«En el mejor de los casos, el populismo proporciona un lenguaje capaz de fortalecer la democracia, no de hacerla peligrar. El Partido del Pueblo [fundado en los Estados Unidos en 1892] ayudó a introducir muchas de las reformas progresistas, tales como el impuesto a las ganancias y la regulación de las corporaciones, que en el siglo XX hicieron de los Estados Unidos una sociedad más humana. Demócratas que no tuvieron pruritos para hacer uso de reivindicaciones populistas, desde [William Jenning] Bryan a Franklin D. Roosevelt, contribuyeron en gran medida a crear el orden liberal capitalista que, con todos sus defectos, pocos estadounidenses contemporáneos estarían dispuestos a desmantelar. Incluso algunos oradores populistas que la emprendieron contra los inmigrantes generaron apoyo para leyes tales como la jornada laboral de ocho horas que, a la larga, favorecieron a todos los asalariados del país, cualquiera fuese su lugar de nacimiento. El populismo ha tenido un pasado desordenado. Racistas y autoritarios explotaron su atractivo, como también lo hicieron algunos enemigos de la plutocracia más tolerantes. Pero los norteamericanos no han encontrado otra manera más poderosa para reclamar que sus elites políticas se comporten de acuerdo con los ideales de igualdad de oportunidades y gobierno democrático con los que se llenan la boca cuando están en campaña. El populismo puede ser peligroso, pero también puede ser necesario. Como el historiador C. Vann Woodward escribió en 1959 en respuesta a unos intelectuales que lo denigraban: “Uno debe esperar, e incluso desear, que existan en el futuro turbulencias capaces de sacudir los sillones del poder y el privilegio, y de aportar la terapia periódica que parece necesaria para la salud de nuestra democracia.”» –Michael Kazin: Trump and American populism, Foreign Affairs, 6 de octubre de 2016.