Nada para celebrar

A 25 años de la elección que restableció la democracia, el país no tiene nada que celebrar: todos sus indicadores han ido en retroceso, sus instituciones apenas se tienen en pie, y no hay políticas de estado.

Hoy se cumplen 25 años de la elección que llevó a Raúl Alfonsín a la presidencia y puso fin a la larga noche del llamado “proceso”. Algunos han interpretado que se cumplen 25 años de democracia, y que la ocasión merece ser celebrada. Pero no hay nada que celebrar, ni siquiera la idea de que hayamos vivido un cuarto de siglo en democracia.

Si democracia significara sólo votar, ciertamente hemos votado. Pero sería falso decir que hemos vivido, que estamos viviendo en democracia.

Por lo pronto, de las cinco presidencias comprendidas en el período, dos no llegaron al último día de su mandato. Y una de éstas no lo hizo en virtud de un golpe de estado en toda la regla, inclusive seguido de una devaluación como manda nuestra ortodoxia.

Tradicionalmente las fuerzas de choque habían sido los militares, mientras que sus mandantes permanecían en las sombras. En el caso del golpe del 2001 tenemos más o menos claros quiénes fueron los mandantes, y mucho menos, por su carácter no institucional, cuáles fueron las fuerzas de choque. Recordemos que no fue un golpe incruento.

Democracia supone un correcto funcionamiento de los tres poderes. En el caso del ejecutivo hubo siempre discordias entre presidentes y vicepresidentes, con distinto grado de virulencia e impacto sobre la institucionalidad. En el mandato en curso, observamos además la extraña situación de un presidente manejado por su cónyuge, que a su vez es un ex presidente.

El poder legislativo ha mostrado ser algo así como la suma de todos los bochornos, reino de los sobornos, los falsos legisladores, los tránsfugas de un partido a otro, los votos por aclamación de leyes contradictorias entre sí por una misma legislatura, la celebración entusiasta de la imposibilidad de pagar las deudas…

El poder judicial no le va en zaga en vergüenzas: no ha logrado resolver prácticamente ninguna de las causas iniciadas contra funcionarios por delitos de corrupción, y ha demostrado una curiosa habilidad para encontrar doctrina favorable a las inclinaciones del gobierno de turno, de modo que los fallos se acomodan saludablemente a los criterios de cada época.

Si hablamos de federalismo, todo este cuarto de siglo registra un creciente avance del poder central sobre las provincias, particularmente en términos de sojuzgamiento económico, avance que no habría sido posible sin la docilidad de las autoridades de cada estado, que prefieren resignar soberanía a cambio de la remesa salvadora que impida le incendien las gobernaciones.

En materia de política exterior, en veinticinco años no hemos sabido articular un rumbo que nos ayude a insertarnos positivamente en la comunidad internacional. La única política de estado en este sentido parece ser la doctrina de las relaciones carnales, aunque en una promiscua alternancia de compañeros de lecho.

Intimamente ligada con la política exterior está la defensa nacional, algo que no ha capturado la imaginación de nuestras sucesivas administraciones. Como no sabemos dónde estamos parados en el mundo, ni dónde queremos estar parados, tampoco sabemos quiénes son nuestros amigos ni nuestros enemigos, ni de qué tenemos que defendernos.

Nuestras fuerzas armadas han quedado reducidas a un guiñapo, sin recursos ni propósito, y con un grado de desmoralización que supone un riesgo permanente para la nación. Nuestras fronteras terrestres y fluviales son un colador atravesado a gusto por personas, bienes, y males. Nuestro mar territorial, un paseo en bote para depredadores y contrabandistas.

¿Qué ha sido de nuestra economía en estos veinticinco años de democracia? Perdimos nuestra empresa petrolera y nuestra industria petroquímica, perdimos nuestra marina mercante y nuestra industria naval, perdimos nuestra aerolínea de bandera y nuestra industria aeronáutica, nuestros ferrocarriles y nuestra industria ferroviaria, perdimos nuestra minería y nuestra industria siderúrgica, perdimos nuestros frigoríficos, perdimos buena parte de nuestras tierras. Perdimos por enajenación, porque lo vendimos, y sin embargo estamos endeudados hasta el cuello.

Hablemos de los indicadores sociales durante estos 25 años de democracia. El sistema de salud pública agoniza, la escuela pública ha devenido en comedor y sus resultados educativos caen por debajo del promedio regional, la educación técnica desapareció, la universidad pública es un expendio de títulos terciarios, vaciada intelectualmente, e insignificante en el ambiente mundial del conocimiento.

Hablemos de seguridad, una palabra que apenas evoca un pasado recordado por nuestros padres, y que en este cuarto de siglo perdió significado. La vida no vale nada, y en cualquier rincón del país se mata por cualquier cosa. La gente vive entre rejas, y cada vez más debe abandonar su modo de vida abierto para recluirse en su casa, o moverse por sitios protegidos. La droga se instaló con fuerza en este lapso, y hoy es el centro del delito.

Hablemos de nuestra estructura social, que en estos 25 años asistió y sigue asistiendo a la extinción progresiva de la clase media, al ensanchamiento de la brecha entre ricos y pobres, al surgimiento de realidades impensables como la exclusión social y la indigencia. Hablemos de la cantidad de jóvenes que no trabajan ni estudian, condenados de antemano, sin futuro.

Hablemos de demografía. Por primera vez este país de inmigrantes expulsa población. Para peor, expulsa población en general educada y recibe descontroladamente población poco o mal educada, sin tener los recursos para incorporarla ni proporcionarle los servicios mínimos, lo cual agrava la situación general.

Este suscinto balance no implica una impugnación de la democracia sino de lo que hemos hecho nosotros con nuestra democracia, de lo que hemos hecho nosotros en estos cinco lustros, en el marco de nuestra recuperada democracia, con nuestro país.

Aquí no valen excusas, ni consenso de Washington, ni conspiración de la sinarquía, ni del comunismo internacional. Esto lo hemos hecho nosotros solos, la sociedad civil en su conjunto, en los veinticinco años en que tuvimos el país en nuestras manos.

En este cuarto de siglo fracasamos todos, los dirigentes y los dirigidos, y esas instituciones mediadoras entre unos y otros que son los partidos políticos, encargados de formular doctrina, reconocer y formar liderazgos, y sobre todo captar y expresar las aspiraciones y necesidades de la sociedad para traducirlos en plan de acción.

En estos veinticinco años, la gente en general fue tomando distancia, desentendiéndose de la democracia incluso en sus formas más elementales, como son las elecciones. La no concurrencia al comicio ha sido creciente en el período, tal como han sido notorias las dificultades para dotar a las mesas electorales de autoridades y fiscales.

Lo que la Argentina, su gente, han podido hacer a lo largo de estos veinticinco años lo han hecho a pesar de, y no favorecidos por, las instituciones que nos contienen. Veinticinco años de democracia no nos han dejado un solo indicador con signo positivo, un solo logro nacional del que enorgullecernos, tan sólo un puñado de consignas para evocar con una mueca amarga.

Con la democracia se educa, se come y se cura. Salariazo y revolución productiva. Qué lindo es dar buenas noticias. Un país en serio. Sabemos lo que falta y sabemos cómo hacerlo.

Eso es todo. En veinticinco años.

–Santiago González

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