Territorio, soberanía y estrategia

Por primera vez desde su asunción, Milei se apartó de la retórica libertaria para encarar temas propios de un jefe de Estado

Ha sido la pasada una semana extraña en términos de las expresiones públicas del presidente: por primera vez desde que asumió su investidura, y creo que también por primera vez desde que abandonó su carrera de economista para lanzarse a la carrera política, Javier Milei habló de soberanía nacional. Su discurso público giró siempre en torno de las ideas de la libertad, principalmente en referencia a las libertades individuales, y más precisamente apuntado hacia las libertades económicas. Uno puede pensar que en sus tres meses de ejercicio al frente del gobierno, Milei ha debido contrastar aceleradamente las construcciones ideológicas que se aprenden en los libros con las exigencias de una realidad mucho más compleja.

Es posible que el frustrado derrotero de sus dos grandes portentos legislativos, y sus complicadas relaciones con los gobernadores provinciales —cuyo poder, como el suyo propio, emana del voto popular—, lo hayan ilustrado sobre los condicionamientos que el sistema democrático, representativo y federal le impone al presidente. Tal vez Milei haya comprendido, o empezado a comprender, que no hay libertad posible sin un Estado que la proteja, con las leyes y con las armas, con la educación y con la salud, con la moneda y con el crédito, y haya comprendido también que no hay Estado posible sin soberanía, es decir sin la capacidad para ejercer esa protección de la libertad de manera autónoma, sin interferencias externas, sobre toda la extensión de su territorio.

Hay algo, en cambio, que el presidente tiene muy claro: “No existe soberanía sin prosperidad económica y, como muestra toda la evidencia empírica, no existe prosperidad económica sin libertad económica”, dijo en su primera referencia al tema que mencionamos, en el aniversario de Malvinas. Milei completó de este modo la ecuación que sugiere que libertad, prosperidad, soberanía y Estado son cuestiones interdependientes, inextricablemente unidas, y que se apuntalan recíprocamente. Tal vez ahora que le toca sostener las riendas, el presidente haya comprendido que el Estado no es necesariamente una “asociación ilícita”, como enseñan sus maestros y como dijo tantas veces en campaña, sino un instrumento de la vida civilizada.

En el mensaje citado el presidente ratificó el “reclamo inclaudicable por la soberanía argentina sobre las Malvinas, Georgias del Sur y Sandwich del Sur y los espacios marítimos circundantes”. Pero subordinó el respeto de esa soberanía por un lado a una participación ordenada del país en la actividad económica mundial y por otro a la seriedad de sus dirigentes. “Para que los reclamos soberanos sean escuchados y respetados —dijo—, es condición necesaria primero que el país y su dirigencia sean respetados ya que nadie tomaría en serio el reclamo de defaulteadores seriales, corruptos, o dirigentes políticos que más que una visión de país lo que defienden es un modelo de negocios.”

La última parte de esta frase presidencial resulta particularmente interesante, porque las propuestas de campaña de Milei y más especialmente el abigarrado conjunto de iniciativas legales que envió al Congreso tan pronto inició su gestión, hablaban a juicio de sus críticos más de un modelo de negocios que de una visión de país. “Para que una Nación soberana sea respetada en el concierto de las Naciones hay dos condiciones esenciales que deben darse —dijo ahora el presidente—. Esa Nación debe ser protagonista del comercio internacional y también debe contar con fuerzas armadas capaces de defender su territorio frente a cualquiera que intente invadirlo. Nadie escucha ni respeta a un país que sólo produce pobreza, y cuyos políticos desprecian a sus propias fuerzas armadas”.

Otro punto de ese mensaje que llamó la atención fue la manera como el presidente reivindicó la figura del general Julio Argentino Roca como punto de referencia para su gestión. Ya lo había mencionado en su mensaje inaugural frente al Congreso, pero más bien como fuente de autoridad para sostener moralmente la exigencia de los rigores que se vendrían: “Nada grande, nada estable y duradero se conquista en el mundo, cuando se trata de la libertad de los hombres y del engrandecimiento de los pueblos, si no es a costa de supremos esfuerzos y dolorosos sacrificios”, fue la frase del líder de la generación del 80 elegida por Milei en ese momento.

Esta vez lo recordó como arquitecto del Estado, como “padre de la Argentina moderna”, como cabeza de una generación “que consolidó nuestra soberanía territorial y nos marcó el rumbo para cumplir tamaña tarea”. La idea de la amplitud territorial apareció varias veces en este mensaje: en la reivindicación citada de todos los archipiélagos y mares del Atlántico sur, y también en la mención de 3,5 millones de kilómetros cuadrados como territorio soberano de la Argentina, cifra que incluye el territorio antártico. La presencia argentina en la Antártida aparece como una preocupación reiterada en Milei, manifiesta tanto en el viaje que apenas asumido hizo al continente hasta la visita de hace unos días a Tierra del Fuego, compartida con la general estadounidense Laura Richardson.

La jefa del comando sur del ejército norteamericano quiso visitar las obras de la llamada Base Naval Integrada, un gran proyecto de infraestructura iniciado por gobiernos anteriores y en el que Washington recela alguna injerencia rusa o china. Como el gobernador provincial no quiso recibir a la militar estadounidense, Milei viajó imprevistamente para acompañarla en su visita, y ratificar una vez más lo que en varias oportunidades ha definido como una alianza estratégica de la Argentina con los Estados Unidos. Allí el presidente pronunció un mensaje en el que volvió sobre el tema de la soberanía, esta vez centrado en el territorio antártico. Si bien no anticipó explícitamente una participación estadounidense en la base, su lenguaje fue ambiguo: habló de “nuestra base” que convertirá a “nuestros países” en puerta de entrada a la Antártida.

“Este es el camino para seguir asegurando nuestro derecho soberano en la Antártida, territorio en el que fuimos el primer país en haber plantado bandera, el país con más bases permanentes y el único que tiene ciudadanos viviendo en el fin del mundo desde hace más de un siglo, cuando se fundó la base Orcadas en 1904”, recordó el presidente. “La falta de una base de este tipo en las últimas décadas ha tenido por efecto que el nexo logístico entre el continente y la Antártida haya sido nuestro país hermano de Chile, haciendo perder a la Argentina una oportunidad comercial y estratégica durante años y debilitando nuestro rol protagónico en el Atlántico sur”, dijo.

“Esto no es casualidad. Muchos gobiernos de la Argentina de distinto signo político en las últimas décadas se han llenado la boca hablando de soberanía, pero no han hecho nada por ella. No han hecho nada por defender nuestras fronteras territoriales y fluviales del ingreso del narcotráfico. No han hecho nada por investigar el terrorismo islámico que lamentablemente hemos sufrido. Y no han hecho nada por defender la integridad territorial de nuestro mar argentino, que año tras año ha sido invadido por pesqueros ilegales”, agregó Milei, trazando una síntesis difícil de refutar.

En el discurso de Ushuaia aportó precisiones sobre su idea de soberanía: “Nosotros estamos convencidos de que la soberanía no se defiende con aislacionismo y discursos rimbombantes, sino con convicción política y construyendo alianzas estratégicas con aquellos con quienes compartimos una visión del mundo”, dijo. “Hoy el mejor recurso para defender nuestra soberanía es reforzar nuestra alianza estratégica con los Estados Unidos y con todos los países del mundo que defienden la causa de la libertad.” Horas más tarde en Buenos Aires, y nuevamente en presencia de la general Richardson, Milei fue un paso más allá para hablar de “una nueva doctrina de política exterior”, asentada en alianzas estratégicas que, subrayó, no pueden estar basadas simplemente en intereses comerciales sino ancladas en valores comunes.

