Morir lejos

En una nota hecha a pedido del diario romano Il Manifesto el día de la muerte de Jorge Luis Borges, el escritor Osvaldo Soriano observó que el más grande autor argentino del siglo XX “fue a morir lejos de Buenos Aires y pidió ser sepultado en Ginebra, como antes [Julio] Cortázar había preferido que lo enterraran en París.” Y agregó, para ilustración de los lectores italianos: “Pocos son los hombres que han hecho algo por este país [la Argentina] y han podido o querido descansar en él. Mariano Moreno, el revolucionario, murió en alta mar; San Martín, el libertador, en Francia; Rosas, el dictador, en Inglaterra; Sarmiento, el civilizador, en Paraguay; Alberdi, el de la Constitución, en París; Gardel, que nos dio otra voz, en Colombia; el Che de la utopía, en la selva de Bolivia. Es como si el país y su gente no fueran una misma cosa, sino un permanente encono que empuja a la separación, al exilio o al desprecio.” Se me ocurrió, al releer ahora este artículo, que Perón bien pudo haberse sumado a esa nómina, y acabar tranquilamente sus días grabando mensajes y escribiendo cartas rodeado por los afectos de Isabel, las atenciones de Lopecito y las travesuras de los perritos bandidos. En cambio, a los 78 años, prefirió cruzar dos veces el Atlántico para venir a ponerle el cuerpo a sus macanas y, ya que estaba, a las de los demás también. “A pesar de mis años, un mandato interior de mi conciencia me impulsa a tomar la decisión de volver, con la más buena voluntad, sin rencores —que en mí no han sido nunca habituales— y con la firme decisión de servir.” Al parecer no había en su corazón lugar para el encono, el exilio o el desprecio de los que hablaba Soriano, pero tampoco fuerzas para resolver las macanas, que eran muchas. En menos de un año murió en su tierra, pero fue lo mismo que haber muerto lejos, o peor. Su persona recibió aquí menos atención que sus cartas, y todos seguimos ocupados en lo nuestro, abocados, como antes y después, a destrozarnos con saña y disputarnos ferozmente los despojos de la faena. Como en el fatídico Matadero de Esteban Echeverría, quien, por cierto, acabó sus días en Montevideo, exiliado. –S.G.

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