Una Argentina para enamorar

¿Quién, en su sano juicio, se propondría asentar su familia y desplegar sus capacidades en una tierra de nadie, asolada por bandidos?

Es difícil para el espíritu asimilar los cambios de época. Esto lo sabía bien Talleyrand, el gran estadista francés cuya actividad política atravesó el reinado de Luis XVI, la Revolución, el imperio napoleónico y la Restauración. “Quien no haya vivido antes de 1789 no conoce la dulzura de vivir”, diría más tarde, reconociendo en sus agitadas peripecias un punto de inflexión, un antes y un después. La memoria suele ser selectiva y tiende a embellecer el pasado. Pero al recordar esa frase, Oswald Spengler describe los años previos a la toma de la Bastilla como “una época de espiritualidad clara, de urbanidad sonriente, no sin la melancolía de una despedida”, sugiriendo que Talleyrand no se engañaba con sus recuerdos.

Replicando el ejercicio, me atrevería a decir que “Quien no haya vivido antes de 1975 no conoce la Argentina capaz de enamorar”. A falta de un Spengler doméstico, yo mismo trato de mantener con rienda corta las complacientes jugarretas de la memoria. Pero es María Elena Walsh la que a su modo me da la razón: “Por tu decencia de vidala, por tus antiguas rebeldías, por tu esperanza interminable, mi amor yo quiero vivir en vos”, juraba en 1968 en su Serenata para la tierra de uno. Hoy no se atrevería. En los últimos cincuenta años, la decencia, la rebeldía, la esperanza, se han vuelto rarezas. Tan raras como la dulzura de vivir que Talleyrand echaba de menos en su querida Francia. Eso es un cambio de época.

Menos de un 10 por ciento de los argentinos nació antes de 1975, lo que quiere decir que ya somos pocos los que conservamos en el espíritu la memoria de una Argentina capaz de enamorar, y encontramos que se nos hace cada vez más difícil describirla y explicarla a quienes no la conocieron. ¿Cómo contar a los compatriotas venidos al mundo luego de la sangrienta violencia setentista y en medio de los atroces vaivenes que la sucedieron que aquí hubo alguna vez un país en el que valía la pena vivir y al que enorgullecía pertenecer? Tan difícil como supongo habrá sido para Talleyrand hablar de la dulzura de vivir a los nacidos tras la orgía de la guillotina y el Terror.

No es que aquella Argentina no tuviera problemas o careciera de enfrentamientos. Pero se los vivía de otro modo, y el juego era limpio. Podría comparársela con un matrimonio que lidia con sus dificultades, materiales y emocionales, pero lo hace de buena fe, sin romper el vínculo, sin siquiera ponerlo en discusión. Los problemas realmente empiezan cuando se quiebra ese vínculo (que en política se llama affectio societatis) y se imponen la mentira, la traición y el encono. La Argentina somos nosotros: ¿cómo puede enamorar una Argentina de la que el amor se ha ido? “De aquel amor de música ligera, nada nos libra, nada más queda”, decía Gustavo Cerati a comienzos de los 90. La canción de Soda no tenía un sentido político, pero su letra se nos adhería con inquietante fascinación.

Los cambios de época no son reversibles. Pero ciertos estados de espíritu pueden reaparecer bajo otras formas. Con la torre Eiffel como faro de su confianza en el progreso indefinido y la pintura impresionista como testimonio de su íntima alegría, Francia reencontró en la belle époque aquella dulzura de vivir que Talleyrand consideraba perdida un siglo atrás. Es cierto que le duró poco. Las guerras arrasaron con ella, y sólo pudo recuperarla bajo el faro de Charles de Gaulle, otra torre pero de carne y hueso. Las revueltas del mayo francés marcaron el fin de esas décadas primaverales de posguerra, y abrieron paso al socialismo y la Europa comunitaria, enemigos naturales de cualquier dulzura de vivir.