“Nuestra alianza con los Estados Unidos, demostrada a lo largo de estos primeros meses de gestión, es una declaración de la Argentina para el mundo”, avisó. El acento en lo simbólico fue una señal de prudencia, porque en lo práctico la “amistad” estadounidense nos fue siempre adversa, desde el ataque de la fragata Lexington contra el gobierno argentino en Malvinas en 1831 hasta el desmantelamiento del proyecto misilístico Cóndor en 1991. Milei prefirió hablar de los puntos compartidos entre las dos naciones, fundadas ambas, recordó, al calor de las ideas de la libertad. “Tanto el pueblo norteamericano como el argentino tienen en común que cuando las adoptaron pudieron emprender las expansiones territoriales más importantes de sus historias, a la altura de la ambición y vitalidad de sus pueblos”, dijo. Otra vez la preocupación por el territorio, otra vez el modelo de Roca.

“Él comprendió como nadie el mandato de una economía próspera y de unas fuerzas armadas respetadas como base de una Nación grande”, había dicho en su discurso del 2 de abril. “Todas las reformas que impulsamos hoy son para que los argentinos volvamos a ser libres y de esta libertad surja una Nación fuerte y próspera con poder real para reclamar por su soberanía y ser respetada por otras naciones. Pero, como demostró el presidente Roca, la economía por sí sola no alcanza. No hay soberanía, no hay respeto internacional por nuestros intereses, si la dirigencia política hace hasta lo imposible para ensuciar el nombre de nuestras fuerzas armadas”.

Propuso entonces “una nueva era de reconciliación con las fuerzas armadas que trasciende a este gobierno. Una era donde el apoyo a las fuerzas armadas venga acompañado de una economía próspera y pujante para que puedan contar con los recursos y la tecnologías necesarias para defender a nuestra patria con dignidad.” Por su parte, afirmó el compromiso de trazar, durante su gobierno, “una hoja de ruta clara para que las Malvinas vuelvan a manos argentinas.” En la semana que pasó, el discurso presidencial se apartó por un instante de la retórica libertaria para reflejar preocupaciones más propias de un jefe de Estado. Ahora deben hablar los hechos.

–Santiago González

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Alianzas y traiciones

Con una ingenuidad que ya nos costó cara en el pasado, la Argentina elige aliarse a una potencia en retroceso y de dudosa lealtad

Hace ya bastantes años conversaba una noche en la ciudad de México con un alto jerarca de la “contra” nicaragüense, el grupo insurgente financiado y armado por los Estados Unidos que combatía a los sandinistas de Daniel Ortega. Este hombre, un ex banquero culto e inteligente, autor de varios libros, sabía muy bien con qué bueyes araba, empezando por sus patrocinantes de la CIA, que le vendían armas a Irán y le entregaban ese dinero para su campaña. En algún momento, la charla giró hacia la colaboración de militares argentinos en la lucha contra los sandinistas, la buena relación que habían trabado con los norteamericanos, y la medida en que esa relación pudo haber alentado el desembarco en Malvinas. “Me resulta inconcebible la ingenuidad de los argentinos al confiar en los gringos”, me dijo. “No lo puedo creer.”

Recordé varias veces esa conversación al observar las opciones y alineaciones adoptadas por el gobierno de Javier Milei en materia de política exterior, y volví a recordarla este fin de semana al leer una muy buena nota de Raúl Kollmann en Página/12 acerca de la reciente e inusitada visita a Buenos Aires del actual director de la CIA William Burns. Más que inusitada porque, como cuenta el periodista, nunca jamás un director de la agencia se dignó siquiera a brindar en Washington a un par argentino algo más que un saludo protocolar, ni hablar de venirse de visita por aquí. Burns ya se había reunido en los Estados Unidos con el jefe de gabinete Gustavo Posse, y ahora volvió a hacerlo en Buenos Aires, incluyendo en la conversación al jefe de la inteligencia local, el abogado Silvestre Sívori.

Según dice Kollmann, la visita de Burns -al igual que las anteriores del secretario de Estado, Antony Blinken, la jefa del Comando Sur, Laura Richardson, y el consejero de Seguridad, Jake Sullivan- tiene un propósito geopolítico sustancial para Washington, que es el de contener la creciente influencia china en esta parte del hemisferio. La nota enumera varios motivos de preocupación estadounidense específicos de la Argentina, en general relacionados con opciones de compra, contratación o concesión, como es el caso de los aviones caza, la construcción de una central nuclear o la explotación del litio, respecto de las cuales pueden acumularse argumentos en favor o en contra.

Pero el punto más inquietante en este nuevo relacionamiento con la potencia del norte tiene que ver con la llamada Hidrovía, la administración del río Paraná, principal boca de salida de la producción cerealera argentina, y también paraguaya, sobre la que operan una gran acopiadora y exportadora china y en la que hay por lo menos dos puertos bajo administración china. Y por la que también salen, principalmente dirigidas a puertos europeos, toneladas de cocaína procedente principalmente de Bolivia. La violencia del narco rosarino se explica porque los exportadores de droga pagan en especie los “servicios de rampa” locales que facilitan sus embarques. Es claro que algo hay que hacer con la hidrovía, que también plantea problemas técnicos relacionados con la navegabilidad, tales como el dragado.

El nuevo gobierno ha aceptado entonces una oferta de colaboración llegada desde Washington que abre la puerta a una potencia extranjera para que ésta pueda, en el mejor y más inocente de los casos, informarse en tiempo real sobre lo que ocurre en nuestros ríos interiores. Recientemente, la Administración General de Puertos (AGP) firmó un amplio acuerdo que, según Kollmann, “pone la Hidrovía prácticamente en manos del Cuerpo de Ingenieros del Ejército de Estados Unidos, con el argumento de que harán estudios técnicos y de dragado.” Ese cuerpo administra actualmente la cuenca del río Mississippi, en varios aspectos similar a la del Paraná.

“Este es el inicio de una nueva etapa en la gestión de la vía navegable, aprovechando los conocimientos técnicos que genera este acuerdo para seguir mejorando en la gestión de recursos, en los sistemas de tecnificación de dragado y balizamiento y para seguir profundizando la capacitación de los cuadros técnicos”, señaló el interventor en la AGP, Gastón Benvenuto, respecto del acuerdo logrado. La embajada estadounidense fue un poco más allá al hablar de “garantizar operaciones portuarias de vías navegables eficientes y transparentes en medio de dinámicas ambientales en evolución, incluyendo las realidades del cambio climático y la necesidad de mejorar las medidas de seguridad para combatir actividades ilícitas en las operaciones de vías navegables”.

Este último punto abre demasiados interrogantes como para ser pasado por alto. ¿Un cuerpo del ejército de los Estados Unidos con injerencia en “medidas de seguridad” para combatir “actividades ilícitas” en nuestro territorio? ¿Tiene esto algo que ver con la insistencia del jefe de la CIA, señalada por Kollmann, en la legislación que permita a las fuerzas armadas intervenir en la seguridad interna? Burns se entrevistó también con Patricia Bullrich pero, según el periodista, su interés no tiene que ver en particular  con el narcotráfico, sino más bien con la insurgencia y la protesta social. El combate contra el narcotráfico puede servir, sin embargo, como justificación para esta clase de iniciativas, que se sabe cómo empiezan pero no cómo terminan.

Unos años antes de mi conversación con la fuente nicaragüense en el Distrito Federal, el mexicano nacionalizado estadounidense Enrique “Kiki” Camarena había caido abatido más al norte, en Michoacán, según se dijo entonces a manos de los grandes narcos que estaba investigando como agente encubierto de la DEA. Pero casi 30 años después, en 2013, una pesquisa periodística conducida por la cadena Fox determinó que Camarena fue en realidad asesinado por la CIA cuando descubrió que Washington protegía el contrabando de droga a los Estados Unidos como fuente alternativa de fondos (el Congreso se los negaba) para sostener a los rebeldes antisandinistas de los que habíamos hablado.

