«[El] rol central e insustituible [del Estado] consiste en garantizar, con neutralidad y equidistancia, el funcionamiento organizado, seguro y fiable de la sociedad. Cuando ese papel queda vacante, la comunidad padece un doble trauma: por un lado, el sufrimiento y la muerte inmediata de las víctimas; por otro, la sensación de insondable ausencia de autoridad, control e información. Por esa falla se filtran los tóxicos que corroen la vida social: sospecha, incredulidad, paranoia, nihilismo, anomia, resentimiento, temor. Es como si la sociedad se dijera a sí misma: si el Estado, que debía protegernos, desertó, alguien, con malas intenciones, provocó el desastre. A partir de ese trágico desengaño cualquier intento de explicación es tan factible como dañino. Ante el desfallecimiento del Estado, a la imaginación social todo le está permitido. (…) La tragedia estatal no compromete sólo a un gobierno sino al conjunto de los dirigentes de un país. Es la oportunidad para reflexionar sobre algo más profundo: la grave responsabilidad de la clase dirigente en haber transgredido, históricamente, lo que debería ser un tabú: no contaminar con intereses sectoriales, de naturaleza política o económica, la neutralidad y la transparencia estatal para garantizar el funcionamiento de la sociedad. Un Estado colonizado por intereses privados deja de proteger a la vida y los bienes del conjunto para servir a los fines espurios de los que se apoderaron de él. Cualquiera que sea el modo en que murió el fiscal, su trasfondo es una guerra entre grupos que se apropiaron del Estado sin que el gobierno de turno supiera, pudiera o quisiera hacer algo para impedirlo.» —Eduardo Fidanza, en La Nación, 20-1-2015