* * *

Yo pertenezco a la generación que destrozó el amor a la Argentina, o el amor entre los argentinos, o la nación argentina propiamente dicha, distintas maneras de describir lo mismo. Esta generación, la mía, hoy menos de un 10% de la población, no podría recrear nada de eso aunque quisiera. Es más, cuando lo quiso produjo resultados previsiblemente aberrantes. Pienso, en los albores del kirchnerismo, en Carta Abierta, ese centro de jubilados setentistas que pretendió, en un intento fáustico de revivir su propia juventud, injertar viejos amores en las nuevas generaciones. El resultado visible fue La Cámpora, una equivocación ya desde el nombre, a la que el más básico militante de la “tendencia” habría despreciado por ignorante, traidora y amoral.

Antes que ensayar organismos políticos genéticamente modificados, tal vez sea más prudente extraer lecciones de la experiencia. Un cambio de época no es otra cosa que una recreación del amor en otros términos, una nueva definición de los lazos que unen a determinadas personas en ese proyecto sugestivo de vida en común que es la nación. Quienes sucedieron a la generación que destrozó el amor no quisieron, o no pudieron, o no supieron cómo volver a unir los fragmentos. Y más bien prosiguieron (y prosiguen) la demolición, no tanto porque crean que se puede vivir sin amor, es decir sin nación, o se hayan acostumbrado a ello, sino porque descubrieron que es posible beneficiarse de la destrucción de una nación y huir con el botín.

Primera lección, aprendida por las malas y a nuestra propia cuenta: sin nación no hay vida provechosa ni futuro satisfactorio, y uno queda a merced de los atracadores. Lección tal vez innecesaria a esta altura porque los jóvenes que abandonan el país ya lo entendieron, y salen a buscar antes que nada una nación que los contenga. La opción inicial, primera, ineludible: irse como inquilinos a una nación creada por otros para sí mismos, o quedarse y ayudar a construir la propia. Se podrá elegir una u otra. Pero no hay una tercera, porque no es posible desarrollar una vida sin vínculos de asociación con otros. Un país sin affectio societatis es apenas un lugar, una tierra de nadie. ¿Quién, en su sano juicio, se propondría asentar su familia y desplegar sus capacidades en una tierra de nadie, asolada por bandidos?

Ahora, claro, sobre quienes se queden recaerá la tarea de fundar su propia época y la presión de hacerlo con urgencia, porque hace ya demasiado tiempo que estamos girando en el vacío, electrones locos de un átomo que se quedó sin núcleo. Deben saber sin embargo que no tendrán que empezar de cero. Que la Argentina no solo posee recursos materiales y humanos, sino que tiene además una historia; que en esa historia hizo muchas cosas bien, y que hay mucho cimiento firme como para edificar con solidez. Que sólo se trata de acordar los planos, con generosidad y buena voluntad, y comenzar a construir, uniendo brazo con brazo. No hay futuro sin nación y no hay nación sin reconocer en el prójimo al compatriota, compañero en la empresa de construir la patria. Ése es el lazo roto, y el que hay que reanudar, volver a anudar.

Por fin, las generaciones que conocimos esa Argentina capaz de enamorar, y que la hicimos trizas, debemos ser francas y honestas en el reconocimiento de los errores cometidos, para ofrecerlo a quienes nos siguen a modo de lección y de advertencia. Es lo menos que podemos hacer, probablemente sea todo lo que podemos hacer. Desde 1975 para acá hemos acumulado un tesoro de equivocaciones, y hay todavía muchos protagonistas con vida como para exponerlas con lealtad y valentía. Pienso en ese ex guerrillero que admitió la falsedad de los 30.000 desaparecidos, pero hay muchas otras instancias de nuestra vida económica, política, social, cultural y militar necesitadas de verdad, desde cualquiera de los bandos en que supimos enfrentarnos. La verdad sana y expía, y ayuda a reparar tejidos.

* * *

Es difícil para el espíritu asimilar los cambios de época, especialmente cuando una se quiebra abruptamente, y la siguiente demora en configurarse. En las semanas venideras, el sortilegio del fútbol aliviará esa tensión: nos unirá tras los colores de la patria, y el nombre de la tierra que habitamos habrá de estallar al unísono reiteradamente en nuestras gargantas. Un hilo invisible y electrizante, una emoción compartida, enlazará a chicos y grandes, hombres y mujeres, ricos y pobres, a lo largo y a lo ancho del país. Aunque sea por unos días, volveremos a reconocernos como argentinos. A acompañar con el espíritu el esfuerzo de otros, y a celebrar el éxito ajeno como si fuera propio.