Mi anfitrión naturalmente ignoraba esos detalles, pero seguramente conocía otros que le permitían dudar de las lealtades de sus auspiciantes del norte. Con el tiempo, las traiciones estadounidenses se volverían más visibles, más desembozadas, y más crueles con aquéllos que se les acercan con actitud servil. En 1990, Manuel Noriega, un dictador militar panameño que había trabajado durante años para la CIA, reclutado por George Bush padre, fue capturado por el ejército estadounidense mediante una operación relámpago en la que murieron unos 3.000 panameños que nada tenían que ver con nada. Noriega fue a parar a una cárcel de Miami de la que no salió nunca. Probablemente sabía algo que no debía divulgarse. Murió en 2017.

El musulmán suní Saddam Hussein estuvo a sueldo de la CIA por lo menos desde 1959, y con apoyo de la agencia su partido Baath llegó al poder en Irak en 1963 para conducir una sangrienta persecución contra comunistas e izquierdistas varios, ateniéndose a una nómina provista por sus padrinos estadounidenses. A partir de 1980 lanzó una guerra despiadada contra sus vecinos iraníes, musulmanes chiís, entusiastamente apoyada con armas y pertrechos por los Estados Unidos e Inglaterra, que le suministraron incluso armas químicas. A pesar de ese apoyo, de casi triplicar en población a Irán, y de ocho años de guerra terriblemente costosa en vidas, Irak no logró doblegar el patriotismo de la nación persa.

Occidente perdió interés en Saddam y poco a poco lo fue incorporando a su galería de villanos internacionales, con acusaciones probablemente fundadas pero convenientemente exageradas sobre persecusiones a opositores y minorías. Bush padre lanzó una expedición contra Saddam cuando éste invadió Kuwait por una reyerta petrolera, y Bush hijo completó la tarea con otra expedición que literalmente destrozó el país, causó miles de muertos, violó los derechos humanos de todas las maneras posibles, saqueó o arruinó sus tesoros arqueológicos, y condujo a la captura y posterior ahorcamiento de su antiguo aliado. Lo acusaron de guardar las armas químicas que le habían enviado para usar contra Irán, pero nunca aparecieron.

En la primera década de este siglo el líder libio Muammar Gaddafi había dejado de fomentar insurgencias izquierdistas en el mundo árabe y en el África negra, ya no hablaba de panarabismo, había moderado su discurso y estaba preparando la entrega del poder a su hijo Safir, educado en la London School of Economics y gratamente acogido en los salones de la élite europea. Libia llegó a tener un asiento transitorio en el Consejo de Seguridad de la ONU y en 2009 Gaddafi pronunció ante la Asamblea General un recordado discurso en el que valoró la presencia de Barack Obama, que lo había precedido en el uso de la palabra, como un “hijo de África” llegado a la presidencia de los Estados Unidos.

Pero dos años después, la ambiciosa secretaria de Estado de Obama Hillary Clinton, deseosa de mostrarse enérgica y “presidenciable”, aprovechó los coletazos de la llamada “primavera árabe” en Libia, envalentonó y armó a los opositores, provocó la reacción de Gaddafi, y sobre esa base, y con el apoyo de Francia y de grupos árabes suníes enemistados con el libio, cada uno guiado por sus propios intereses, logró que las Naciones Unidas dieran vía libre a una implacable campaña de bombardeos conducidos por la OTAN, que terminaron con el asesinato de Gaddafi por un agente francés, y con una implosión de la nación libia de la que apenas está empezando a recuperarse, por supuesto bajo dominio de los intereses petroleros extranjeros.

El último aliado notable de los Estados Unidos se llama Volodomyr Zelensky. En una nota del año pasado me preguntaba si el líder ucranio era traidor o traicionado. A esta altura ya se puede responder que lo definen las dos cosas. Alentado por la camarilla neoconservadora del Departamento de Estado que puso a Victoria Nuland a cargo de Ucrania, Zelensky traicionó a su pueblo al entregarlo como carne de cañón para la guerra de desgaste que los Estados Unidos libran contra Rusia en territorio ucranio. Y a su vez fue traicionado por Washington con la falsa promesa de una victoria frente a Moscú imposible de alcanzar. Ahora los fondos de inversión se abalanzan sobre los despojos de un país quebrado y agotado. Es claro que los Estados Unidos no tienen el menor respeto por Zelensky, ni por Ucrania ni por su pueblo.

Con la misma ingenuidad de los militares que sorprendía a mi interlocutor nicaragüense, el gobierno de Javier Milei ha proclamado una alineación irrestricta con los Estados Unidos, y la diplomacia norteamericana ha aprovechado rápidamente la oportunidad de cimentar en la Argentina un dique de contención contra China, en una región donde Washington no goza de demasiadas simpatías. La movida es comprensible desde el punto de vista de los intereses estadounidenses, pero más dudosa desde el punto de vista argentino: elegimos un amigo de incierta lealtad y cerramos filas con una potencia que perdió el rumbo, como lo evidencia tanto su declinante relevancia en el mundo como la degradación de su propia sociedad.

Todos los episodios enumerados en esta nota han ocurrido tanto bajo administraciones demócratas como republicanas. Es cierto que Donald Trump representa algo distinto respecto de la casta que viene conduciendo sostenidamente al país del norte por el camino de la decadencia; también es cierto que Trump representa más cabalmente al ciudadano medio de los Estados Unidos que cualquier figura de esa casta. Pero todavía no es claro en qué medida el punto de vista diferente expresado por Trump cuenta con la masa crítica suficiente como para hacerse cargo ampliamente del gobierno, ganar la batalla cultural, sostenerse en el tiempo, y generar su propio recambio.

–S. G.

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Improvisación

Carente de programa, experiencia y equipo Milei aprende a gobernar gobernando, un drama político y humano hasta ahora sin resultados

Por estos días, los argentinos somos testigos, y también protagonistas, de un drama político y humano que no tiene precedentes propios y probablemente tampoco ajenos. Drama es todo lo que se representa, lo que aparece a los ojos. Y lo que aparece ante nuestros ojos, en buena medida gracias a la televisión, es un nuevo gobierno con un drástico y ambicioso proyecto de reformas políticas y económicas, propuesto por un presidente que lo conduce con modos disruptivos y convicción mesiánica, acompañado por un elenco burocrático en general de extracción corporativa y sin mayor historia en la función pública.

Pero lo que hacen los actores en escena no es lo más interesante del drama, sino lo que esas acciones sugieren; no es la trama que se desenvuelve al alzarse el telón, sino el envés de esa trama, los hilos que se cruzan por detrás para dibujar la figura que vemos. Y el envés de esta trama, al que accedemos en buena medida gracias a la crónica escrita, revela un gobierno que, si bien tiene objetivos claros, carece de programa para lograrlos, es conducido por un líder inexperto que jamás se preparó para ese nivel de responsabilidades, al que acompaña un equipo de colaboradores reunido al azar, desparejo en sus capacidades, cuyos miembros apenas si comienzan a conocerse entre sí.

Nunca podríamos entender este momento de nuestra historia si no prestáramos atención simultáneamente tanto a lo que se ve como a lo que no se ve, al drama político y humano que representa un programa de gobierno radical en sus intenciones pero cuya ejecución se va dibujando y corrigiendo cada día, un presidente que va aprendiendo sobre la marcha los gajes del oficio, un conjunto de asistentes que se reconfigura continuamente, seguramente al compás de los dos procesos anteriores, y que alcanzados los primero cien días de gobierno todavía no ha logrado completarse.

