Nunca por derecha

La clase dirigente argentina nunca creyó realmente en la democracia, y eso explica que no haya un partido de derecha

La clase dirigente argentina, en sus sucesivas encarnaciones, nunca creyó en la democracia como sistema para dirimir el poder político; creo que ni siquiera se le ocurrió que el poder político era algo que se debía dirimir, y ello explica que no exista en la Argentina un partido de derecha, un fenómeno con escasas equivalencias en la democracias occidentales.

La clase patricia, el grupo social cuya actividad militar, ideológica, política y económica construyó y organizó la nación, tenía en sus manos todos, absolutamente todos los resortes del poder. Su Partido Autonomista Nacional funcionó como un partido único gracias al fraude electoral sistemático. Lo que los opositores de la época llamaban despectivamente el unicato, el régimen o la situación, produjo cuatro presidentes y permitió instaurar lo que los historiadores describen como el orden conservador, que aseguró al país el período más espléndido de su historia. Pero el partido no era un partido, las elecciones no eran elecciones, los tres poderes del Estado se encontraban en manos de un grupo de familias amigas, lo mismo que la banca, la academia, la iglesia y las fuerzas armadas, y la nación no era republicana ni representativa, como mandaba su recién nacida y dolorosamente gestada Constitución, ni mucho menos federal.

La clase patricia se convirtió en oligarquía, y la oligarquía habría querido detener el tiempo, pero nada es para siempre. La exitosa integración argentina al mercado mundial, en buena medida concebida por Inglaterra, alentó el desarrollo en Buenos Aires y otras grandes ciudades de una clase media bien alimentada, sana, educada y ambiciosa que no tardó en reclamar su cuota de poder. Le concedieron el sufragio universal, secreto y obligatorio sin demasiada resistencia porque sabían que el poder real seguiría estando en sus manos. “La democracia en la calle, pero no en los salones”, avisaba Miguel Cané. Tras su primera derrota electoral en 1916, cuando ya no pudo colocar un presidente en la Casa Rosada, el Partido Autonomista Nacional fue abandonado como un trasto inútil: para la oligarquía, la política era una discusión en el club o en sus salones.

En el fondo, sus opositores tampoco creían en la democracia, ni eran verdaderamente opositores, ni expresaban una dinámica social o económica con la pujanza insolente y necesaria como para cargarse el país al hombro; eran más bien representantes de esa clase media que se había desarrollado y subsistía al abrigo del régimen, y que más bien reclamaba reconocimiento y participación: en otras palabras, ser admitidos en el club o los salones aun al precio de sobreactuar la represión de las revueltas obreras. La oligarquía podía entender esa clase de demandas, y el acuerdo no fue difícil: en la siguiente elección nacional, el partido “opositor” encumbró a la presidencia a Alvear, uno de los apellidos más venerables de la clase patricia. ¿Quíén querría molestarse en resucitar al viejo partido conservador, invertir tiempo y dinero, hacer campaña, cuando los rivales políticos lo hacían por uno?

Los ingleses se habían encargado de organizar la economía, los cívicos radicales se hacían cargo del fastidio de la política y lidiaban con socialistas y comunistas, y los terratenientes se ocupaban de recoger las rentas y pasarla bien. Oficialistas y opositores, en camino de mutar en clase dirigente, estaban seguros de tener la vaca atada. Todo fue miel sobre hojuelas hasta que las olas bravas de la crisis del 29 golpearon las costas del río de la Plata, desencajaron los pilotes sobre los que se sostenía el régimen, y dejaron a la vista que desentenderse de la política no había sido una buena idea. Fue necesario apelar a un golpe militar para recoger otra vez las riendas del poder, ceder soberanía a los ingleses para moderar el impacto de la crisis, y repensar todo el modelo en atención a un mundo que ya poco tenía que ver con el de los años felices del Centenario.

Dirigentes conservadores de la capital y del interior se apresuraron a recrear un partido de derecha según el modelo del viejo PAN, al que llamaron Partido Demócrata Nacional, que gobernaría el país durante más de una década, en una alianza con sectores radicales y socialistas conocida como Concordancia. Aunque cubrió dos turnos presidenciales, la Concordancia se extinguió sin resolver ninguno de los problemas que la crisis le había planteado al país: reintegrarse a la economía mundial sin la tutela británica, definir un perfil productivo, y adecuar sus estructuras políticas a los nuevos tiempos. La clase dirigente, que mantenía intacto su desdén por la democracia, sólo parecía preocupada por no perder su mellado control de los resortes del poder: recurría al fraude electoral que había caracterizado al PAN, y no quería ni oír hablar de programa alguno que la apartara de su papel central. Pero, al propiciar el golpe de 1930, había abierto el juego político a un nuevo actor con el que iba a compartir escena, a veces a su pesar: las fuerzas armadas.

