Facundo Cabral (1937-2011)

Facundo Cabral, el hombre que supo convertir la abrumadora experiencia de su vida en canciones, que proclamó por convicción el valor supremo de la paz y del amor, el hombre “capaz de hacer creer en Dios a los ateos”, cayó acribillado por unas balas azarosas que se le cruzaron en el camino en una tierra extraña.

Este trovador trashumante, que no se sentía ni de aquí ni de allá, que recorrió literalmente el mundo entero con su guitarra y una sed inagotable de vivir, aprender y contar, encontró la muerte en un momento y lugar que no había entrado en sus cálculos, a la madrugada, sobre el bulevar que conduce al aeropuerto de Guatemala.

El episodio choca por lo absurdo, violento, desagradable, pero al fin y al cabo ninguna muerte es bella, y ésta tal vez haya sido la lección que recibió Cabral en el momento extremo. Ya había aprendido que tampoco la vida es bella, y que vivir, en todo caso, es luchar por embellecerla. El relato de esa lucha es lo que ofrecía a su público, en música y palabras.

En cierto sentido, tal vez su mejor obra fue la construcción de su propia persona, contra todo lo que el sentido común permitía augurar: abandonado por su padre, al que conoció sólo a los 46 años, criado por su madre junto a varios hermanos en difíciles condiciones, analfabeto hasta los catorce años, interno en un reformatorio, fugado con ayuda de un jesuita que le enseñó a leer.

Con esos materiales precarios edificó su vida, adivinando de entrada que su fuerte sería el contar historias, ya fuese dibujando historietas (Hugo Pratt era aquí su modelo), o acompañándose de la guitarra (y aquí la figura a imitar era Atahualpa Yupanqui). El azar, si es que existe, le señaló el camino de la música. “Vuele bajo” fue su primera canción.

Se inventó un nombre artístico: el Indio Gasparino. Grabó algunos temas a la moda de la época, tuvo éxito, y según dijo pudo comprarle a su madre una casa. Saldada esa deuda, recuperó su nombre y empezó a ponerle música y palabras a su propia aventura. “No soy de aquí ni soy de allá” le abrió los horizontes del mundo y le planteó un desafío.

Guitarra al hombro, empezó a caminar, guiado por las palabras de un vagabundo que allá en las orillas de la adolescencia le había recitado el Sermón de la Montaña. El suyo no fue un trashumar sin rumbo, sino una búsqueda, sobre el sentido de la vida y el de su propia existencia, sobre el Dios que le había sido anunciado y sobre la felicidad.

Recorrió, según su relato, más de 150 países; vivió todo tipo de aventuras –que se iban enriqueciendo en peripecias cada vez que las contaba– y se encontró con los personajes más diversos, desde Ray Bradbury a Gabriel García Márquez, desde Rainiero a Arturo Rubinstein. Eva Perón, que a su pedido sacó a la familia de la miseria cuando él tenía nueve años.

Fue a la vez un discípulo de todos aquellos con quienes se cruzó –el vagabundo Simón, su madre, su abuela, Aníbal Troilo, Jorge Luis Borges, Krishnamurti, la Madre Teresa– y un maestro de todos los que se detuvieron a escuchar sus canciones y sus frases, agudas y sentenciosas, muy al estilo de los cantores pampeanos.

Y también aprovechó la lección de todas las experiencias que le planteó la vida, incluso tan dolorosas como la ausencia de su padre, la muerte de cuatro hermanos, el fallecimiento de su mujer y su hija en un accidente de aviación, y en los últimos tramos de su vida las enfermedades, que le entorpecían la vista y los movimientos, y lo llenaban de dolores.

Todo lo asimilaba y lo traducía en enegías para seguir adelante y enseñanzas para comunicar en sus canciones y comentarios un mensaje que en lo esencial remitía al reconocimiento de Dios, a la comunión con la naturaleza, al encuentro abierto y sin prevenciones con el otro, a la búsqueda de la libertad y la felicidad como imperativos humanos.