Estamos frente a un drama que se escribe a medida que se desenvuelve la acción. El género no es novedoso: en la jerga teatral se lo conoce como improvisación. Una improvisación a cargo de actores no profesionales, más o menos conducidos por un director de escena apasionado e imaginativo, seguro de su talento y convencido de que le espera el aplauso, que va proponiendo el guión a medida que avanza el espectáculo, sorteando dificultades y giros inesperados. Y afrontando, incorporando a su juego, los condicionamientos que le imponen la sala alquilada y los actores profesionales que por contrato debe sumar a su representación.

Como en los experimentos más audaces del teatro moderno el público no es aquí ajeno a la acción. Es más, está obligado a participar. Los actores lo interpelan, lo seducen, lo insultan, lo someten a rigores impensados, le imponen sufrimientos, lo humillan y le prometen al mismo tiempo un gran final brillante con toda la compañía. A la vez agobiado y fascinado, el público se entrega al juego como quien forma parte de un reality show, acompaña con entusiasmo o resignación la danza que le propone el maestro de escena, y su interés no decae mientras el drama que lo envuelve se desenvuelve. Dicen los encuestadores.

* * *

Quizás sea esa fascinación ante lo desconocido lo que todavía sostiene las expectativas respecto de un gobierno que en sus primeros cien días de gestión no ha logrado aprobar una ley ni anotar un punto en favor de una ciudadanía agobiada por décadas de decadencia, empobrecimiento y falta de rumbo. Nada. El oficialismo se enorgullece de una baja de la inflación conseguida a fuerza de una vertiginosa licuación de pesos y de una recesión inducida y brutal, y se vanagloria de un equilibrio fiscal conseguido a fuerza de postergar pagos a las provincias y los proveedores, y de reducir a niveles miserables los haberes jubilatorios.

Nada de eso es sostenible en el tiempo. Y el tiempo corre.

Para explicar esta impotencia hay que volver a los tres factores deficitarios mencionados al comienzo: programa, liderazgo, ejecución.

* * *

A pesar de sus baladronadas de campaña, cuando Javier Milei se impuso en el ballotage carecía de programa alguno, más allá de cierto conjunto de medidas básicas que consideraba imprescindibles para empezar a sanear la economía. En ningún momento había denunciado urgencias, ni la necesidad de tratamientos drásticos y perentorios. Al contrario, siempre dio a entender que era posible un procedimiento progresivo, separado incluso en generaciones, de tal manera que los cambios resultaran lo menos gravosos que fuese posible para una población que ya venía fuertemente castigada.

Entonces, vaya uno a saber movido por qué razones, tal vez queriendo dar mayor espesor a sus medidas básicas para que lucieran como un programa, tal vez buscando impresionar con la amplitud y la contundencia, cometió el primer error de su flamante gestión: compró llave en mano un paquete de iniciativas, reformas y derogaciones legislativas compiladas por Federico Sturzenegger en consulta con lobbistas sectoriales, muchas de ellas contradictorias con el interés nacional, contradictorias entre sí, y contradictorias incluso con las ideas defendidas por el propio Milei.

A ese paquete el presidente agregó sus ya conocidas iniciativas básicas, y reunió todo en dos instrumentos normativos gigantescos cuya aprobación perentoria e indiscutida reclamó al Congreso. Ése fue su segundo error. Milei y sus nuevos consejeros creyeron que iban a impresionar a una clase política todavía aturdida por el resultado electoral arrojándole más de un millar de modificaciones legislativas por la cabeza, y a convencer de su necesidad y urgencia a una ciudadanía que todavía no había asimilado el impacto de las transformaciones desatadas por su propio desempeño electoral.

Nada de eso ocurrió. Los actores profesionales del drama nacional se recompusieron rápidamente, cada uno haciendo lo que mejor sabe hacer: la izquierda provocó disturbios en los alrededores del Congreso, la CGT organizó el paro general más temprano que haya soportado gobierno alguno, y los legisladores lograron voltear totalmente uno de los mamotretos legislativos y parcialmente el otro, que los partes médicos describen como con respiración asistida y pronóstico reservado. El gobierno no encontró mejor respuesta que extorsionar a las provincias para que sus gobernadores incidan sobre la conducta de diputados y senadores.

El tercer error de Javier Milei fue haber confiado la conducción de la economía a un operador de mesas de dinero como Luis Caputo. El ministro hizo lo que han hecho muchos gerentes financieros en la historia de las empresas fallidas: mostrar al directorio un balance positivo, ocultándole al mismo tiempo que la manera de lograrlo conduce inevitablemente a la quiebra de la compañía. Sus decisiones han sido tan brutales como insostenibles, y en todos los casos inconducentes porque no resuelven nada de fondo. Su éxito depende de tantas variables que más parece un juego de dados que un ejercicio racional.

* * *

Todo esto lleva a reflexionar sobre el segundo de los factores anotados, el del liderazgo. El liderazgo implica primero saber escuchar, porque el líder no lidera cuerpos inertes sino personas con sus propias necesidades, intereses, opiniones y extravagancias; implica seguidamente saber decidir, en oportunidad (lo que hoy funciona, mañana tal vez no) y en alcance (lo que se decida debe ser de cumplimiento posible); e implica, por último, como insistía Fernando Henrique Cardozo, saber explicar: el liderado debe conocer, dentro de límites razonables, qué se le exige, por qué, cuáles son los resultados que se esperan, y en qué plazos.

Según dice Mauricio Macri, el presidente sólo escucha a su círculo más estrecho, que incluye a su hermana y su jefe de gabinete. A juzgar por los ejemplos citados más arriba, su sabiduría en cuanto a la toma de decisiones no ha demostrado ser particularmente notable. Y la voluntad de explicar sus arbitrios ha sido nula: desde que llegó a la presidencia sólo ha conversado con periodistas que no le hacen preguntas (con excepción de Samuel Gelblung), y la única vez que se dirigió a sus votantes, en un aparte de un discurso más amplio, fue sólo para pedirles “confianza y paciencia”.

La comunicación oficial transita por dos canales favoritos: las gacetillas formales de la Oficina del Presidente, en general encaminadas a instalar la lógica favorita del populismo (ellos o nosotros), y los mensajes por las redes sociales, especialmente en Twitter (X) donde Milei participa activamente, en general orientados a insultar y descalificar de la manera más torpe a cualquiera cuya opinión adversa mortifique al gobierno. Ambos canales se emplean también para promover como hazañas tonterías irrelevantes pero emotivas como el cierre de Télam, la venta de autos oficiales, o el traslado de los funcionarios en vuelos de línea.

Según denuncias periodísticas, el gobierno aparta fondos reservados de la agencia de inteligencia para solventar una verdadera tropa de activistas de las redes, que usan cuentas pagas de Twitter (X) para atacar masivamente a figuras circunstancialmente urticantes para el oficialismo: los hemos visto, en ocasiones sucesivas, ensañarse con el gobernador de Chubut Ignacio Torres, con la vicepresidente Victoria Villarruel, y con el presidente de la Unión Cívica Radical Martín Lousteau.

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El tercero de los factores mencionados es el de la ejecución. Milei ha dejado en claro que su prioridad es la macroeconomía, la seguridad y las relaciones exteriores. De Luis Caputo ya hemos hablado, de Patricia Bullrich sólo cabe decir que se empecina en combatir el narcomenudeo en lugar de impedir que la droga ingrese al país, o por lo menos ingrese a Rosario, con lo que también atacaría la corrupción policial, judicial, política y financiera relacionada con el narco. Diana Mondino ha contribuido en su área con una serie de bloopers lesivos para los intereses nacionales, como los que tuvieron que ver con Malvinas o con el ingreso a los Brics.

