“El enigma de las arenas”

La profética novela de un revolucionario irlandés que ayudó a fundar a la vez un sistema de convenciones literarias y un país

Nota de archivoPublicada originalmente en el diario La Prensa de Buenos Aires.

Allá por 1903, un joven e inquieto angloirlandés llamado Erskine Childers publicó una novela extraña, que llevaba por título The riddle of the sands. El libro agotó tres ediciones en el año de su aparición, dos al siguiente, y hacia 1948 andaba por la vigésimotercera. El enigma de las arenas, la versión cinematográfica de aquella novela, se estrenó recientemente en Buenos Aires, pero tanto el libro que le dio origen como su autor pasaron virtualmente inadvertidos en nuestro medio. Por diferentes razones, sin embargo, uno y otro merecen recordarse.

Cuando publicó su novela, a los treinta y tres años, Erskine Childers había vivido ya una vida rica en experiencias, y había dado pruebas de su inteligencia brillante, de su talento literario y de su valor y lealtad como soldado. Su padre había sido un inglés cabal, primo de Hugh Childers, el último canciller del Exchequer que tuvo Gladstone; su madre, una Barton de Glendalough, era irlandesa de pura cepa. Ambos murieron cuando Erskine era pequeño y éste se crió en Glendalough, con los Barton. Tuvo su educación en Haileybury y en el Trinity College de Cambridge, donde fue alumno distinguido. Como tantos jóvenes angloirlandeses, ingresó al servicio civil británico desempeñando tareas administrativas en la Cámara de los Comunes, entre 1895 y 1910 aproximadamente.

Supo alternar su trabajo, sin embargo, con la práctica de la navegación a vela y la apasionada lectura de temas políticos, navales y militares. En 1900 tomó parte como soldado en la guerra de los boers, en la que resultó herido. A su regreso a Inglaterra escribió no sólo unas sabrosas memorias del cuerpo al que había pertenecido, sino también el quinto y último volumen de la historia de la guerra sudafricana editado por The Times y dedicado al análisis de las guerrillas. Pero fue justamente la aparición de The riddle of the sands lo que hizo famoso su nombre en toda Inglaterra, que había encontrado en ese “caso del servicio secreto” una expresión clara de las vagas inquietudes que comenzaba a despertar el creciente poderío alemán.

Otros libros posteriores lo mostraron como un acabado experto en cuestiones militares y le abrieron promisorias perspectivas para su carrera profesional. Pero la cuestión irlandesa comenzó a atrapar su interés y a volcar el curso de su vida.

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La causa independentista irlandesa pugnaba por entonces por lograr la abolición del Acta de Unión, promulgada en 1800 a instancias del primer ministro británico William Pitt, y lograr en cambio el autogobierno o “Home Rule”. En 1911, en “The framework of Home Rule”, Childers propuso una avanzada solución que combinaba el autogobierno con el status de dominio. Pero tres años más tarde ya estaba contrabandeando armas en su pequeño yate para el movimiento independentista de los Sinn Fein (“Nosotros solos”), ante la renuencia del Parlamento británico para conceder el autogobierno.

Cuando estalló la guerra europea, y a pesar de sus cuarenta y cuatro años, Childers se alistó como voluntario bajo la bandera inglesa, obtuvo el grado de teniente comandante, demostró una intachable foja de servicios y fue condecorado incluso.

“La última etapa de la guerra de los boers -escribió lord Pakeham- lo había volcado del conservadurismo al liberalismo, pero estaba aferrado a la esperanza de que esta vez los propósitos de los aliados fuesen realmente los proclamados: los derechos y la independencia de las pequeñas nacionalidades. Se incorporó en 1914, dijo de él un amigo, con la intención de darle al imperialismo británico su última oportunidad. Pero a medida que la lucha se volvía más encarnizada, su espíritu se rebelaba no sólo ni en tan gran medida por los horrores naturales de la guerra sino por el impuso y los objetivos que la animaban.”

En 1917 se desempeñó como secretario de la convención irlandesa -el frustrado intento de Lloyd George por resolver el problema de la isla a través de un acuerdo entre todos los sectores del pueblo irlandés-, pero no dio por terminadas sus obligaciones respecto de la Corona hasta que la guerra terminó. Hacia fines de 1919 decidió dar término a su dilema de angloirlandés: se fue a vivir a la tierra que siempre había considerado como su hogar, y desde ese momento puso su vida, su talento y su valor al servicio de la causa republicana. “Soy irlandés por nacimiento, domicilio y deliberada elección de ciudadanía”, ratificó.