Por eso se le colgó la etiqueta de “cantor de protesta”, se tuvo que exiliar del país durante la última dictadura, y los progresistas lo reivindican como propio. Pero en el 2009 dijo “Yo fui socialista, hasta que el capitalismo me sacó del error”, y al año siguiente: “Soy un anarquista. Jamás me he involucrado en la política, porque divide y yo me alejo de lo que divide”.

Y en una reciente entrevista con la periodista Leila Guerriero: “La gente cree que yo soy un hippie, pero a mí me gusta el refinamiento. Beber y comer bien, vestir bien. Me gusta la gente refinada. Yo pensé que a mi edad iba a viajar con un valet que me iba a llevar las valijas con los trajes”. Decía lo que decía porque le gustaba sorprender a sus interlocutores.

Por alguna razón, el nombre de Facundo Cabral se vincula en mi memoria a los de Gianfranco Pagliaro y Alberto Cortez. Pagliaro interpretó temas de Cabral, y Cortez se asoció con él en un recordado espectáculo que montaron juntos. Los tres manejaron un repertorio centrado en las emociones simples de la vida, los tres quedaron a salvo de la locura sangrienta de los setenta.

Con sus dichos y sus canciones, Cabral conquistó una enorme popularidad en el mundo de habla hispana, particularmente en México, donde vivió su exilio, y en América central. En 1996, la UNESCO lo declaró Mensajero mundial de la paz, y la legislatura porteña lo nombró Ciudadano ilustre de Buenos Aires en el 2008.

Dejó centenares de canciones, decenas de discos, desde “Ferrocabral” (1984) hasta “Cantar sólo Cantar / Cabral sólo Cabral” (2006) y una veintena de libros, la mitad de ellos publicados, entre los que se destacan Borges y yo (registro de sus conversaciones con el escritor), No estás deprimido, estás distraído, y Los papeles de Cabral.

Afectado por un cáncer de páncreas, desde hacía tiempo venía preparándose para el encuentro con la Gran Hembra, como describía a la muerte, o para la mudanza, como llamaba al tránsito de su espíritu a otras realidades. Suponía, o temía, que iba a ser un trámite tranquilo, en alguna de las ciudades por las que se movía, posiblemente en la cama de algún hospital.

La vida le ahorró esa humillación. En la conversación con Guerriero recuerda que alguna vez la imagen de dos viejitos que hablaban tonterías tomados de la mano sentados al sol le obligó a replantearse su idea de la felicidad. “Vivir así es una posibilidad, ¿no?”, pregunta a su entrevistadora. Pero él mismo da la respuesta. “No”. No había sido así su vida

Muchos han calificado la muerte de Facundo Cabral en un tiroteo como absurda. Pero toda muerte es absurda. El mismo podría haber preguntado: Morir en una cama de hospital, saturado de calmantes y penetrado por cables y tubos, morir así es una posibilidad, ¿no? No. No podía ser así su muerte porque no había sido así su vida.

–Santiago González

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4 opiniones en “Facundo Cabral (1937-2011)”

  1. La vida de Cabral no fue nada fácil pero luego, la vida de nadie lo es.
    Ocurre que el talento y la vocación ayudan a que la muerte no tenga importancia.
    abel

  2. Gracias, Gaucho Malo, por la semblanza de Facundo Cabral, tan bien escrita, emotiva y veraz. Nos ofrece la experiencia de Cabral para todos, alejándola de los acaparamientos ideológicos. Es, realmente, el tributo de un buen gaucho.

    1. Le agradezco su comentario, y agrego dos citas de Cabral. Una sobre su espíritu aventurero: “Me gusta andar pero no sigo el camino, pues lo seguro ya no tiene misterio”; la otra sobre la idealización de la pobreza: “La pobreza no es una virtud, salvo que favorezca tu libertad”.

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