El resto de la gestión estatal parece ser para el flamante presidente un mundo extraño, por el que no siente demasiado interés y del que con gusto se desprendería. Salud, educación, justicia, cultura, deporte se le presentan no mucho más que como problemas presupuestarios. Varias de esas áreas quedaron bajo la conducción de Sandra Pettovello, en un megaministerio llamado de Capital Humano, cuyos funcionarios asumen, renuncian, cambian de ubicación y se reciclan a ritmo vertiginoso sin haber logrado ninguno de ellos definir alguna política digna de mención.

Hay muchas áreas del Estado cuyos responsables todavía no han sido designados, y en el mejor de los casos continúan a cargo de los funcionarios del gobierno anterior, simplemente porque en La Libertad Avanza nunca nadie se puso a pensar seriamente en el tema, porque no había nadie que lo hiciera o porque nunca nadie creyó seriamente que llegarían al gobierno. El programa de privatizaciones que contempla la administración Milei tiene más que ver con el interés de algunos por quedarse con determinadas empresas estatales que con un plan de racionalización meditado y responsable.

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Milei se acerca al límite de ese período de tolerancia concedido siempre a todo gobierno que se inicia. Su nivel de aprecio sigue siendo alto, en buena medida porque la población sabe que muchas de sus penurias vienen de lejos, y entiende que su agravamiento presente tal vez sea parte de la sanación futura. Y también en buena medida porque la población cree en la honestidad del presidente: nadie dio demasiada importancia a la especie de que se había aumentado el sueldo a escondidas. Milei está todavía a tiempo de corregir el rumbo, revisar su elenco de colaboradores, retomar sus promesas electorales, repasar sus videos de campaña y restablecer el diálogo con sus votantes.

“Aprendiendo a vivir se va la vida”, dice el refrán. El presidente está aprendiendo a gobernar gobernando; esto ocurre siempre, en verdad, y siempre es difícil. Y más difícil en las circunstancias actuales de nuestro país. El Financial Times cerró su entrevista a Milei con esta frase suya: “¿Cómo me puede ir mal si estoy haciendo exactamente lo que dicen los libros?” El diario inglés llamó así la atención sobre la debilidad mayor del presidente: su confianza ciega en la ideología, en los modelos matemáticos.

Pero una nación no es un modelo matemático, ni una hoja de balance. Una nación es un organismo vivo, con su historia, sus ambiciones, sus sueños, sus orgullos y sus vergüenzas, su celosa defensa de la tierra y de la prole. Una nación está integrada por personas que piensan como él y personas que piensan diametralmente lo opuesto, personas que lo quieren y personas que lo detestan, personas que creen en un Dios, en otro Dios o en ninguno. Su misión es amalgamar sus voluntades y lograr que lo sigan. Si no la política, la convicción mesiánica del presidente debería ayudarle a comprenderlo.

–Santiago González

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La vencida

Milei redobla la apuesta para imponer a una población abatida políticas de disciplina económica y social que ya fracasaron dos veces

Javier Milei se dio cuenta de que no hay en el país oposición en condiciones de hacerle frente, y en su primer discurso ante el Congreso se dedicó consciente y deliberadamente a humillar, insultar y desafiar a quienes considera sus rivales: políticos (gobernadores, legisladores), sindicalistas, dirigentes sociales, ciertos empresarios. A dos de ellos los mencionó por sus nombres -Cristina Kirchner y Sergio Massa- para colocarlos como emblema del campo enemigo en mérito a su pésima imagen. Y en un ejercicio supremo de desprecio, después de haberlos fustigado sin descanso durante más de una hora de discurso, invitó a todos ellos a agachar la cabeza, lamer la mano de amo, y plegarse a sus designios. O quedar para siempre marcados por la infamia y el oprobio.

Pese a su debilidad de origen -no tiene partido, no tiene gobernadores, tiene pocos legisladores- el presidente se dio el lujo de hacer semejante demostración de fuerza porque el peronismo, amaestrado y domesticado por los Kirchner de manera no muy distinta de la que emplea Milei, carece hoy de identidad, propósitos y dirigentes. El PRO marcha hacia su disolución bajo la firme guía de Patricia Bullrich, decidida a fundirlo con el oficialismo libertario no obstante la resistencia tardía y desganada de Mauricio Macri. El radicalismo sigue atrapado en su perplejidad histórica, que le impide tomar posición en los momentos críticos porque teme perder los resortes de poder que controla bajo cuerda. El resto no es más molesto que una oleada de mosquitos.

En un país con los niveles de pobreza e indigencia que muestra la Argentina, y con una enorme mayoría de trabajadores informales o independientes, el poder de los otrora poderosos sindicatos es más un recuerdo folklórico que un arma eficaz, excepto en algunos gremios puntuales como bancarios o camioneros. De manera que el único frente de batalla que a los ojos de Milei aparece como significativo es el que le plantean los gobernadores, a los que tal vez injustamente atribuye el fracaso de su ley ómnibus en el Congreso. El ataque feroz que lanzó contra el de Chubut, mayormente un aliado, sólo se explica en el marco de esa percepción. Pero el presidente cree haber descubierto el arma capaz de doblegar cualquier conato de independencia provinciana: la plata.

En un ejercicio retórico lindante con la perversión, Milei se presentó como lo distinto: “Nosotros no vinimos a jugar el juego mediocre de la política, no vinimos a prestarnos al toma y daca de siempre”, dijo en su discurso. Y de inmediato les propuso a los gobernadores ese mismo juego, como si se tratara del único lenguaje que a su juicio entienden. Les planteó una especie de acuerdo, que llamó Pacto de Mayo, pero con condiciones, instruyendo a sus ministros a que “convoquen a los gobernadores de todas las provincias argentinas a la Casa Rosada para firmar un pre acuerdo y sancionar tanto la ley bases [ley ómnibus] como un paquete de alivio fiscal para las provincias.” Plata a cambio de las leyes que supuestamente sabotearon. Toma y daca.

La oferta vino acompañada de su correspondiente cuota de humillación: “Debo ser honesto en decirles que no tengo demasiadas esperanzas de que tomen este camino. Creo que la corrupción, la mezquindad y el egoísmo están demasiado extendidos. Pero si bien no tengo demasiadas esperanzas, tampoco las he perdido”, les dijo a los gobernadores. Y acto seguido, como si hiciera falta, les bajó todavía más el precio: “Quiero ser claro acerca de la naturaleza de esta convocatoria: nuestras convicciones son inalterables. Ordenaremos las cuentas fiscales de la Argentina con o sin la ayuda del resto de la dirigencia política.” La invitación, quiso decir, no tiene propósitos prácticos sino sólo dejar en evidencia a quienes “se resisten a perder sus privilegios, sus negocios o su comodidad.”

Milei dedicó la primera y más extensa parte de su discurso a describir la deplorable herencia arrojada por veinte años de kirchnerismo, con entreacto incluido. Es imposible no compartir esa descripción, salvando su insistencia en poner el foco en el robo de gallinas y hacer la vista gorda respecto del robo del gallinero. Lo primero es fácilmente comprensible para el público, y sumamente irritante porque entraña privilegios y desigualdades que se sufren a flor de piel. Lo segundo es difícil de explicar de manera sencilla, suele afectar la integridad o el patrimonio nacional, y sus actores no son caras conocidas de la política o la economía sino esos personajes misteriosos, elegantemente acompañados, que a veces exclaman “¡Viva la libertad!” desde los palcos del Congreso.

En ese marco, el presidente propuso en su mensaje otras nueve leyes “anticasta”, de las cuales seis se ocupan de tonterías capaces de emocionar al público, y tres tocan temas que merecen la atención, dos sindicales y uno político. Es importante legislar sobre la democracia interna en los sindicatos y limitar la reelección de sus dirigentes, aunque es dudosa la prudencia de hacerlo en momentos de peligrosa conflictividad como los que se avecinan. En cambio es muy acertado dar prioridad a los convenios colectivos por empresa respecto de los sectoriales: protege a las pymes. También es razonable eliminar el financiamiento público de los partidos: sólo ha servido para hacer negocios con los “sellos de goma”, y no ha reducido la influencia de los “donantes privados” en la política.

