“El diálogo”

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Durante casi una hora y media, Graciela Fernández Meijide, madre de un desaparecido por el gobierno militar, y Héctor Ricardo Leis, ex oficial montonero, hablan sobre la muerte. En realidad, hablan sobre la década de 1970, pero la muerte está en el centro de esta conversación, que Pablo Racioppi y Carolina Azzi han registrado con cuidadoso respeto, sin entrometerse ni opinar con la cámara, para componer esta película de género impreciso, llamada escuetamente El diálogo. Quienes vivimos esos años reconocemos en las palabras de estas dos personas el eco de la verdad, quienes vinieron después tienen en este filme una puerta de acceso a la verdad de una tragedia que arrastró como un torbellino a buena parte de la sociedad argentina. Esa tragedia ha sido utilizada contemporáneamente con repugnante impudicia, convertida en espectáculo, para encubrir un plan de saqueo y corrupción. Con su riguroso ascetismo, el filme producido por Pablo Avelluto devuelve a la tragedia su carácter: lo trágico reclama su lugar entre estas dos personas que no hablan sino de la muerte, y de la locura irracional que la engendró. No puede decirse que se trate de un diálogo desapasionado, de testigos que pretendan ofrecer una visión “objetiva”: en los recuerdos de uno y otro se advierte la tensa relación que mantienen con la memoria. La madre insiste en remarcar que su hijo no militaba en la Juventud Guevarista, como si eso tuviera ahora alguna importancia; el ex guerrillero se conmueve hasta las lágrimas por la suerte de los jóvenes que fueron enviados a sabiendas a la muerte por sus jefes, pero no aparece una señal de dolor por las víctimas de sus propios ataques; sí una evaluación política de esos ataques, pero no dolor. Estos detalles no hacen sino reforzar la veracidad de este testimonio, que presenta algunos momentos particularmente intensos, cuando el espectador advierte que los interlocutores están removiendo sus conciencias y exponiendo lo que allí encuentran. Por ejemplo, la sobrecogedora descripción que hace Leis sobre la lógica de la violencia que dominaba a guerrilleros y militares por igual, y que terminaba por sobreponerse a cualquier consideración ideológica o política; o el relato de Fernández Meijide sobre el carácter casi sagrado que adquiría la ficha de cada desaparecido, porque sólo existía allí, en ese rectángulo de cartulina; o la evocación por ella misma de su sensación de orfandad de ciudadanía (algo que por diferentes razones todos hemos experimentado desde entonces); o, por fin, y especialmente, el vehemente reclamo de Leis para que los que vivieron esa época tengan el coraje elemental de contar lo que vieron, dejando para otros el trabajo de interpretar. Tanto Fernández Meijide como Leis ya habían asentado su visión de los setenta en sendos libros, pero expuesto en forma de diálogo ese testimonio tiene la virtud adicional de denunciar una ausencia: la de algún miembro de las fuerzas armadas o de sus aliados que haya jugado algún papel en el turbión de locura asesina que nos envolvió, y que hable de la muerte con el coraje y la desgarradora franqueza con que lo hacen estas personas. Esa ausencia tiene el raro efecto de privar de finalidad a esta conversación entre dos que están básicamente de acuerdo, de volverla cerrada y circular, de dejarlos más de una vez perplejos y sin palabras cuando las imágenes de época que ven en la pantalla de una computadora activan su memoria. El diálogo está incompleto y, más allá de su dramático valor testimonial, deja el sabor de lo inconducente. Este no es un problema de la película, es un problema que la película registra: no es el diálogo de la película el que está incompleto, es el diálogo de la sociedad. En la última escena, estas dos personas, ya ancianas, cargadas con el peso de sus recuerdos, se alejan en la pantalla, ayudándose entre sí, solas de toda soledad. A lo largo del filme, los directores ya venían anticipando ese final: ocuparon visualmente las pausas introducidas para aliviar la tensión, para que interlocutores y público pudiesen absorber el impacto de lo dicho y escuchado, con imágenes de agua, de grandes, serenas extensiones de agua. No agua del río de la memoria que fluye, que busca y traza su cauce, sino agua que está ahí, encerrada como en una laguna, o que vuelve sobre sí misma, como la ola que lame una y otra vez la playa, pero no va a ninguna parte.

–Santiago González 

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