Las filas militares, como las eclesiásticas, estaban poblados de parientes pobres de las grandes familias tradicionales, de integrantes de las vencidas oligarquías provincianas, y de algunos argentinos nuevos de clase media que encontraban allí un cursus honorum respetable, capaz de compensar la falta de hectáreas con la dignidad de los rangos. En los institutos militares se estudiaba estrategia, y los alumnos más inteligentes y atentos empezaron a preocuparse por la debilidad estructural de una Argentina absolutamente dependiente del orden británico. Yrigoyen ya había encontrado en uno de esos militares el candidato para presidir la estratégica empresa petrolera estatal. La crisis del 29, el derrumbe del imperio y el estallido de la segunda guerra ahondaron la inquietud castrense.

Los militares dieron un golpe de estado en 1943, pero no pudieron resolver la querella entre los que querían volver a la tradición hispano-católica anterior al orden británico y los que buscaban la manera de acomodarse al mundo de posguerra. Entre éstos hubo algunos que observaron con interés la manera como los italianos y los alemanes se las habían arreglado para inducir procesos de industrialización acelerada con capitales propios, y trazaron un programa económico y político de desarrollo independiente, basado en la colaboración entre el sector privado y el sector público, con respaldo popular. Un ascendente coronel consiguió atraer ese respaldo, y le ofreció a la clase dirigente el plan completo llave en mano, con partido de derecha incluido, pero conducido por él. Por razones de estricta competencia, pero invocando altos argumentos morales, los Estados Unidos la indujeron a rechazarlo, pero no era necesario: la clase dirigente nunca iba a aceptar nada que no estuviera absolutamente en sus manos, nada que alentara a los peones de campo a mirarla directamente a los ojos.

Perón llegó a la presidencia, puso en marcha su plan, demostró su factibilidad, y completó el programa constitucional con la incorporación de la población rural  a la vida política, pero la clase dirigente le saboteó la economía, lo enemistó con la iglesia, le socavó el apoyo castrense, y lo derrocó con un golpe militar en nombre de una democracia en la que nunca había creído. El país, sin embargo, había cambiado, y los gobiernos constitucionales que sucedieron al peronismo avanzaron por otras vías en su misma dirección (y fueron igualmente derrocados). La clase dirigente, que gracias a la modernización ya se había recibido de establishment, tardó más de diez años en darse cuenta de que se había equivocado. Uno de sus miembros más lúcidos tuvo entonces la idea de imitar el modelo peronista pero sin las molestias de la política, en un alambicado proceso que preveía un “tiempo económico” de ordenamiento, luego un “tiempo social” de bienestar y, allá a las cansadas, un “tiempo político”. El “tiempo real”, acelerado por la revolución cubana y por un líder airado ante el robo de sus ideas, se llevó todo por delante. Sin embargo, esa década de 1960, conducida por dos civiles y un militar pero signada por el peronismo, marcó el único momento desde la crisis de 1930 en que la declinación argentina se detuvo en una momentánea meseta.

La dictadura militar inaugurada en 1976 salvó al país de caer en manos de la guerrilla izquierdista, pero lo devolvió debilitado, indefenso, endeudado y corrupto. El establishment comenzó a mutar en esos años en la mafia política, empresarial, sindical, judicial y mediática que hoy tenemos a la vista y cuyo único propósito es usufructuar los recursos públicos en beneficio privado, y el esfuerzo de todos en beneficio de pocos. El regreso de la democracia en 1983 sólo aportó como novedad la incorporación del aparato cultural –academia, medios, espectáculo– al esquema mafioso bajo los modos del progresismo. El progresismo es funcional a la mafia, cuyo accionar encubre con elaborados argumentos pretendidamente éticos, e impone un pensamiento único que proscribe dictatorialmente cualquier crítica procedente de su antagonista natural, la derecha; el progresismo sataniza, bloquea, silencia y anula a cualquier persona o institución que tenga la audacia de describirse como de derecha, aun antes de darle la oportunidad de explicar qué es lo que quiere decir con eso.