Pero el corazón de la parte propositiva del mensaje presidencial, la “novedad” que sus voceros venían anticipando a lo largo de la semana aunque al parecer ninguno sabía bien de qué se trataba, fue el llamado Pacto de Mayo, un documento de diez puntos cuyas veleidades fundacionales no guardan proporción con su modesto contenido -algunas precisiones muy concretas, las que le importan a Milei, junto a transitadas expresiones de deseos-, y que el gobierno presentó separadamente, impreso con una tipografía cuyo estilo evoca el de las actas y pactos que precedieron a la sanción de la Constitución Nacional.

“La realidad es que hoy nos encontramos frente a un punto de inflexión”, dijo el presidente. “La crisis que hemos caracterizado es mucho más profunda que simplemente material: es una crisis de horizonte porque todo lo que hemos probado los argentinos en los últimos 100 años ha fracasado. Ya no quedan opciones: la conclusión lógica es que la única alternativa posible es hacer algo diametralmente distinto a lo que se ha hecho en el pasado. Eso es lo que estamos intentando hacer nosotros: volver a las bases volver a las ideas que hicieron grande a este país.”

La afirmación presidencial merece por lo menos dos observaciones. Primero, no todo lo que se hizo en los últimos 100 años fracasó: en ese lapso, la Argentina como país conoció por lo menos dos momentos muy buenos, envidiables si los miramos desde hoy, con excelentes niveles de desarrollo económico y humano. Sería mucho más útil estudiar esos momentos, y las razones por las que se frustraron, que descartarlos en bloque. La aseveración de Milei habría resultado acertada si se hubiese limitado a los últimos 50 años, que no tienen redención posible.

La segunda observación sobre el postulado del mandatario tiene que ver con la idea de que la solución para nuestros problemas pasa por hacer exactamente lo opuesto de lo que se hizo en el pasado. Esto, dicho así, es un disparate: ¿De qué pasado habla Milei? Supongo que se refiere a los últimos 100 años. ¿El de Perón, entonces, el de Onganía, el de Videla, el de Alfonsín, el de Menem, el de Kirchner, por mencionar sólo a los que dejaron una huella más marcada, todos distintos entre sí? ¿Lo opuesto a qué, de toda esa serie, deberíamos hacer?

Milei parece dar una pista cuando propone “volver a las bases, a las ideas que hicieron grande a este país”. Cuando usa la palabra “bases” -como en los dos megaproyectos que envió al Congreso- el presidente remite a Alberdi, a quien debemos la Constitución Nacional pero no la construcción nacional. Quienes hicieron grande a este país, quienes lo organizaron, le dieron códigos e instituciones, le proporcionaron educación y salud, los que aprovecharon el marco constitucional de Alberdi para poner a la Argentina al tope de las naciones del mundo fueron los miembros de la generación del 80, todos profundamente patriotas, nacionalistas, industrialistas y proteccionistas. Como el propio Alberdi, por otra parte, que era liberal pero no tonto.

Detrás de las palabras del presidente asoma su rostro desagradable una vieja grieta que nos viene enfrentando a los argentinos desde hace mucho tiempo, atizada por quienes se benefician de nuestra desunión. Hace algunos años, los términos de esa separación se distinguían según unas tríadas que la definían a lo largo de la historia: San Martín-Rosas-Perón, para los nacionalistas; Mayo-Caseros-Libertadora, para los liberales, que no creen en personalismos. ¿Quién falta aquí, quién no encaja? Julio Argentino Roca, el fundador de la nación moderna, el hacedor, el estadista. Liberal y nacionalista, inasible para las facciones.

La “vuelta a las ideas que hicieron grande a este país” es una frase efectista, pero vacía de contenido. Las ideas no agrandan ni empequeñecen nada, sólo brindan un marco ideológico e institucional para la acción, y ese marco -salvada la desdichada reforma de 1994- sigue en pie, está vigente, no necesitamos volver a él porque nunca nos fuimos, por lo menos desde 1983: sólo hay que aplicarlo. Lo que hizo grande a este país no fueron las ideas por sí mismas, sino la traducción de esas ideas en hechos, la visión estratégica, la gestión administrativa. En suma, la política, la sabiduría política de toda una generación.

Los diez puntos del Pacto de Mayo que Milei propuso no sólo a los gobernadores, sino también a los líderes políticos y los ex presidentes (eufemismo por Mauricio Macri), carecen de cualquier visión estratégica, no postulan un rumbo ni configuran un destino, están despojados de ese “proyecto sugestivo de vida en común” que Ortega y Gasset consideraba intrínseco a la idea de nación. Son en el mejor de los casos reglas de comportamiento tendientes a asegurar que el capital extranjero no encuentre obstáculos para explotar los recursos naturales y humanos del país, ni desórdenes o arbitrariedades administrativas que afecten sus operaciones.

Esos eventuales inversionistas extranjeros fueron en realidad los destinatarios de toda la gestión de Milei hasta el día de la fecha: a ellos estuvieron dirigidos los proyectos más controvertidos de sus dos poderosos instrumentos normativos -el decreto de necesidad y urgencia y la ley ómnibus-, a ellos estuvo dirigida la estrategia de poner innecesariamente la economía nacional en coma inducido para impresionarlos con la velocidad de los resultados, a ellos estuvo dirigido en definitiva el primer mensaje del presidente ante el Congreso nacional. Milei lo dejó inadvertidamente en evidencia en el último párrafo de su discurso de más de una hora cuando se dirigió por fin “a los argentinos” (¿a quién le había hablado hasta entonces?) para pedirles paciencia y confianza.

Milei, ¡ay!, está muy lejos de Roca y muy cerca de Martínez de Hoz y de Menem, al que reivindicó en un tramo de su discurso. Sus diez puntos apuntan en la misma dirección de las políticas que se intentaron aplicar en la década de 1970 y en la década de 1990, ambas alejadas y más bien contrarias a cualquier programa soberano. Esas dos experiencias fracasaron, pero con costos enormes para el bienestar de la gente, el patrimonio nacional y el destino de la Argentina como país independiente, y ahora estamos frente a lo que parece ser la tercera. Consciente de la postración política, social y económica en que se encuentra el país que le tocó gobernar, el presidente confía en que pueda ser la vencida.

–Santiago González

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La traición

Décadas de fracasos, retrocesos y caídas carentes de explicación racional exigen incorporar un nuevo ítem al análisis político

¡Doblega, Dios piadoso, el filo de los traidores
capaz de devolvernos a aquellos días cruentos
y hacer llorar a la pobre Inglaterra ríos de sangre!
¡Que no vivan para disfrutar de su grandeza
quienes con su traición hieran la paz de esta hermosa tierra!

W. Shakespeare: Ricardo III, Acto V, escena 5

Que un país como la Argentina, octavo en extensión en el planeta, con todos los recursos naturales imaginables, una población razonablemente bien educada, sin conflictos raciales ni religiosos, con la experiencia de integración cultural y social más exitosa del mundo moderno, con figuras presentes en el top ten de casi cualquier actividad o disciplina conocida, con el temple decidido, aguerrido y patriótico que demostró en Malvinas, que un país con estas características no haya podido levantar cabeza desde hace casi cien años es un enigma para propios y ajenos. Hemos tratado de explicar ese estancamiento a partir de contradicciones reales o imaginarias supuestamente no resueltas, sean ideológicas, sociales e incluso geográficas; hemos hablado de la falta de un proyecto nacional, hemos hablado de la degradación de la representación política, hemos hablado de la corrupción, del populismo, del clientelismo, hemos hablado de todo… menos de la traición.

