El gran cartógrafo

El comité del Nobel premió a Mario Vargas Llosa, cuyas novelas trazan un fidelísmo mapa de nuestro tiempo y constituyen una reafirmación del género.

El jurado del Nobel que anualmente discierne el premio de Literatura se ha hecho más famoso por sus errores que por sus aciertos, y sus decisiones suelen ser motivo de polémica. Difícilmente ocurra así con el peruano Mario Vargas Llosa, cuya obra constituye un gran mapa de nuestro tiempo y a la vez una rotunda ratificación del género novela.

Ahora que se ha asentado la polvareda sobre el tan zarandeado apogeo de la literatura latinoamericana en el siglo XX, ya se advierte que sólo un puñado de nombres se incorporarán al acervo mayor de las letras castellanas; para este cronista: Jorge Luis Borges, Juan Carlos Onetti y Vargas Llosa. El Nobel acertó por lo menos en uno.

Vargas Llosa ha escrito novelas, cuentos, teatro e incontables artículos periodísticos que llevan el registro de sus opiniones ante los acontecimientos de la época. Pero aquello que lo distingue en la consideración de quienes leen, por placer o por oficio, es su calidad de narrador, su confianza en un género que muchos contemporáneos consideraban agotado.

Desde su primera novela, La ciudad y los perros (1962), hasta la décimosexta, El sueño del celta, que se publicará este año y de la que se conocen algunos anticipos, el escritor peruano ha demostrado su capacidad para atrapar el interés del lector, y no soltarlo hasta la última página. Sin necesidad de apelar al habitual recurso de la intriga.

Lo que ocurre es que en las novelas de Vargas Llosa, como en todas las grandes novelas, primero, pasan cosas interesantes; segundo, esas cosas les pasan a unos personajes nítidamente perfilados; y tercero, esas personas y esas cosas se desenvuelven en un mundo dibujado coherentemente. El lector no puede sustraerse al atractivo de esa combinación.

Vargas siente, y transmite, el placer de contar, al modo de un autor de novelas de aventuras. De hecho, las suyas pueden leerse, en un primer nivel, como novelas de aventuras. Pero sobre ese estrato elemental se montan otras capas de significación, que le otorgan al relato la densidad de una reflexión sobre el hombre, el mundo, y la vida.

Esa apertura de las novelas a distintos niveles de lectura es posible merced a un lenguaje de claridad y elegancia singulares, que no ofrece dificultades, que no se entromete con pedantería para fingir profundidad de observación. Vargas Llosa se toma el enorme trabajo de escribir sencillamente para que el lector pueda él mismo profundizar la mirada.

Y también se toma el trabajo de experimentar con la estructura tradicional del relato, alterándola a veces de modo significativo, pero con resultado otra vez casi transparente para el lector, que rápidamente lo asimila a los vaivenes de la conversación, o del relato oral, o de las diferentes versiones que suele haber sobre cualquier suceso cotidiano.

En su conjunto, las novelas jalonan la historia espiritual del autor: desde las muy peruanas y muy ácidas de la juventud, como La Casa Verde (1966) y Conversación en La Catedral (1969), hasta las más universales y más comprensivas de la madurez, como La fiesta del Chivo (2000), El paraíso en la otra esquina (2003) o Travesuras de la niña mala (2006).

La guerra del fin del mundo (1981), ese impresionante relato sobre la masiva revuelta milenarista y antirrepublicana que en el siglo XIX encabezó el mesiánico Antonio Conselheiro en las tierras del sertao brasileño, marcó la frontera entre ambos momentos. Nada casualmente, esta obra apareció al término de la más trágica década sudamericana.

A lo largo de los años setenta, Vargas Llosa sólo publicó dos obras comparativamente menores: Pantaleón y las visitadoras (1973), un relato humorístico sobre la mentalidad militar, y La tía Julia y el escribidor (1977), de tema autobiográfico, dedicada a la tía del título que fue también la primera esposa del escribidor ahora premiado.

Pero en todas sus novelas mayores campea la misma preocupación por la agresión o el menoscabo de la dignidad humana, sea como consecuencia de la marginalidad (La Casa…), el militarismo (La ciudad…), la corrupción (Conversaciones…), o la dictadura (La fiesta…). Y también por el naufragio de las utopías (La guerra…, El paraíso…, El sueño…).

Al fundamentar su decisión, la Academia sueca dijo que se le confería el Nobel a Vargas “por su cartografía de las estructuras de poder, y sus imágenes mordaces de la resistencia, la rebelión y la derrota del individuo”. Me gustó la descripción de este novelista como cartógrafo: mapa de un instante histórico, y de la condición humana a partir de él.

“Desde el principio he pensado que no me estaba premiando solamente a mí la Academia Sueca, sino que estaba premiando la lengua en la que escribo y la región de la que procedo”, respondió Vargas Llosa al enterarse de la noticia en Nueva York donde se encuentra dando clases.

Además de su trabajo literario, de las columnas que escribe quincenalmente desde los sesenta para la revista peruana Caretas y que se reproducen en otras publicaciones, el escritor mantiene una constante labor académica, de la que han emergido algunos ensayos literarios de importancia.

Sus temas reflejan la profunda preocupación e interés del autor por el género novelístico, desde Carta de batalla por Tirant lo Blanc (1969), García Márquez: historia de un deicidio (1971), y La orgía perpetua: Flaubert y Madame Bovary (1975) hasta La tentación de lo imposible (2004), sobre Los Miserables de Víctor Hugo.

En las declaraciones que hizo en Nueva York, Vargas Llosa dijo, con humildad que lo engrandece: “Me da un poco de vergüenza recibir el premio que no recibió Borges”. Creo que la última visita de Vargas a la Argentina fue en el 2008, para participar de un seminario de la Fundación Libertad en la ciudad de Rosario.

De un inicial respaldo a la revolución cubana en los años de su juventud, el escritor fue evolucionando hasta convertirse en un activo sostenedor de las ideas liberales y republicanas, a las que considera como herramienta por excelencia para sacar a la región del marasmo de la corrupción, la explotación, la desigualdad y la miseria.

Esa actividad lo trajo al encuentro rosarino, y el novelista dedicó uno de sus artículos quincenales a comentar las alternativas de esa visita. Lo tituló, justamente, Borges y los piqueteros, y allí trazó la cartografía de nuestro momento actual. Con ese enlace quiero ponerlo a consideración de los lectores de este sitio, y cerrar esta crónica.

–Santiago González

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2 opiniones en “El gran cartógrafo”

  1. “Desde el principio he pensado que no me estaba premiando solamente a mí la Academia Sueca, sino que estaba premiando la lengua en la que escribo y la región de la que procedo” y después “Me da un poco de vergüenza recibir el premio que no recibió Borges”…

    Excelente la humildad y a la vez grandeza de ese peruano, latinoamericano, hispanoamericano y quisiera pensar que panamericano en todo el sentido de la palabra, del Señor Mario Vargas Llosa para referenciar a la rica lengua del castellano y de la contribución enorme del hecho de haber crecido por estas tierras de América y por su puesto recordar a un mas que merecedor de ese reconocimiento de la academia como lo es Borges

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