El trampolín universitario

El mito del diploma como garante del ascenso social sigue grabado en el imaginario colectivo y alienta políticas demagógicas

En su famoso ensayo “Misión de la universidad”, José Ortega y Gasset identificó tres propósitos esenciales para las altas casas de estudio: transmisión cultural, formación profesional e investigación. El pensador español se ocupó por primera vez del asunto en una conferencia de 1922, estimulado seguramente por la onda expansiva de la llamada Reforma Universitaria que había estallado tres años antes en la provincia argentina de Córdoba y agitado los claustros de todo el mundo hispánico. Ortega estaba demasiado lejos como para darse cuenta de que, junto al reclamo de autonomía y modernización científica, el movimiento reformista implicaba una cuarta función de la universidad, de orden ajeno a la academia pero destinada a imponerse sobre todas las demás en el imaginario de buena parte de la clase media argentina: la promoción social. El dramaturgo Florencio Sánchez ya lo había entrevisto, bastante tiempo atrás, en su obra M’hijo el doctor, de 1903. Las demandas del reformismo se fueron incorporando paulatinamente a la vida universitaria, con avances y retrocesos, hasta que el gobierno de Arturo Frondizi les dio finalmente sustento institucional cuarenta años después. Para entonces, la universidad gratuita ya se había convertido en un trampolín eficaz para el ascenso social, lo que no le impidió mantener estándares de calidad y exigencia suficientes como para formar profesionales bien capacitados e investigadores de primer nivel que entre otras cosas le valieron a la Argentina tres premios Nobel en ciencias. Nunca se lució, en cambio, como transmisora de cultura, probablemente porque la Argentina nunca terminó de reconocer, asimilar y aprovechar su pertenencia a la cultura occidental. A partir de la década de 1960, sin embargo, la universidad pública argentina sustituyó esa función vacante por la de difusora y promotora de una cosmovisión marxista.

Desde que Frondizi organizó formalmente las casas de estudio según el programa de la Reforma, la Argentina nunca volvió a preguntarse por qué y para qué tiene universidades públicas, ni cómo las quiere. El debate sobre la cuestión de la universidad, cuando de casualidad aflora, revela siempre una mayor preocupación por la cantidad de los que ingresan que por la calidad de los que egresan. Los gobiernos que siguieron al restablecimiento de la democracia en 1983, formados todos en la universidad de mentalidad marxista o sometidos a su influencia, convirtieron el ingreso en una especie de derecho humano: cualquier iniciativa tendiente a ordenar el acceso a la educación superior, sea en función de los recursos existentes para brindarla, sea en función de las cualidades intelectuales de los aspirantes, es rechazada sin discusión como si se tratara de un intento de bloquear la movilidad social. Todo el programa educativo de las universidades públicas se concentra de este modo en asegurar el ingreso del mayor número posible de estudiantes, estrategia que insume una enorme cantidad de recursos y no consigue resultado alguno. El rector de la UBA Alberto Barbieri reconoció en un reciente reportaje que si se tomara un examen de ingreso, sólo el 25% estaría en condiciones de aprobarlo. Pues bien, ese mismo 25% de los alumnos que ingresan es el que finalmente se gradúa, según indican las estadísticas nacionales. Pero mientras tanto la universidad estuvo sosteniendo inútilmente al 75% restante, destinándole personal docente, aulas, bibliotecas y laboratorios. En términos monetarios: cada egresado le cuesta a la universidad pública cuatro veces lo que debería costarle. En términos humanos: por cada estudiante que vuelve a su casa con un diploma hay tres que lo hacen con las manos vacías, abrumados por la pérdida de tiempo, la frustración y el resentimiento, y para peor adoctrinados convenientemente en el credo marxista.