Sería imposible detallar el agitado período de sus años en Irlanda. Basten unos pocos datos significativos: dirigió el Irish Bulletin desde febrero de 1911; fue elegido diputado al dáil eireann en mayo, y desde octubre a diciembre de ese año fue secretario principal de la misión plenipotenciaria irlandesa que negoció en Londres con Lloyd George. Childers fue en esa ocasión uno de los más tenaces defensores de los principios republicanos y de independencia absoluta para Irlanda. El status de dominio propuesto por Inglaterra le parecía entonces inaceptable, y sólo la amenaza final de guerra planteada por Lloyd George doblegó su empeño. El propio Lloyd George recordaría más tarde que en esa madrugada de diciembre, cuando los firmantes del tratado salían de la sala de negociaciones, “nos encontramos con Erskine Childers, su ánimo ensombrecido de frustración e ira contenida por lo que consideraba como la rendición de los principios por los que había luchado”.

Pero Childers siguió aferrado a sus principios, respaldó a Eamon de Valera cuando éste rechazó el tratado en el dáil, y tomó nuevamente las armas en favor de los republicanos durante la guerra civil que se desató entones. El 10 de noviembre de 1923 fue capturado en el condado de Wicklow, justamente la tierra donde había pasado su infancia, juzgado sumariamente por un tribunal militar bajo la acusación técnica de poseer una pistola sin autorización, y fusilado dos semanas más tarde.

Durante ese lapso escribió varias cartas a su esposa en las que ratificaba sus creencias, declamaba su “intenso amor por Irlanda”, y lamentaba la incomprensión británica al tiempo que no ocultaba su esperanza de un cambio futuro de actitud. En la madrugada de su ejecución escribió: “Mi amado país, Dios te de coraje, victoria y reposo, y a todo nuestro pueblo, armonía y amor.” Dos horas después era fusilado por un vacilante pelotón de irlandeses, a quienes estrechó la mano, uno por uno.

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Así como la historia irlandesa no podrá olvidarlo como uno de los más ardientes defensores de la república, la historia literaria lo recordará como uno de los precursores del moderno relato de espionaje.

El género, que se afirmaría en sus características con los aportes de Joseph Conrad (El agente secreto, 1907) y de John Buchan (Los treinta y nueve escalones, 1915), tuvo un marcado desarrollo alentado por dos de los grandes miedos del siglo: el miedo a la guerra y el miedo a la desintegración nacional. No faltan esos factores en la novela de Childers, en la que dos jóvenes ingleses -el aventurero Davies y el funcionario del Foreign Office Carruthers- descubren y frustran un plan alemán para invadir a Inglaterra desde la cobertura natural que ofrecían las islas Frisonas. “Alemania es una nación extremadamente poderosa. Me pregunto si alguna vez estaremos en guerra con ella” -dice Davies a su amigo, y añade luego-: “No tienen colonias en ninguna parte, y deberían tenerlas, como nosotros.”

Sus propias experiencias en la navegación a vela, y sus propias lecturas de cuestiones militares habían dado a Childers el material necesario para otorgarle atractivo al relato, escrito por lo demás con toda la morosidad de que fuera capaz un novelista victoriano. En El enigma de los médanos (según la traducción publicada en Buenos Aires en 1948) no falta tampoco ninguno de los ingredientes que hoy definen el género: traidores propios, espías ajenos, arriesgadas peripecias y hasta una damita que aporta la necesaria cuota de romance, todo en un ambiente de por sí atractivo como es el de la vida de mar. Así Childers se convirtió en involuntario propulsor de un sistema de convenciones literarias, cuando su propósito real era simplemente alertar a los británicos sobre la eventualidad de un ataque alemán, cuestionar la eficacia de su sistema defensivo y estimular su mejoramiento.

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Winston Churchill elogió su “distinción, capacidad y coraje”, el propio Lloyd George no pudo desconocer en Childers su inteligencia “imaginativa” y “bien afinada”, su voluntad “tenaz”. Pero en él sorprende antes que nada su calidad de visionario. Gran Bretaña fue a la guerra con Alemania por dos veces consecutivas, e Irlanda sólo alcanzó la paz en 1938 con la definitiva autonomía republicana. Cuando la patriarcal figura de Eamon de Valera se alejó de la escena política en 1973, el hijo de Childers, también llamado Erskine, ocupó la presidencia de Irlanda. Quienes tenían viva en la memoria la trayectoria del viejo revolucionario vieron en ello una suerte de homenaje rendido por la historia.

–Santiago González

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