“Blade Runner 2049”

Antes de ver “Blade Runner II” volví a ver “Blade Runner I”: treinta años son muchos años como para confiar en la memoria, aun refrescada de tanto en tanto. Lo primero que sorprende es comprobar cuán limitados somos para prefigurar el futuro, o al menos las formas del futuro. Nuestro 2017 no se parece mucho al imaginado en 1982: nuestros televisores son mucho mejores, nuestro sistema de transporte bastante peor, y nuestras grandes ciudades todavía conservan lugares encantadores. Probablemente, entonces, el 2049 que nos aguarda no se parecerá mucho al entrevisto en la secuela: un mundo que ha avanzado en degradación respecto del vaticinio anterior, una pesadilla de atmósfera tóxica, sin sol, estéril, en la que cuesta descubrir el rostro de lo humano y el rastro de la vida. Cuando se la vea de aquí a tres décadas, esta película va a parecer tan millennial como hoy nos parece ochentoso su capítulo original, y no solo en su cinematografía, sino también como expresión de nuestros peores miedos y de nuestras confiadas expectativas. La metáfora del “replicante” para describir a una sociedad en la que la humanidad de sus miembros ha quedado reducida a la función productor-consumidor sigue siendo tan válida como entonces, lo mismo que la “transgresión” que en las dos versiones desata el conflicto, cuando un latido íntimo e irreductiblemente humano reclama por sus fueros. En la versión de los ochenta, los “replicantes” (hombres de laboratorio, modificados para servir como esclavos) eran un producto comercial, imaginado por Tyrell, un empresario clásico que los concibió para ganar dinero, y la corrección de su “transgresión” fue confiada a Bryant, un jefe de policía también clásico, burocrático, gordo y transpirado; Tyrell y Bryant estaban, por decirlo de algún modo, del mismo lado del orden social. En la versión actual, la producción de “replicantes” quedó en manos de Wallace, que no es un empresario clásico sino un megamillonario lunático frustrado porque advierte que todo su poder todavía es inferior al poder de Dios; la jefa de policía, la teniente Joshi, está encargada de continuar la tarea de Bryant y eliminar a los replicantes “transgresores”. Pero ocurre algo inesperado, que deja a Joshi y Wallace en bandos enfrentados. La teniente se aferra a su misión: “Las cosas tienen su orden”, dice. “Y eso es lo que hacemos aquí. Mantener el orden.” A decir verdad, la teniente Joshi tiene las cosas muy claras: “El mundo está organizado según una pared que separa una cosa de la otra”, advierte. “Dígale a una parte o a la otra que no hay más pared, y se habrá comprado una guerra…” Palabras cuya sabia profecía se volverá en su contra. Cuando Wallace toma conocimiento de aquel mismo suceso inesperado, imagina que ya no hay muros que lo separen de la omnipotencia divina y arrebatado por su hybris, no trepida en hacer trizas el orden social: elimina a la jefa de policía y persigue sus ambiciones empleando a una suerte de máquina de matar, fría, femenina, y fatal, ella misma una replicante. El “Blade Runner” original ofrecía un final abierto, y también clásico: el héroe individual se quedaba con la chica y escapaba hacia un destino tan peligrosamente incierto como imperativamente propio; la versión moderna promete una revolución social encabezada por una especie de Mesías femenino. Más progresista y millennial, imposible. –S.G

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