Justicia y venganza

Ahora que el relato oficial sobre lo ocurrido con Osama bin Laden parece haberse estabilizado, se lo puede resumir así: un pelotón de soldados estadounidenses de elite ingresó a una vivienda familiar, habitada por una mayoría de mujeres y niños, y asesinó a todos los hombres adultos que allí se encontraban, todos desarmados menos uno que abrió fuego.

Es preciso agregar que los atacantes sabían exactamente antes de ingresar cuántas y cuáles personas se encontraban en esa vivienda. Y también es preciso agregar que la vivienda no se asentaba en territorio de los Estados Unidos, sino de un tercer país, Paquistán, al que no se le avisó ni estaba enterado en modo alguno del operativo que se estaba desarrollando en su suelo.

Igualmente hay que señalar que los atacantes llegaron a esa vivienda merced a informaciones obtenidas mediante torturas. Y dejar bien sentado que a uno de los hombres asesinados en esa vivienda se le atribuye la planificación de algunos de los más cruentos atentados contra ciudadanos occidentales ocurridos en las últimas décadas, atribución que él no desmintió.

El resumen que acabamos de trazar se basa, punto por punto, en las más recientes declaraciones oficiales de funcionarios del gobierno de los Estados Unidos, luego de varios días de versiones cambiantes y contradictorias, por lo que uno debería creer que se trata del relato definitivo, el tick-talk, como dicen en la Casa Blanca, acerca de lo sucedido.

Por encima de cualquier racionalización ideológica, a cualquier persona bien nacida le revuelve el estómago la imagen de un pelotón de soldados, perfectamente armados, entrenados e informados, que irrumpe en una casa y mata a sangre fría a sus habitantes siguiendo un plan deliberado: eliminar a los varones adultos, y preservar la vida de mujeres y niños.

En la casa vivían tres familias, las de los dos anfitriones y la del huésped bin Laden: murieron los tres jefes de familia, un hombre descripto como correo, y el hijo mayor de bin Laden. Una mujer cayó muerta cuando su esposo, uno de los anfitriones, se trabó en un tiroteo con los agresores; una esposa de bin Laden fue herida en una pierna cuando se arrojó contra los comandos.

Los soldados norteamericanos tuvieron en todo momento el control de la situación, manejaron el fuego según las instrucciones recibidas, y en consecuencia mataron siguiendo instrucciones, según admitieron funcionarios del gobierno norteamericano. Tenían la preparación y las condiciones adecuadas para capturar con vida a sus objetivos, pero optaron, oficialmente, por el asesinato.

El hecho es muy grave para quienes vivimos dentro de lo que se conoce como la cultura occidental, porque atenta contra los fundamentos mismos de esa cultura, porque fue cometido por la potencia que gusta describirse como mayor exponente y custodia de esa cultura, y porque sienta peligrosos precedentes para otros deseosos de embarcarse en acciones similares.

Afortunadamente, este episodio ha suscitado infinidad de objeciones, críticas y debates en el mundo occidental, lo cual sugiere que todavía hay una masa crítica de conciencias no extraviadas. Uno de esos debates, que a los argentinos nos toca de cerca, tiene que ver con la naturaleza del terrorismo.

¿Se debe considerar al terrorista como un delincuente, o como parte beligerante? Si se lo considera como un delincuente, el procedimiento a seguir es claro: persecusión, captura, proceso y condena. Si se lo considera como un enemigo, rigen las convenciones de Ginebra, y aún así es difícil que asesinar en su casa a un hombre inerme pueda describirse como un acto de guerra.

Pero lo que no permite asimilar la lucha contra el terrorismo a una guerra, como señala el analista Juan Gabriel Tokatlian, es la naturaleza asimétrica del conflicto, “en el que la ventaja táctica del más débil consiste, en principio, en seleccionar el blanco, el recurso y el lugar para usar la violencia. En particular, su objetivo es sembrar el pavor en el oponente”.

El asesinato de Obama provee un arsenal de argumentos, por ejemplo a los militares argentinos que siempre justificaron su accionar invocando un estado de guerra contra las organizaciones guerrilleras, y también a los líderes israelíes que han practicado y defienden la política de asesinar “blancos escogidos” entre la dirigencia palestina.

Las excusas estadounidenses sobre los riesgos que habría entrañado apresar a Osama, someterlo a juicio y condenarlo son niñerías de una trivialidad inaceptable. Italia no tuvo problemas para sentar en el banquillo a los miembros de las Brigadas Rojas ni a los capos de la mafia, y sus jueces dictaron sentencia aún al precio de su vida.

De eso se trata la cultura occidental en cuyo nombre los Estados Unidos perpetran acciones que la desmienten por completo. Se trata de sostener el imperio de la ley, la racionalidad y la justicia frente a la fuerza bruta, el fanatismo y la arbitrariedad; se trata de fortalecer la delicada trama de derechos y obligaciones que regula las relaciones entre las personas, y entre los estados.

El mensaje hacia el mundo árabe es pésimo. El islamismo fundamentalista y agresivo, del cual bin Laden era una suerte de epítome, no caló en los pueblos con la profundidad que se temía, tal como lo han demostrado los levantamientos que vienen ocurriendo desde principios de este año en los países árabes, tradicionalmente gobernados por déspotas.

En esas revueltas, el islamismo militante tuvo escasa o ninguna participación, y nunca ocupó una posición de liderazgo. Los pueblos árabes optaron por ignorar los llamados a la fuerza bruta, el fanatismo y la arbitrariedad de los discípulos de Osama, y se rebelaron en demanda de democracia, esto es de legalidad, racionalidad y justicia.

Bonita lección reciben ahora justamente de la nación que dice encarnar esos valores.

El mensaje hacia Occidente es igualmente desalentador. El asesinato de un personaje como Osama bin Laden deja un sabor amargo porque nadie –excepto el populacho estadounidense– lo percibe como un acto de justicia sino de venganza: un proceso en regla habría permitido conocer exactamente el alcance de sus crímenes, y la justa proporción de su condena.

Hay algunas explicaciones inmediatas para entender por qué Barack Obama optó por la venganza y no por la justicia, y todas tienen que ver con la demagogia: el rápido impacto patriotero mejora sus posibilidades de ser reelecto, y hace menos amargo el inminente regreso sin gloria de las tropas despachadas en sospechosas misiones a Iraq y Afganistán.

Pero hay otra más profunda y menos evidente: los Estados Unidos son una potencia en decadencia, y su caída no va a ser un aterrizaje suave. Tras el impensable cachetazo del 11 de septiembre, se sienten cada vez más inclinados a demostrarle al mundo que pueden hacer en el mundo lo que se les da la gana, y a demostrarse a sí mismos que efectivamente pueden.

Los dirigentes occidentales, principalmente los europeos, han tendido hasta ahora a hacer la vista gorda frente a esos excesos, a endosarlos sin demasiado escrutinio, y –lo que es peor, como en el caso de Libia–, a imitarlos. Los dirigentes europeos nos harían un favor a todos, se lo harían a los Estados Unidos, y también a sus propios países, si revisaran esos comportamientos.

–Santiago González

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