La omisión es llamativa, porque la traición recorre toda nuestra historia como un río envenenado, desde las invasiones inglesas, cuando empezamos a imaginar para nosotros un destino de nación independiente, hasta este presente incierto que se ofrece a nuestros ojos. La traición parece ser un secreto vergonzoso que es preferible hacer a un lado, remitir al desván de la memoria, ocultar. Décadas atrás, una editorial porteña compró los derechos de un libro escrito por un académico canadiense sobre las relaciones entre la Argentina y Gran Bretaña en el siglo XIX, pero lo hizo para no publicarlo y evitar que se conociera aquí. ¿Cuál habría sido el problema de enterarnos y saldar las cuentas con la historia? ¿Que el conocimiento de las traiciones pasadas llamase la atención sobre las traiciones presentes?

La traición ha sido motivo de inquietud desde que los hombres comenzaron a agruparse en tribus, pueblos o naciones, y a preocuparse por su cohesión, seguridad y superviviencia. La palabra es heredera del latín trado, cuya raíz do significa entregar, capitular, ceder al otro (trans). Los traidores de Homero lucen deformidades físicas; los de la Biblia son moralmente repulsivos. Shakespeare pide a Dios que le niegue la vida a quienes hieran con su traición la paz de Inglaterra. Dante reserva para los traidores una sección del noveno círculo del infierno, el más profundo, allí donde mora el mismísimo Demonio. Podría llenarse una biblioteca con la literatura jurídica, política y filosófica acerca de la traición.

Es claro que estamos hablando de la traición estratégica, de la traición a la patria. Sobre la traición táctica del hombre público, la traición a la palabra empeñada o a las promesas de campaña, la traición facciosa o de partido, vale la cáustica reflexión de Maquiavelo: “La experiencia de nuestra época demuestra que los príncipes que han hecho grandes cosas no se han esforzado por cumplir su palabra.” Pero la traición murallas afuera es otra cosa. A lo largo de la historia, la traición a la patria ha sido duramente sancionada, moral y prácticamente, por todas las naciones con conciencia de sí mismas.

* * *

Los historiadores han documentado con bastante detalle las traiciones del siglo XIX, las que permitieron la pérdida del Alto Perú y la Banda Oriental, las que debilitaron la nación incipiente en largas y devastadoras guerras civiles; las que buscaron el apoyo de los grandes enemigos de entonces, Francia y Gran Bretaña; las que abrieron paso a las tropas brasileñas hasta la Plaza de Mayo; las que mancharon de infamia los colores patrios en la guerra del Paraguay; las que finalmente ordenaron la economía nacional según un plan diseñado en Londres, para atribuir la prosperidad posterior a ese plan y no a la pacificación y el orden alcanzados tras el triunfo de la traición, que Roca sabrá aprovechar para echar los cimientos de una nación independiente.

La traición cambia de interlocutor cuando Gran Bretaña pierde peso en el poder mundial y cede su lugar a los Estados Unidos. Los agentes encubiertos que operan en Buenos Aires siguen hablando inglés, pero ya no provienen de Londres sino de Washington. No les interesan tanto los recursos naturales, que los tienen como nosotros, sino neutralizar a un eventual competidor. La Argentina había desarrollado una vasta influencia cultural y política sobre la América hispanohablante, tenía todas las condiciones para convertirse en una potencia, y ya había dado pruebas de indocilidad durante el gobierno de Yrigoyen. El Canto a la Argentina del nicaragüense Rubén Darío testimonia las expectativas que la pujante nación despertaba en el sur de América y el recelo que encendía en el norte.

Si la bandera de la traición había sido durante el siglo XIX la lucha contra el caudillismo y la barbarie, en el XX lo fue la lucha contra el peronismo y el fascismo. Si a la primera le habían dado viento los diplomáticos británicos, la segunda fue izada por los agentes norteamericanos. El antiperonismo visceral de cierta élite argentina fue creado, alentado y organizado políticamente desde la embajada estadounidense, incluso antes de que Perón comenzara a gobernar, como lo documenta con pelos y señales en su libro The power of few... ¡el propio embajador británico en Buenos Aires en esos años, David Kelly! Kelly se ríe de las simpatías fascistas que sus primos yanquis le adjudican al ascendente líder argentino.

El peronismo emerge de una corriente de pensamiento y acción que se abre paso en ciertos sectores de la élite argentina cuando el poder británico se retira como ordenador del mundo. Esta corriente trata de reconfigurar el orden conservador de Roca para adaptarlo a la nueva distribución del poder, que se dirimía entonces en los campos de batalla de Europa e incluía como novedad la aparición del comunismo soviético y su vocación de extenderse por el globo. Ofrece contener el avance rojo en un país donde la izquierda era ya muy activa, y sentar las bases de un desarrollo autónomo, capaz de diversificar los mercados para las exportaciones agropecuarias, aprovechar al máximo su renta con el dominio de la comercialización, el seguro y el flete, y aplicar esa renta a la promoción de la industria pesada y las tecnologías de vanguardia con fuerte orientación hacia la defensa nacional.

Perón condujo hace 75 años el último proyecto estratégico nacional, concebido desde los intereses y necesidades de la Argentina, y sostenido en los recursos naturales y las capacidades prácticas e intelectuales de los argentinos, en el ahorro y el trabajo argentino. Y antiperonismo fue a lo largo del siglo XX el nombre de la traición en la Argentina, del rechazo inducido desde Washington contra todas sus medidas de gobierno, y abrazado por una élite local ciega, mezquina y resentida por las transformaciones sociales que esas mismas medidas facilitaban. Un gobierno no sólo es modelado por sus propias acciones sino por la resistencia que le ofrecen sus opositores, y el peronismo exasperado terminó pareciéndose a la caricatura que la embajada norteamericana promovía a través de los medios adictos.

Todo lo que vino después fueron ensayos tendientes a acomodar el país a los designios trazados en algún centro de poder extranjero, y conducidos por sucesivas generaciones de administradores políticos o económicos cuyo único interés consistió siempre en gozar de un pasajero brillo internacional, cobrar comisiones por sus servicios, obtener becas, viajes, contratos académicos o puestos en organismos internacionales, e incluso, en algunos casos, echar mano de los despojos marginales mediante ingeniosas estratagemas. En los años de plomo, Buenos Aires fue un hervidero de agentes extranjeros, cada uno echando leña al fuego por cuenta de sus empleadores en América, Europa, Asia y el Medio Oriente y en beneficio de ramas diversas del terrorismo local.

El golpe militar de 1976 no sólo no resultó ajeno a ese proceso, sino que lo acentuó y lo agravó. Para enfrentar a La Habana se puso en manos de Washington, inició el proceso de desnacionalización de empresas y destrucción de la industria local, y le hizo el juego a los norteamericanos tanto en la arena nacional como en el continente. Washington le respondió enviándole la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, dándole señales equívocas respecto de Malvinas, y entregándole información de inteligencia a los ingleses durante la guerra. Eso fue grave, pero lo más grave que hicieron las Juntas fue dejar a la Argentina encadenada por la deuda, en una dependencia de los centros de poder externos de la que jamás se liberó. Ni quiso hacerlo: un Congreso traidor se desentendió del fallo judicial que le exhortaba a tomar cartas en el asunto.

Y después de las Juntas: Alfonsín y Menem, Kirchner y Macri. Al compás de la socialdemocracia europea y del consenso de Washington, de la patria grande bolivariana y del globalismo de Davos. Izquierda y derecha, golpe y golpe. La nación argentina abrumada por una insoportable, incesante seguidilla de puñetazos en uno de cuyos guantes se lee Deuda y en el otro Desmalvinización: empobrecimiento e ignorancia con un puño, quiebre de la conciencia nacional con el otro. Varias veces fue arrojada a la lona, y varias veces se levantó, empapada de sudor y sangre, resistiendo. Ninguno de los proyectos de sumisión logró imponerse, pero la casta traidora nunca se da por vencida: vuelve a la carga, perseverante, y el cuerpo de la nación trastabilla, no alcanza a recuperarse cuando ya llega un nuevo golpe.