La función de la universidad como agente de ascenso social pudo haber sido real para nuestros padres o nuestros abuelos, cuando el ejercicio de una profesión liberal iba acompañado de autonomía económica, reconocimiento público y prestigio social, consagrados en el bronce de la “chapa en la puerta”. Pero casi todos los graduados trabajan hoy en relación de dependencia, la codiciada chapa se abolló en las peleas de consorcio, y cualquier pelafustán le falta sin rubor el respeto al médico, al abogado, al profesor. “Hay una mistificación del poder de los certificados escolares”, dice la investigadora Guillermina Tiramonti. “Mito que se sostiene a través del tiempo porque presta un invalorable servicio a los funcionarios, ya que goza de una enorme credibilidad en la población.” Mito grabado a fuego en la mentalidad de la clase media, pero mito al fin: los que aprovechan de la educación superior universal y gratuita son, como antes de la Reforma, los jóvenes que provienen de familias con alto poder adquisitivo o alto nivel de educación. “Pertenecer al 20% más rico quintuplica las chances de llegar a la universidad y duplica las posibilidades de terminar una carrera”, observa Claudia Romero, directora de educación de la Universidad Torcuato Di Tella. No sólo eso, también predice el desempeño después de la graduación: “La desocupación para quienes tienen secundaria completa es del 7% y para los que alcanzaron a completar el nivel universitario solo del 2%. Si se lee así, ir a la universidad te protege del desempleo”, observa Tiramonti. “Si en cambio distinguimos los quintiles de ingreso, resulta que entre quienes pertenecen al quintil más bajo y tienen secundaria completa la desocupación es del 16% y entre los que terminaron la universidad la tasa sube al 17,6%. En el otro extremo de la escala social, entre los del quintil más alto la tasa es del 2,5% con secundaria completa y del 0,6% con título universitario.”

Todos coinciden en que el lamentable desempeño de los estudiantes en la universidad se explica por la mala preparación que traen del secundario, pero nadie hace nada por remediar las deficiencias del ciclo medio en sus dos áreas críticas: matemáticas y castellano. El rector de la UBA asegura de que el CBC, una especie de curso de ingreso instalado en esa universidad, obra como nivelador y eleva el número de ingresantes al 55 o 60%. Tengo mis dudas. Si fuera así, ¿por qué no se llevan las técnicas pedagógicas del CBC al ciclo medio? La respuesta está en el porcentaje de egresados, que no varía demasiado respecto del promedio nacional. Barbieri asegura que llega al 40% de los aspirantes, y habrá que creerle porque no encontré estadísticas de la UBA posteriores al 2011, pero no aclara en qué se gradúan. Un recuento nacional puede darnos una pista: en 2016 se recibieron 5.197 psicólogos (que en términos de conocimiento es lo mismo que decir astrólogos) frente a 8.303 ingenieros en las 32 especialidades. Para mejorar sus números, la UBA y otras universidades públicas han inventado además un sinnúmero de “carreras nuevas”, como diseño o comunicación social, más propias de una escuela de artes y oficios que de una universidad, señuelos para jóvenes incautos o procedentes justamente de hogares de pobre ilustración donde nadie está en condiciones de hacerles ver la diferencia entre una disciplina académica, una superchería y un oficio.

A cien años de la Reforma de 1919, la universidad pública argentina es masiva en su ingreso, elitista en su egreso y desnaturalizada en su propósito, desconcertada en cuanto a su “misión”. El mito del trampolín social se mantiene porque le sirve a varios: en la UBA ocupa por ejemplo a la legión de docentes que dictan los cursos del CBC (25% del alumnado total de esa universidad), a quienes intervienen como tutores o facilitadores para los alumnos retrasados, a los encargados de dar clase al 75% que nunca se va a recibir; permite disimular el hecho de que la matrícula de estudiantes extranjeros que solventamos todos haya aumentado un 482% en las últimas dos décadas, para alimentar un negocio principalmente inmobiliario y ya descripto como “turismo educativo”; y proporciona una tribuna única, masiva, irrestricta y económica para la propaganda marxista, imposible de alcanzar de otro modo. Pero el mantenimiento del mito tiene su costo, que pagan como siempre los sectores sociales a los que se dice proteger. La falta de examen de ingreso a la universidad despoja de sentido, incentivos y rigor al ciclo secundario, al punto que ya ni padres ni docentes ni alumnos saben en definitiva para qué sirve. Los alumnos talentosos pero sin recursos no tienen dónde ni cómo demostrar su valía y acceder a una beca. El ciclo medio es el más alto nivel de educación al que la mayoría de la población argentina va a acceder jamás (por lo tanto el llamado a definir el perfil educativo de nuestra sociedad) y su notorio fracaso debería ser la máxima preocupación de las autoridades. Un secundario eficaz es además condición para que el acceso “nominal” a la educación superior se convierta en un acceso real. Cien años después de Córdoba, estamos necesitados de una reforma de la educación media.

–Santiago González

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