Cuáles son nuestras batallas

Por Pat Buchanan *

“Jamás aceptaremos la ocupación rusa ni su pretensión de anexarse Crimea”, proclamó hace un par de semanas en Viena [el secretario de Estado] Rex Tillerson. “Las sanciones relacionadas con Crimea se van a mantener hasta que Rusia devuelva a Ucrania el control pleno sobre la península”

El rechazo principista de Tillerson respecto de la captura de territorios mediante la fuerza militar –”jamás aceptaremos”– se produjo apenas un día después de que el presidente Trump reconociera a Jerusalén como capital de Israel y prometiera trasladar allí nuestra embajada.

¿Cómo hizo Israel para adjudicarse el este de Jerusalén, la Cisjordania y las alturas del Golán? Mediante la invasión, la ocupación, la colonización y la anexión. Estos territorios son los despojos de la victoria israelí en la Guerra de los Seis Días de 1967. ¿Ha sido Israel sancionado tan severamente como Rusia? Para nada. Recibe de los Estados Unidos un estipendio de casi 4.000 millones de dólares, mientras levanta asentamiento tras asentamiento en tierras ocupadas pese a las tibias protestas de Washington.

Lo que Bibi Netanyahu acaba de demostrar es que, cuando se negocia con los norteamericanos y cuando se defiende lo que es vital para Israel, la perseverancia paga. Dénles tiempo y los norteamericanos van a aceptar las nuevas realidades.

Al igual que Bibi, Vladimir Putin es un nacionalista. Para él, la recaptura de Crimea fue el gran logro de su presidencia. Durante dos siglos, esa península había sido amarradero de la flota rusa en el Mar Negro, y un punto crítico para su seguridad. Putin no le va a devolver Crimea a Kiev y, con el tiempo, nosotros vamos a aceptar también esta nueva realidad. Porque la bandera que flamee sobre Crimea nunca ha sido algo crucial para nosotros, como sí lo es para Putin. Y, al igual que los israelíes, los rusos no titubean a la hora de tomar y retener lo que consideran que legítimamente les pertenece.

Estos dos conflictos revelan realidades subyacentes que ayudan a explicar el prolongado repliegue de los Estados Unidos en el siglo XXI. Lidiamos con aliados y antagonistas mucho más dispuestos que nosotros a correr riesgos, soportar el dolor, perseverar y luchar hasta el triunfo.

Este mes, días después de que Corea del Norte probara un nuevo misil balístico intercontinental, el consejero de seguridad nacional H. R. McMaster declaró que Trump “está comprometido con la desnuclearización total de la península de Corea.” Si esto es así, estamos comprometidos con una meta que casi seguramente no vamos a lograr. Porque, de no mediar una guerra capaz de volverse nuclear, Kim Jong Un no va a ceder a nuestras demandas. Para Kim, las armas nucleares no son algo optativo. Sabe que Saddam Hussein, que había entregado sus armas de destrucción masiva, fue ahorcado tras un ataque estadounidense. Sabe del horrible destino de Muammar Gaddafi desde que invitó a Occidente a desmantelar su programa nuclear y retirar de Libia cualquier arma de destrucción masiva. Kim sabe que si entrega sus armas nucleares, nada va a disuadir a los norteamericanos de usar su arsenal contra sus fuerzas armadas, su régimen, o contra él mismo. Corea del Norte puede entablar conversaciones, pero Kim nunca va a entregar los misiles y las bombas nucleares que le garantizan la supervivencia. Y le va a tocar a los norteamericanos encontrar la manera de llegar a un arreglo con él.

Obsérvese también cómo China se proclamó dueña del Mar del Sur de la China y está construyendo sobre sus rocas y arrecifes islas artificiales que se convierten en bases aéreas, misilísticas y navales. Los halcones alzan la voz para decir que eso es intolerable y que en algún momento los Estados Unidos deberán apelar a su poder aéreo y naval para forzar a China a volver atrás con la anexión y militarización del Mar del Sur de la China. ¿Y por qué no va a ocurrir nada parecido? Si bien esta zona es considerada vital para China, no lo es para nosotros. Y mientras China, un estado litoral que controla en ese mar la isla de Hainan, tiene legítimos reclamos sobre muchos de sus islotes, nosotros no tenemos ninguno. En cambio, sí los tienen Vietnam, Malasia, Singapur, Brunei, las Filipinas y Taiwan. Pero aunque sus intereses en las cuencas pesqueras y en los recursos del lecho marino pueden ser tan grandes como los de China, ninguno de ellos ha considerado adecuado desafiar la hegemonía de Beijing. ¿Por qué deberíamos arriesgarnos a una guerra con China para validar el reclamo del Vietnam comunista o del despiadado régimen de Rodrigo Duterte en Manila? ¿Por qué su lucha debería ser nuestra lucha? Los intereses de China en el mar son tan cruciales para ella como lo eran los intereses norteamericanos en el Caribe cuando, como potencia en ascenso en 1823, declaramos la Doctrina Monroe. Con el tiempo, las potencias mundiales terminaron por reconocer y respetar los intereses especiales de los Estados Unidos en el Caribe y en el Golfo de México. Dado el sostenido crecimiento del poderío militar chino, la proximidad de los islotes al territorio continental de China, y la relativa debilidad y renuencia al enfrentamiento de los otros reclamantes, China probablemente se convertirá en la potencia dominante en el Mar del Sur de la China, así como nosotros nos convertimos en la potencia dominante en el hemisferio occidental.

Lo que vemos en Crimea, en el medio oriente, en el Mar del Sur de la China, en la península coreana, son naciones más dispuestas que nosotros a afrontar sacrificios y correr riesgos, porque sus intereses allí son más grandes que los nuestros. Lo que los Estados Unidos necesitan es un nuevo consenso nacional sobre qué es vital para nosotros y qué no, qué estamos dispuestos a defender peleando y qué no. Porque esta generación de norteamericanos no va a arriesgarse a ir a la guerra, indefinidamente, en aras de alguna idea de la élite de Washington sobre un “nuevo orden mundial basado en las reglas”. Después de la Guerra Fría, entramos en un nuevo mundo, y necesitamos trazar nuevas líneas rojas que reemplacen las viejas.

* Ex asesor de los presidentes Richard Nixon, Gerald Ford y Ronald Reagan, aspirante a la presidencia de los Estados Unidos en 1992 y 1996.

© Patrick J. Buchanan.
Versión castellana © Gaucho Malo.

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