* * *

Lo que los poderes externos lograron en gran parte de América latina nunca pudieron hacerlo en la Argentina, porque tropezaron con tres grandes obstáculos: la buena alimentación y la buena salud de su sociedad, la solidez económica y la educación de calidad de sus clases medias, y la conciencia nacional de sus clases trabajadoras, en buena medida consolidada por el magisterio del peronismo y la capacidad organizativa y movilizadora de los sindicatos. ¿A alguien le sorprende que desde el golpe de Onganía de 1966 las políticas públicas hayan apuntado primero a corromper a los gremialistas y a aniquilar más tarde el empleo formal y sindicalizado? ¿Que desde 1983 las políticas públicas hayan apuntado a demoler un sistema educativo probadamente eficaz? ¿Que en esos mismos lapsos se haya arruinado un sistema universal envidiable de salud pública? ¿Que la obesidad y el raquitismo convivan ahora en las calles de la patria? ¿Que la clase media se haya hundido en masa en la pobreza?

¿Nadie ha reflexionado sobre las razones por las que la Argentina, con su vasto territorio, abandonó su extensa red ferroviaria, condenando a pueblos y ciudades a la marginalidad? ¿Nadie ha pensado por qué la Argentina renunció a su flota de ultramar, olvidó su flota fluvial, y carece de flota pesquera de altura o buques factoría mientras importa miserables latitas de atún? ¿Nadie se ha puesto a pensar sobre las razones por las que la Argentina renunció a su plan nuclear? ¿O desechó su programa misilístico? ¿Conoce el público los alcances del acuerdo sobre el Beagle, o los pactos con Gran Bretaña sobre Malvinas llamados Madrid I y II, y Foradori-Duncan, o los acuerdos secretos con China, o con Chevron, firmados por sus dirigentes políticos? ¿Alguien tiene alguna explicación sobre las razones por las que ningún gobierno desde 1983 se planteó una política de defensa, basada en análisis estratégicos y dotada de las pertinentes hipótesis de conflicto?

¿Acaso no resulta cruelmente familiar el ciclo dólar atrasado, precios reprimidos, devaluación, estallido, ajuste (con gesto adusto: “Sacrificio que todos tenemos que hacer, pero que esta vez valdrá la pena porque viene en serio”), nuevo endeudamiento y vuelta a empezar? Ciclo que se repite como la espiral descendente de un tornillo, de la que a cada vuelta salimos todos más pobres, al tiempo que las empresas, los comercios y las explotaciones rurales con menos espaldas para resistir van a parar a manos de especuladores locales y extranjeros (con gesto de júbilo: “¿Vieron que teníamos razón? ¡Vuelven las inversiones!”). Ciclo del que a cada vuelta el país emerge más pobre, más indefenso, más a merced de la voluntad ajena. ¿Alguien puede creer que esta recaída constante en el mismo error es casual, o fruto de la estupidez o la ignorancia?

Todas las semanas, en su sitio RestaurAR, la economista Iris Speroni documenta cómo la élite dirigente asfixia la producción argentina en beneficio de intereses externos. Dice en una de sus últimas notas: “La Argentina sufre una destrucción sistemática de capital desde la década del ‘70 y muy acelerada desde la segunda presidencia de Cristina Fernández a hoy. Los impuestos sirven en la Argentina más para elegir ganadores y perdedores, para domar o controlar o reprimir la reinversión de familias y empresas, lo que a su vez provoca una desinversión neta. Se alternan los gobiernos para eso. Ya no podemos asignar este ciclo de empobrecimiento a la desidia o la ignorancia. No más, cuando se ven todos los piolines.”

Si todo lo enumerado desampara uniformemente desde hace décadas a la nación argentina y sus ciudadanos, licua sus ahorros y condena a sus empresas, al tiempo que favorece los intereses externos que tienen puestos sus ojos codiciosos en ella, ¿alguien puede aceptar seriamente que se trata de la mera casualidad? ¿Que la mala suerte nos acompaña desde hace 75 años sin aflojar ni un ratito?  Debemos reconocer, nos guste o no, que todo esto que nos asombra no podría ocurrir sin la acción insidiosa del traidor, y lo que no hemos encontrado, me parece, es el coraje para mirar el problema de frente, e incluirlo en la interpretación de nuestras desventuras.

* * *

El análisis político nunca puso aquí el foco en la traición, posiblemente amparándose en la idea de que se trata de un problema moral, no un problema político. Aún si fuera así, se trataría de un problema moral con consecuencias políticas, como ocurre con la corrupción. Pero todo el mundo habla de la corrupción y nadie habla de la traición, lo que da pie a suponer que no hay facción política que no tenga algo que ocultar en materia de deslealtad nacional, y que por lo tanto, mediante un tácito acuerdo, unos y otros y otros prefieran hablar de otra cosa. Advierten que la opinión pública ya se ha acostumbrado a la corrupción política y tiende a tolerarla como parte tan indeseable como inevitable del pacto social, pero nadie sabe qué pasiones podría desatar la evidencia flagrante de una traición.

Pero también puede haber otra razón para que la traición no haya captado la atención de nuestros historiadores o politólogos en proporción a sus dimensiones escandalosas. Tal vez la intensidad con que el reconocimiento de la traición política golpea al cuerpo social traicionado esté en relación directa con la intensidad con que ese cuerpo social percibe, valora y protege su propia cohesión, su destino común. Dicho de manera más simple: donde no hay una conciencia nacional poderosa, donde no hay un amor a la patria que desborde las razones de la razón, las dimensiones escandalosas de la traición no producen escándalo. La traición sólo puede mortificar a un cuerpo social vivo, consciente de sí mismo, orgullosamente embarcado en su aventura común. Nuestra tolerancia o indiferencia a la traición denuncia una percepción débil de nosotros mismos como comunidad de propósitos.

No se me escapa que estoy poniendo sobre la mesa un asunto desagradable e incluso peligroso. Puede desatar una cacería de brujas y una multitud de mutuas acusaciones malintencionadas o distractivas. Pero al mismo tiempo entiendo que la traición ha lesionado en el pasado y pone en riesgo ahora mismo nuestra propia existencia como nación, y creo que hemos llegado al punto en que es imposible seguir ignorándola, apartándola del análisis. En las redes puede encontrarse, atribuido a Cicerón, un texto que no pertenece al orador romano sino a la escritora estadounidense Taylor Caldwell, quien lo pone en su boca en la novela A pillar of iron, de 1983. Lo reproduzco con la salvedad del caso porque ilustra con suma elocuencia la condición del traidor y los efectos de la traición:

“Una nación puede sobrevivir a sus locos y hasta a sus ambiciosos; pero no puede sobrevivir a la traición desde dentro. Un enemigo que se presente frente a sus muros es menos formidable, porque se da a conocer y lleva sus estandartes en alto, mientras que el traidor se mueve libremente dentro de los muros, propaga rumores por las calles, escucha en los mismos salones oficiales; porque un traidor no parece un traidor y habla con un acento familiar a sus víctimas, mostrando un rostro parecido y vistiendo sus mismas ropas, apelando a los bajos instintos que hay ocultos en el corazón de todos los hombres. Corrompe el alma de una nación, trabaja en secreto y desapercibido en medio de la noche, socava los pilares de la ciudad e infecta el cuerpo político hasta que éste ya no se puede resistir. Un asesino es menos peligroso. El traidor es la peste.”

–Santiago González

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