de 1959, el continente celebró la caída de otro gobierno autoritario, de los que venía tratando de librarse a lo largo de la década, casi siempre e inevitablemente por métodos violentos. Los autócratas latinoamericanos venían en dos sabores: los cuentapropistas, como el argentino Juan Perón, elegido democráticamente y derrocado por un golpe militar en 1955, y los sirvientes de los intereses norteamericanos y las oligarquías locales, como el nicaragüense Anastasio Somoza, dictador asesinado en 1956. El cubano Fulgencio Batista pertenecía a este segundo grupo, el de los que Washington describía festivamente como “nuestros hijos de puta”, un variado elenco de impresentables que el Departamento de Estado defendía como un baluarte contra el comunismo. En el contexto de esta extravagante geopolítica, los procesos internos de cada uno de los países latinoamericanos, en general tendientes hacia una mayor democratización política y económica de sus sociedades por vías reformistas, fueron leídos a la luz de la guerra fría entre los Estados Unidos y la Unión Soviética. El caso típico fue el del presidente guatemalteco Jacobo Arbenz, “el suizo”, un líder político serio y responsable cuya reforma agraria rozó los intereses de las bananeras norteamericanas. Washington gritó “¡comunismo!”, y el Departamento de Estado y la CIA le armaron un golpe de estado que lo envió al exilio. Obviamente, los intereses creados locales de cada país de América latina quedaron encantados con el argumento, y lo usaron en defensa propia. Al grito de “¡comunismo!”, el presidente argentino desarrollista Arturo Frondizi sería derrocado por los militares en 1962, a mitad de su mandato. Fue en este contexto en que estalló la Revolución Cubana, y se propagó como modelo por todo el continente.

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El “modelo cubano” prendió como fuego en el rastrojo en América latina, principalmente entre la juventud de clase media, por una cantidad de razones: primero, le ofrecía una salida, un atajo, para su frustración de estudiantes y futuros profesionales en países atrasados, con economías estancadas, gobernados por minorías que ya carecían de vitalidad política o económica pero seguían aferradas al poder con uñas y dientes; segundo, le prometía un camino heroico, generoso y abnegado para sus vidas, en consonancia con el espíritu de la época: la justicia social del marxismo, el compromiso vital del existencialismo, la opción por los pobres del cristianismo católico. Pero, en los hechos, el “modelo cubano” aportaba la pieza perfecta para que Washington simplificara la geopolítica latinoamericana en un escenario más de su guerra fría con Moscú, y para que las oligarquías locales encontraran una justificación “moral” para reprimir a quienes le disputaban el poder. En el contexto de la guerra fría, el modelo cubano condenó a todos los movimientos sociales del continente, más o menos democráticos, más o menos progresistas, a la catástrofe que sobrevendría en los setenta. Entre Washington y La Habana destrozaron lo que hubiera sido la evolución política normal, con sus avances y retrocesos, de cada uno de los países de América latina.

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Una vez tomado el poder, Castro y sus seguidores se arrojaron en brazos (literalmente, como lo muestra la foto de Fidel con Jruschov) de los soviéticos. En parte por convicción, en parte por necesidad: el castrismo no habría sobrevivido en Cuba sin el sostén económico y político de Moscú. El apoyo ideológico, militar y político que Cuba, bajo la conducción del astuto Manuel Piñeiro, Barbarroja, proporcionó por su parte a todos los movimientos subversivos que asolaron el continente entre los sesenta y los setenta, fue una manera de mejorar su cotización ante los soviéticos. Creo que a Castro nunca le interesó el triunfo de las guerrillas latinoamericanas, sino simplemente su existencia: le daban una imagen de poder e influencia y engrandecían su figura cuando ya no podía ocultarse ni siquiera a sí mismo que su proyecto local, modesto, insular, había fracasado.

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Castro fue una desgracia continental, pero fue también una desgracia nacional. Dividió a su pueblo en dos comunidades: una que prosperó en los Estados Unidos y otra que quedó detenida en el tiempo en la isla. Nunca pudo poner en marcha algo parecido a una economía en un país que había sido ejemplo de prosperidad mucho antes de que llegara la kosha nostra con sus burdeles y sus casinos. Vivió siempre de prestado, primero de los soviéticos, luego de los venezolanos, y el pueblo cubano no conoció otra cosa que el racionamiento. Medio siglo después de la revolución los más jóvenes sólo piensan en irse, o cambiar; los más viejos, los que creyeron a Fidel, los que creyeron lo que Fidel les decía en sus interminables discursos en la Plaza de la Revolución, contemplan el ocaso desde las ruinas de La Habana con ojos perplejos. No tienen resentimientos contra el líder que acaba de morir: de alguna manera sienten que no los traicionó; posiblemente se haya equivocado, posiblemente se fijara objetivos que eran superiores a sus fuerzas, pero no los traicionó. Eso creen.

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Se había educado con los jesuitas, y probablemente del cristianismo le llegó la idea de que el hombre puede crear la Ciudad de Dios en la tierra. Muchos otros jefes guerrilleros del continente emergieron de las aulas católicas con ideas parecidas. Demostró tener la energía, la inteligencia, la arrogancia, la falta de escrúpulos y el desprecio por la vida ajena necesarios para tener a un país en un puño y mantenerse en el poder mientras la salud se lo permitió. Vi a Fidel cara a cara una sola vez, hará un cuarto de siglo, en Caracas, cuando Jaime Lusinchi le transfirió el mando presidencial a Carlos Andrés Pérez. Y lo que vi no me gustó. Vi a un soberbio, un pavo real pagado de sí mismo, que había llamado a conferencia de prensa pero se dedicaba a dialogar con Flora Lewis, la corresponsal del New York Times en París (a la que llamaba “Florita”), porque probablemente era la única que consideraba a su altura. A mi lado, Gabriel García Márquez y Rogelio García Lupo le festejaban las ocurrencias. Me di cuenta de que Fidel era también una construcción mediática, erigida conjuntamente por intelectuales y periodistas. En esos días, Fidel se movía por Caracas como una estrella del rock, y los medios lo seguían por todas partes. Probablemente los mismos medios que más tarde padecerían con su discípulo Hugo Chávez.

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Hay otra cosa que recuerdo de esa conferencia de prensa: la mirada vidriosa de Fidel, los labios sensuales y húmedos, como si acabara de apartarlos de una copa de vino. “Los ojos y la boca de un asesino”, pensé. En el momento me acordé de Camilo Cienfuegos, de Ernesto Guevara. Más tarde, ese mismo año, recordaría esos ojos y esa boca al enterarme del fusilamiento en Cuba del general Arnaldo Ochoa Sánchez, del coronel Antonio de la Guardia y de los capitanes Jorge Martínez y Amado Padrón, acusados de narcotráfico. Algunos de los nombres de sus víctimas directas. Indirectamente, decenas de miles de otras tumbas, a lo largo y lo ancho de América latina, llevan, de un lado, su nombre; del otro, “made in USA”.

–Santiago González

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