Reformismo y calibración

La política del “vamos viendo” elude los compromisos, las cifras, los cómos y los cuándos, y apela a la fe y al optimismo

Desde el comienzo de su mandato, el presidente Mauricio Macri se mostró reacio a tener una política económica, y por eso nunca tuvo un ministro de economía, y por eso este fin de año se necesitaron cuatro funcionarios para anunciar una decisión. Según lo que parece ser la concepción oficial, la economía no se diseña sino que se administra, y eso explica que el jefe del ejecutivo hable de “reformismo permanente” y el presidente del Banco Central hable de “calibración”, que son maneras pretenciosas de expresar lo que en alguna columna anterior describimos como el “vamos viendo”. La idea de una economía con escasa intervención estatal es deseable cuando la economía está ordenada, pero en una economía desquiciada como la nuestra es una opción por lo menos arriesgada y tirando a peligrosa. “Reformar” y “calibrar” son como esos pequeños movimientos con los que el piloto de un avión en vuelo corrige el rumbo, pero ningún avión despega reformando y calibrando: hay que tomar en cuenta la propia potencia, las condiciones ambientales, orientar los alerones, fijar una dirección y pisar el acelerador a fondo.

Reformismo y calibración son conceptos que en cualquier contexto sugieren un ir atrás de los problemas, un “ir viendo” qué pasa, y una incapacidad implícita de predecir con algún grado de acierto qué va a pasar; en el contexto de la economía argentina reformismo y calibración suponen un error de diagnóstico. La economía argentina está dislocada por un único problema central y estructural que es su insustentabilidad fiscal; dicho de manera más simple, el Estado argentino gasta más que lo que recauda, peor aún, tiende a gastar cada vez más y por lo tanto se esfuerza por recaudar cada vez más, y en esa dinámica asfixia, estrangula, aborta toda posibilidad de crecimiento y desarrollo de la economía real, en la forma más perversa de intervencionismo estatal que se conozca. Muchos economistas, y muchos comentaristas, suelen hablar de una constelación de problemas económicos (inflación, atraso cambiario, bicicleta financiera, endeudamiento riesgoso, déficit comercial, etc, etc.) pero todos nacen del problema básico del gasto público, y hablar de ellos sin atender a éste es erróneo.

En las últimas semanas del año, y en medio de una bien organizada batahola social, el gobierno logró con gran satisfacción y algarabía mediática la aprobación legislativa de un conjunto de medidas económicas, que en general desplazan una parte de la recaudación desde la asignación social directa (jubilaciones, pensiones, ayudas) hacia la obra pública provincial, cosa que se supone también beneficiará a la sociedad en términos de infraestructura, de oferta laboral y de actividad económica, y en particular favorecen la suerte política de los gobernadores. Aquí no hay reforma estructural alguna, sino un desplazamiento de fondos desde un sector sin capacidad de presión a otro con gran voluntad de absorción. En el medio, algunos vagos compromisos de rebajas impositivas de aquí a las calendas griegas.

Con menor repercusión social pero parejo revuelo mediático, el gobierno puso en escena a sus cuatro mosqueteros económicos, entre los cuales Sturzenegger hace el papel de D’Artagnan, para anunciar una revisión de la “meta de inflación” para el 2018, que subió del 10% al 15%, más acorde con la realidad y con la previsión presupuestaria del 15,8%. Esto condujo de inmediato a una revaluación del dólar, que se encareció 10% sólo en diciembre cuando esa corrección comenzó a rumorearse, y probablemente anticipe una rebaja de la tasa ofrecida para las famosas Lebac. La mitad de los economistas aplaudió la medida, argumentando que tiende a aliviar el retraso cambiario, a abaratar el crédito, y en consecuencia a favorecer la reactivación económica, y la otra mitad la repudió, sosteniendo que liquida la autonomía del Banco Central, frustra la lucha contra la inflación cuando ya empezaba a mostrar frutos, y desalienta por consiguiente la inversìón.
La dispersión de opiniones se explica porque los opinantes, excepto José Luis Espert, Javier Milei y algún otro, tomaron el rábano por las hojas y se olvidaron del problema madre.

La fijación de metas inflacionarias, como cualquier otro instrumento, es cuestión opinable. Pero en el contexto de la deliberada abstinencia de política económica perseguida por el actual gobierno, la disposición a relajarlas invocando beneficios expansivos, tiene un desagradable aroma alfonsinista (y también kirchnerista, para ser justos), en el sentido de que “un poquito de inflación está bien”. Para los políticos, ese poquito de inflación que está bien es el que les permite licuar al menos en parte los desajustes entre ingresos y egresos provocados por su propensión a recompensar con cargos públicos a los militantes partidarios y con contratos de obra pública a los aportantes de campaña. Y a solventar también algunas de las fantasías fundacionales con las que pretenden ingresar al salón de la historia.

Al gobierno actual no le gustan las precisiones, porque las precisiones habilitan el pedido futuro de explicaciones. Si bien la política monetaria conducida hasta ahora logró bajar la inflación, no lo hizo en los términos previstos, e impuso un alto costo a la economía en su conjunto para lograr sus limitados objetivos. Es lógico que el gobierno haya querido revisarla, aun a costa de la independencia del Banco Central, cosa también deseable en una economía sana, pero que tal vez convenga postergar en el marco de nuestro desquicio. Como reconoció el economista Carlos Rodríguez, “el concepto no sirve más hasta que nos civilicemos. El Banco Central debe coordinar con el Tesoro.” Creo que la civilización a la que se refiere Rodrìguez tiene que ver con no gastar más que lo que se recauda, y con reducir la recaudación y el gasto.

Pero de esas cosas el gobierno no habló, excepto el presidente, que lo hizo en términos muy generales y evitando anticipar cualquier política precisa. Como al oficialismo no le gustan las precisiones, prefiere usar un lenguaje recostado en los símbolos y las parábolas, que permiten una interpretación más elástica. Así fueron irrumpiendo la lluvia de inversiones, el segundo semestre, los brotes verdes y ahora el más modesto apoyo para que todos puedan crecer y desarrollarse. El “vamos viendo” combina el reformismo y la calibración con la esperanza y el optimismo, y elude cuidadosamente los compromisos, las cifras, los cómos y los cuándos. En el fondo todo es una cuestión de fe, y los que parecen técnicos de la gestión económica son apenas humildes pastores empeñados en despertar esa fe. Tenemos que creer que el desplazamiento de fondos hacia las provincias y la tolerancia inflacionaria habrán de tener efectos expansivos: puede que sí, puede que no, habrá que probar. Varios comentaristas tuvieron que apelar a argumentos de fe para explicar las decisiones del gobierno. El tono apocalíptico corrió por cuenta de Milei: “¡Iceberg, allá vamos!”

–Santiago González

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