Un año desalentador

El cambio prometido no se produjo, y no se sabe si el elenco gobernante tiene lo que se necesita para promoverlo

¿Por qué este desaliento tras el primer año de gobierno de Cambiemos? No se trata sólo de la economía y la inexplicable resistencia a reducir el déficit fiscal, ni de la inflación y el endeudamiento y la presión impositiva y la falta de reactivación que son su consecuencia; no se trata sólo de la política exterior y su asombrosa cadena de desaciertos; no se trata sólo de la política de seguridad y defensa que sólo parece traducirse en una errática compra de equipos; no se trata sólo de la justicia y su persistente sumisión a la conveniencia política; no se trata sólo de la educación y su estancamiento en los estragos causados por casi cuatro décadas de progresismo; no se trata sólo del gasto descontrolado para obtener apoyos en el Congreso o para asegurarse la tranquilidad social en las calles; no se trata sólo de la salud o el transporte o la energía o la demografía o el trabajo, o de cualquier otra área relevante del gobierno igualmente huérfana de acciones que reflejen un cambio de dirección. No se trata sólo de esas cosas, ni separadas ni en conjunto, que amigos y enemigos le han señalado al gobierno por igual y hasta el cansancio. Se trata, antes que nada y por encima de todo, de que Cambiemos consiguió el apoyo popular con su promesa de cambio, y nada cambió.  Y si nada cambió en el primer año, que es cuando un gobierno goza de carta blanca para actuar, difícilmente vaya a haber cambios en lo que resta de ese gobierno, cuando los enemigos ya le han tomado el pulso y los amigos comienzan a volverse suspicaces.

Las excusas habituales, especialmente las que remiten a las bombas de tiempo legadas por el anterior gobierno, no sirven. No se trata necesariamente de dinero, ni de obras, ni de inversiones, ni de cosas que requieran abundancia de recursos. Se trata de claridad de ideas, de decisión y de coraje. Carlos Menem no recibió un país floreciente, pero supo dar las señales adecuadas: para conducir la economía buscó de entrada un equipo en Bunge y Born; tal vez no fuera la mejor opción, pero envió un mensaje inequívoco: no pensaba hacer populismo económico. Cuando decidió poner en marcha su plan de privatizaciones, empezó con la aerolínea de bandera; probablemente no lo hizo en las mejores condiciones, pero al poner en venta el juguete preferido de los regímenes populistas hizo saber a quien quisiera enterarse que hablaba en serio. Aunque Menem sólo pudo poner en marcha su programa a partir del segundo año de mandato, desde el comienzo todo el mundo supo que se avecinaba un cambio, y tuvo en claro cuál sería la dirección de ese cambio.

Mauricio Macri y su equipo recibieron un país infinitamente más dispuesto a abrazar un cambio que el que recibió Menem: desde el día en que entregó el poder, el kirchnerismo se redujo (o debió hacerlo) a una noticia policial, mientras que Raúl Alfonsín siempre conservó una cuota de reconocimiento social. En 1989 la gente votó a Menem porque era peronista; en 2015, la gente votó a Cambiemos porque no era radical ni peronista. Pero los elegidos no supieron apreciar la magnitud de ese capital político, y en vez de invertirlo para extraerle un beneficio, dejaron que se le escurriera entre los dedos. Pasaron doce meses y la sociedad nunca recibió las señales que esperaba, las que le anunciaran un rumbo, una dirección, el cambio tan ansiado; peor aún, las señales que recibió fueron ominosos indicios de que las prácticas más repudiables de la historia política argentina, y en particular de sus últimos doce años, reaparecían aquí y allá con renovada vitalidad. Brotes negros.

Uno tiene la sensación de que los integrantes del nuevo gobierno no están a la altura del desafío que les cayó en las manos, tal vez por inexperiencia, tal vez por que no lo esperaban, tal vez porque se embarcaron colectivamente en una aventura inédita nada más que por divertirse, vaya uno a saber. Pero sus indecisiones, sus marchas y contramarchas, sus errores de apreciación, sus pronósticos de un optimismo sin fundamentos –en el mejor de los casos, una pasantía rentada puesta en valor por el marketing oficialista como “período de aprendizaje”, “capacidad para reconocer errores” y “brotes verdes”–, han proyectado la imagen de un equipo que carece de densidad, de peso específico, de gravedad; el gobierno exhibe en su acción cotidiana una insoportable levedad posmoderna, descremada, descafeinada, líquida, informe. No se sabe qué quiere; ni siquiera se sabe si quiere algo.

Al gobierno le falta dimensión nacional, en varios sentidos. Parece conservar la mentalidad municipal de su módica experiencia en la capital federal. Habla con los vecinos, efectúa el bacheo y después lo publicita (literalmente: su gran mensaje de fin de año ha sido el aumento del consumo de asfalto) poniendo énfasis en el aspecto práctico de la gestión: las fotografías oficiales no muestran a los funcionarios en sus despachos, rodeados de los símbolos del poder, sino en la calle, visitando obras, en mangas de camisa los hombres y en ropa informal las mujeres, hablando con trabajadores o vecinos, o en reuniones que los muestran con la concentrada seriedad de una cuadrilla de obreros planeando el trazado de una zanja. Como un Roca puesto al día por Durán Barba, Macri parece creer que gobernar es Timbreo, paz y administración.

Pero una nación no es un municipio, mucho menos una nación destrozada como la que recibió Macri. Roca pudo pensar su gobierno en términos de paz y administración porque el cambio se había producido treinta años antes, y lo habían consolidado, perseverando en las políticas de estado, Mitre, Sarmiento y Avellaneda. Más cerca de Urquiza que de Roca, Macri llegó al poder como después de Caseros, obligado a reorganizar el país sobre nuevas bases después de décadas de desorden y atraso. Eso es lo que el país votó en 2015, y eso es lo que el país no vió, ni siquiera anunciado, en el 2016. Al gobierno parece faltarle dimensión nacional también en un sentido más profundo y fundamental, emotivo e identitario, geográfico e histórico. El liderazgo político supone la construcción imaginaria de un futuro, anclado en la historia y asentado en un territorio, y la promoción de esa imagen entre los liderados. Supone también la percepción adecuada sobre dónde se está parado en el mundo, y qué dirección lleva ese mundo. Cambiemos se enfrenta a un contexto internacional en acelerada mutación en el que la dimensión nacional, justamente, reaparece con nuevos bríos tras décadas de internacionalismos, regionalismos y globalización.

De eso se trata la política en dimensión nacional, de imaginar un “proyecto sugestivo de vida en común”, como decía Ortega, y de llevarlo a la práctica con decisión y coraje. Que el presidente y los jóvenes que lo acompañan, muchos de ellos muy bien preparados, algunos de ellos brillantes, logren en algún momento sacudirse la levedad que los impregna, arraigar en el tiempo histórico y en el espacio geográfico, y demostrar esas cualidades imprescindibles convirtiendo en hechos el cambio que prometieron es hoy por hoy un interrogante abierto. La Argentina necesita, casi desesperadamente, que tengan éxito, simplemente porque no hay alternativas a la vista. Pero la respuesta a ese interrogante sólo la tienen ellos, y los tiempos para darla se acortan.

–Santiago González

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