El hecho de que la Argentina carezca de un partido de derecha hace que el debate político se vuelva ficticio o irrelevante porque todos los interlocutores piensan (es una manera de decir) más o menos lo mismo, amontonados en esa zona de confort socialdemócrata o centroizquierdista que abriga por igual a los cobardes, los políticamente correctos y los corruptos. Como el pretendido espectro político es más bien monocromático y nunca se discute realmente nada, no sorprende que desde hace setenta años estemos encallados en el mismo lugar, sin resolver ninguno de nuestros problemas, sin plantearlos siquiera claramente, cayendo cada vez más rápido por la pendiente del fracaso. Sin debate no hay política propiamente dicha, y lo que hoy se nos presenta como política es apenas un oficio orientado al uso del poder del Estado para favorecer los negocios propios. Más o menos lo que hacía la clase dirigente un siglo atrás, pero en un mundo completamente distinto.

–Santiago González

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3 opiniones en “Nunca por derecha”

  1. 1. El desarrollo de una “escuela” de estrategas o visionarios, ej Mosconi, se ha dado fundamentalmente en la esfera castrense, pero en Malvinas fallaron y aprendieron con sangre que la táctica no puede resolver los problemas de la estrategia. En el campo de los negocios en Brasil los empresarios son claramente mucho más estrategas y visionarios que los locales, diría más ambiciosos y con mucho más amor propio, en cambio aquí vendieron casi todos o a muchos otros los fundieron, aunque tenemos mejores mandos medios que los brasileños hasta ahora tal vez por mejor desarrollo educacional de clase media.
    2. Sorprendido por su nota como que Perón fue una víctima…
    3. Argentina no sólo carece de un partido nacional de derecha, diría que también de izquierda… el progresismo argentino es una truchada además de la otra truchada del movimiento peronista que hizo la mejora de lo hecho por el Duce y aplaudido por muchos empresarios, especialmente en los 70s hasta que reventaron el país y abriendo la puerta a cosas peores, pero que ya estaban en germen desde antes. No termino de comprender tanto odio, violencia y saqueo hacia el propio país y tierra. Como decía mi padre “Montevideo es Buenos Aires sin Perón”, en Uruguay sí hay izquierda y derecha y no son conflictivos y ruidosos como acá.
    4. Requerimos Ordem e Progresso? Me pregunto si podríamos dejar de ser un país de extremos que sólo ofrece las opciones de Orden rígido ó Progreso libertino, ambas destructivas, para hacer una síntesis de ambas superadora, u opciones por derecha y por izquierda reales.
    5. A veces intuyo que algo nuevo viene, pero no termino de poder leer entrelíneas de qué se tratará.

    1. No me interesa particularmente defender al peronismo, que de eso se ocupen los peronistas, pero me pregunto: ¿qué habría pasado si la clase dirigente argentina hubiera aceptado a Perón? (Ejercicio de historia contrafáctica para Rosendo Fraga). Y también me pregunto: ¿qué le hizo más daño a la Argentina, el peronismo o el antiperonismo?
      Es cierto que tampoco hay un partido de izquierda en la Argentina, y probablemente sea por las mismas razones que explican la ausencia de un partido de derecha.
      Una ayuda para prever el futuro: o nos tomamos el país en serio más temprano que tarde, o la Argentina implosiona y se divide (probablemente por región) en países separados.

      1. Santiago, la polarización masiva y continua en todas estas décadas es lo más infernal y lo que hizo y sigue haciendo más daño hasta el infinito. Es la base de toda la psicología de la guerra y su épica como fundamentó Lawrence LeShan, ex-psicólogo del US Army. La llave en mano de Perón con el establishment hubiese sido más polarización, y más aún a nivel hemisférico si hubiésemos sido el centro de gravedad sudamericano. Recuerdo en Amarcord de Fellini, en los tiempos del Duce la gran mayoría parecía disfrutar del clima menos el socialista padre del protagonista, un cuentapropista que siempre estaba de mal humor y terminaba fajado en la comisaría. Así también terminó un día ese clima.
        Tomar el país en serio implicaría reconocer la realidad sensorial, no la épica, con todos sus grises y resolviendo el conflicto con negociación . Comprendo que se hable de peronismo racional, sería más cercano a los grises, pero estamos llenos de juguetes rabiosos. Hasta que no se rompa este mecanismo psicológico colectivo de polarización no hay seriedad posible, a menos que gane el más fuerte.
        Y yo que creía que en Brasil nadie extrañaba a Getulio Vargas… Y si los nuevos vientos y el desastre económico llevan a la aparición de una nueva llave en mano dentro de no mucho para nuestro país? Quién sabe.

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