Como fuego en el rastrojo

Jorge Milton Capitanich tardó apenas quince días en liquidar el capital político que milagrosamente le había caído en las manos con su designación como jefe de gabinete de la alicaída presidente Cristina Kirchner. Lo incineró en un instante, como fuego en el rastrojo. El chaqueño se convirtió por propia voluntad en la primera víctima de los saqueadores cordobeses, que le vaciaron las estanterías de toda la expectativa que un país a la deriva había puesto en su figura. Incluso este sitio lo vio como una instancia de racionalidad en un momento político caracterizado por el delirio, la ineficacia y la confusión. Otros fueron más allá, hasta entender que el país había ingresado en una etapa de doble comando, tal era el peso específico que se le atribuía al gobernador. Pocos dudaron en incluirlo en la reducida nómina de los aspirantes a la sucesión presidencial en el 2015. Pero la inconcebible torpeza de su reacción frente a los dramáticos sucesos de Córdoba fulminó en un instante todas esas apreciaciones, al mostrarlo como un pelele sin las agallas necesarias como para plantarse frente a las extravagancias de pequeño círculo de Olivos. El periodista Ignacio Fidanza ha descripto con lujo de detalles el papel decisivo del secretario legal Carlos Zannini en este caso, y la genuflexa obsecuencia del jefe de gabinete, resumida magistralmente en la frase con la que desalentaba los pedidos que le llegaban desde Córdoba: “No me llamen a mi celular, no me dejan hablar”. Tal vez el cordobés Zannini sólo quiso complicarle la vida a su comprovinciano José Manuel de la Sota, otro que tiene la mirada puesta en el 2015, pero en los hechos se llevó puesto también al chaqueño y sus expectativas, que seguramente las tenía. Una constante kirchnerista ha sido la de destruir a cualquiera que osara postularse como heredero de la señora –Daniel Scioli ha sido el ejemplo típico–, pero en este caso tal vez se haya disparado un tiro en los pies: Capitanich le había proporcionado al gobierno una inyección de oxígeno que, convenientemente asimilada, le habría podido asegurar el aliento durante los dos años de mandato que tiene por delante. Ahora todo vuelve al tembladeral de un mes atrás. Esta no es una buena noticia para la inquilina de Olivos, pero eso sería lo de menos: para el resto del país es un desastre, una renovada angustia ante la falta de un rumbo cierto como el que Capitanich prometía. Bueno, no para el resto del país en su conjunto: hay quienes apuestan al desastre, como ya lo hicieron en el pasado, porque medran con él.

–Santiago González

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