Por Pat Buchanan *
El vicepresidente Mike Pence, ex gobernador de Indiana, voló desde Las Vegas para asistir al partido de los Colts de Indianápolis en el que se iba a retirar la camiseta del legendario pasador Peyton Manning. A su lado, en el estadio, se encontraba su esposa Karen. En homenaje a Manning, ella se colocó una camiseta con el número 18 cuando llegó el momento de escuchar el himno nacional. Los Pence se pusieron de pie, con la mano en el corazón. Una decena de jugadores de los 49 de San Francisco se arrodillaron. Finalizado el himno, Pence se retiró. Su limusina lo llevó de regreso al aeropuerto desde donde voló a Los Angeles.
“¡Qué escándalo! Ese viaje le costó 250.000 dólares a los contribuyentes”, clamó una prensa que rara vez tuvo algo que decir sobre las millonarias excursiones de Michelle Obama con Sasha y Malia.
El presidente se hizo cargo de la actitud de Pence, y tuíteó “Le pedí a @VP Pence que abandonara el estadio si algún jugador se arrodillaba.” Y Pence declaró: “Me retiré hoy del partido de los Colt porque ni el presidente Trump ni yo vamos a convalidar acontecimiento alguno que falte el respeto a nuestros soldados, a nuestra bandera o a nuestro himno nacional.” Dado que Pence había dejado a su equipo de prensa en la caravana de automóviles, diciéndoles que no iba a demorar mucho, es posible que su comportamiento no haya sido del todo espontáneo. Pero Pence tenía previsto desde hacía varias semanas concurrir a ese partido.
¿Qué nos dice todo este episodio?
En la batalla cultural, Trump ha rechazado las medias tintas o la capitulación, y ha decidido defender el espacio en el que se ubican sus seguidores más leales.
Un ejemplo: mientras el Washington Post informaba el lunes que Austin, Seattle, San Francisco y Denver se habían sumado a Los Angeles en la decisión de reemplazar el Día de Colón por el Día de los Pueblos Indígenas, Trump emitía una proclama sobre el Día de Colón de urticante desafío:
“Hace quinientos veinticinco años, Cristóbal Colón completó un viaje ambicioso y audaz a través del Océano Atlántico y llegó a las Américas (…) una hazaña notable y hasta entonces sin parangón, que contribuyó a poner en marcha la era de las exploraciones y los descubrimientos. La continua llegada de europeos a las Américas fue un acontecimiento transformador que (…) cambió el curso de la historia humana y preparó el escenario para el desarrollo de nuestra gran nación.” Colón, dijo Trump, fue “un navegante hábil y un hombre de fe, cuya corajuda hazaña unió continentes y ha inspirado a innumerables personas a perseguir sus sueños y sus convicciones, aun enfrentados a desconfianzas extremadas y tremendas adversidades.” El Almirante de la Mar Océano “había nacido en la ciudad de Génova, hoy en Italia, y representa la rica historia de importantes aportes de los ítalonorteamericanos a nuestra gran nación (…) Italia es un firme aliado y un socio apreciado”, agregó el presidente.
Su proclama no habló de los pueblos indígenas.
¿Cómo la recibió la CNN? No muy bien.
“El elogio de Trump a Colón omite la historia negra”, rezaba el titular de CNN. Y su copete decía: “No importan las enfermedades ni la esclavitud que produjo el viaje de Cristóbal Colón, ni tampoco el hecho de que en realidad no ‘descubrió’ el Nuevo Mundo.”
La proclama de Trump cerró una semana en la que revirtió el mandato del Obamacare que exigía a empleadores e instituciones, a despecho de sus creencias religiosas, suministrar anticonceptivos y píldoras abortivas a sus empleados.
Los grupos religiosos prorrumpieron en aclamaciones. La ACLU 1 echó chispas. Ese franco desafío contra los dictados de la corrección política ha consolidado el respaldo de Trump. Y los norteamericanos comenzamos a reconocer nuestra nueva realidad: en los aspectos esenciales de la nacionalidad –los antepasados, la moral, la fe, la cultura, la historia, los héroes–, ya no somos verdaderamente una nación y un pueblo.
Durante todo el fin de semana, los espectadores de la TV por cable se vieron saturados por las indignadas protestas de los acólitos de Colin Kaepernick 2, santo patrono de los 49, quienes insistieron en que arrodillarse en señal de rechazo contra el racismo y los policías racistas es un admirable ejercicio del derecho a la protesta consagrado en la Primera Enmienda.
Y lo que los seguidores de Trump les responden es: “Ustedes pueden tener el derecho que les da la Primera Enmienda a faltar el respeto a nuestra bandera, e incluso a quemarla, pero no tienen derecho alguno a obligarnos a escucharlos, o a respetarlos, o a comprar entradas para sus partidos, o a verlos por televisión los domingos.”
Y al ver que la audiencia desciende, la concurrencia al estadio declina, y los avisadores comienzan a retirarse, la Liga Nacional de Fútbol parece estar recibiendo el mensaje, aunque con demora. Jerry Jones, propietario de una de las franquicias más valiosas de la liga, advirtió a los jugadores de los Cowboys de Dallas que quien no respete la bandera durante la ejecución del himno nacional, se pierde el partido del día.
“El presidente Trump tiene la obligación de unirnos, no dividirnos”, es el mantra de nuestras élites. Sin embargo, desde la década de 1960, son esas élites las que han venido imponiendo una revolución social, moral y cultural por la que el pueblo norteamericano nunca votó, y que ahora nos ha dividido irremediablemente.
Llámenlos “deplorables” si les gusta, pero Trump parece disfrutar cada vez que sale a defender las opiniones, los valores y las creencias de las personas que lo llevaron al lugar que ocupa. No le esquiva el bulto al conflicto político.
La gente que se pone del lado de uno en una pelea no es muy común en la vida política. Cuando Trump exhibe esa cualidad, obtiene a cambio la clase de lealtades que hasta sus enemigos admiten que tiene.
* Ex asesor de los presidentes Richard Nixon, Gerald Ford y Ronald Reagan, aspirante a la presidencia de los Estados Unidos en 1992 y 1996.
© Patrick J. Buchanan.
Versión castellana © Gaucho Malo.