El proceso de juicio político iniciado contra la suspendida presidente de Brasil Dilma Rousseff cumple con todas las formalidades del caso, aunque ella lo haya descripto como un golpe de estado. Pero puede llegar a parecerse al golpe de estado que los militares argentinos dieron en 1976 contra Isabel Perón en el sentido que un remedio innegablemente necesario resultó a la larga peor que la enfermedad que pretendía remediar. Brasil se encuentra en serias dificultades económicas, que no son consecuencia de la corrupción, y no es seguro que el clima de incertidumbre política que se abre ahora vaya a contribuir a la solución de esas dificultades, ni tampoco es seguro que no vaya a agravarlas. La corrupción envuelve en Brasil a la totalidad del sistema político, empezando por el mismo legislador que promovió el juicio contra Dilma, y el proceso prosperó porque todos quisieron lavar sus pecados asociándose al sacrificio del chivo expiatorio. Habrá que esperar hasta fin de año para saber si la suspensión de Dilma se convierte en destitución, y cabe preguntarse si su reemplazante, una figura con nulo respaldo en la opinión pública, cuenta con fuerza política como para tomar entretanto las duras medidas económicas que Brasil necesita y para hacer frente al esperable boicot del Partido Trabalhista de Dilma y Lula. Algunos creen que lo mejor para Brasil sería adelantar un llamado a elecciones tanto como la legalidad lo permita, un argumento en cierto modo razonable. El problema reside en que Marina Silva, la única figura que permanece al margen de la degradación reinante y puede representar realmente una alternativa política, necesita tiempo para recomponer su imagen y concitar apoyos luego del que el PT la destrozara en las elecciones del 2014. Tiempo es en definitiva lo que necesitan todos en Brasil, y el proceso contra Dilma lo aceleró vertiginosamente.