Entendamos que de eso hemos estado hablando desde el comienzo de esta nota, de trabajar juntos tras un propósito común; de que el gol de Messi sirva a la victoria del equipo de Scaloni, y que la victoria del equipo de Scaloni conduzca, así sea, a la conquista de la copa por la Argentina. Ese es el modelo, y no es muy difícil de entender. El deporte es una metáfora de la vida. Se trata de tender la mano, y echarse a andar. Desde los cuartos de final hacia arriba. Tenemos historia, tenemos los hombres, tenemos los recursos, sólo hace falta la voluntad: ponerse la camiseta, armar el equipo y salir a la cancha. Por una Argentina, otra, capaz de enamorar.

–Santiago González

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3 opiniones en “Una Argentina para enamorar”

  1. En la misma línea
    “Apuntes sobre la Opción Eneas
    Antes de comenzar con el núcleo de nuestras reflexiones, dado que hablaremos de una opción prudencial para la reevangelización del mundo, algo debe quedar claro: el Reinado social de Jesucristo no resulta facultativo. Se trata de un mandato. Como enseñan los escolásticos, se eligen los medios, no el fin último por el cual debemos obrar.

    En esta oportunidad, apuntaremos algunos pensamientos germinales sobre lo nos gustaría denominar “Opción Eneas”. Esta denominación nos lleva a recordar brevemente la historia del héroe que, mientras su amada Troya resulta destruida, cargó sobre sus hombros a su anciano padre Anquises y tomó de la mano a su hijo Ascanio, representando, de esta manera, el lazo de unión entre el pasado y el futuro y huyó a nuevas tierras. Eneas llevó consigo los lares, los penates y el Paladio con la esperanza de reedificar la Civilización en otra tierra. En su horizonte, entonces sin vislumbrarlo, estaba Roma.

    En este sentido, para nuestro propósito, la exposición del entonces cardenal Joseph Ratzinger Fundamentos espirituales de Europa es muy interesante y sugerente. Un análisis detallado daría para una nota extensa.

    El último párrafo es una buena conclusión que supone los desarrollos anteriores del trabajo: “No sabemos cómo será el futuro de Europa. La Carta de los derechos fundamentales puede ser un primer paso, un signo de que Europa busca nueva y conscientemente su alma. En esto hace falta darle la razón a [Arnold] Toynbee: el destino de una sociedad depende siempre de minorías creativas. Los cristianos creyentes deberían concebirse a sí mismos como tal minoría creativa y contribuir a que Europa recobre nuevamente lo mejor de su herencia y esté así al servicio de toda la humanidad”.

    Un detalle sobre el discurso en cuanto a lo formal y, al fin de cuentas, respecto del fondo: es loable hablar sobre la dignidad humana, los derechos humanos –bien entendidos–, etcétera. Pero el anuncio explícito de Jesucristo –a nivel social, la (re)cristianización– es algo necesario, no opcional. En la mente de San Juan Pablo II y de Benedicto XVI/Ratzinger, por cierto, el anuncio explícito de Jesucristo es claro.

    Dicho esto, ¿qué haría un Eneas cristiano? Nos parece que, a la cabeza de una “minoría creativa”, fundaría una nueva ciudad que incluyera monasterios –para eso contamos con nobilísima tradición de la Orden de San Benito, por mencionar un ejemplo perdurable–, por cierto, pero no se apartaría del mundo civil. Su deber, como el de cada uno de los laicos católicos, seguirá siendo la consecratio mundi apoyándose en esos pulmones de la Cristiandad que son los monasterios.

    Hasta que Cristo vuelva en la Parusía. Veni, Domine Iesu!”

    (Del sitio Religión en libertad)

  2. Ud. va a comprar tomates. Pide un kilo.
    El verdulero lo observa y lanza la habitual mirada.
    – ¡Cómo te voy a cagar, pelotudo!
    De esto ya no se vuelve por más fútbol que inyecten junto con droga en la cabeza de los sin cabeza.
    abel posadas

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