La “cooperadora” de una escuela de Colegiales que lleva el nombre de monseñor Gustavo Franceschi promovió entre los padres de los alumnos un intempestivo “debate” sobre la conveniencia de cambiar la denominación del establecimiento argumentando que el fallecido prelado era un hombre “antisemita y sin convicciones democráticas”. Se citan al respecto una serie de declaraciones suyas sin mencionar la fuente ni precisar el contexto, pero supongamos que son ciertas y que las pronunció desde su condición de obispo. La DAIA y otras asociaciones judías se hicieron eco del reclamo, y el sitio Infobae le dio estado público. Estoy convencido de que el 95% de quienes envían sus hijos a esa escuela o de quienes caminan por su vereda no tienen la menor idea de quién fue monseñor Franceschi, ni saben cuáles eran sus opiniones y, de saberlo, probablemente las desaprobarían. Pero también estoy convencido de que el 100% de quienes se enteren de este episodio traído de los pelos lo van a interpretar como un ataque de los judíos contra los católicos. Sin embargo, el problema es más complicado todavía, porque la extemporánea iniciativa de la “cooperadora” no parece tener que ver con la relación entre católicos y judíos, que gente más responsable está conduciendo admirablemente por otros carriles, y luce más bien como un nuevo acto de micromilitancia del progresismo, inflamado por doce años de kirchnerismo, y lanzado a una guerra frontal contra la sociedad argentina, su historia, sus creencias y sus instituciones. Lo ocurrido recientemente con el debate sobre el aborto mostró que la sociedad recogió el guante y que ese desafío no va a quedar sin respuesta. La DAIA, Infobae y demás no deberían prestarse a agitar peligrosas, y deliberadas, confusiones como la promovida desde la “cooperadora”. Estos jueguitos son siempre riesgosos: a veces la chispa se apaga sin causar más daño, a veces encuentra a su alrededor elementos combustibles. Y nuestra triste Argentina no necesita de más enconos o divisiones. -S.G.