Lactantes

En las cercanías del Riachuelo personas de muy pobre educación que viven hacinadas en casuchas miserables reclaman al estado una vivienda digna; en el barrio de Belgrano, personas mucho mejor educadas y con sus necesidades básicas satisfechas reclaman al estado que se haga cargo de una sala de cine arte, obligada a cerrar por falta de espectadores. Son estratos sociales diferentes pero, sometidos ambos a casi un siglo de adoctrinamiento populista progresista, en el sur y en el norte de la ciudad la mentalidad es la misma. Unos y otros han perdido el orgullo de hombres bien parados sobre sus dos piernas, confiados en la fuerza de sus brazos y en el poder de su inteligencia, todos han quedado reducidos a la condición de lactantes del estado: piden, reclaman, incluso se enojan y se indignan cuando sus demandas no son escuchadas. En cierto modo es comprensible: casi sin darse cuenta, han ido cediendo al estado su dignidad de personas, resignando un poquito de libertad aquí, otro poquito allá, a cambio de un bienestar siempre prometido pero nunca alcanzado, mejor dicho cada vez menos alcanzado. Y entonces reclaman, se sienten con derecho a reclamar, creen recuperar en ese reclamo la dignidad perdida. Hace ya mucho tiempo, las personas más humildes plasmaban su dignidad en la casa propia, erigida muchas veces con las propias manos en algún loteo abierto allá por donde el diablo perdió el poncho. Así se construyó, cuadra por cuadra, lo que hoy conocemos como el gran Buenos Aires. Hace ya mucho tiempo, las personas que querían disfrutar de alguna forma superior de arte o de sociabilidad sumaban sus esfuerzos pecuniarios para levantar salas teatrales y centros comunitarios como los que aún perduran en algunos barrios de la capital y en muchos pueblos y ciudades del interior. Así se construyó lo que todavía hoy nos enorgullece de la Argentina. Nadie le pedía al estado, en todo caso nada más que educación y leyes que le aseguraran que el fruto de su trabajo le pertenecía. Con todas sus imperfecciones aquella república liberal hizo posible en su momento la sociedad más igualitaria de América latina y de buena parte del mundo. Pero el radicalismo primero, el peronismo después, y el izquierdismo más tarde convencieron a esa sociedad de que era posible alcanzar mejores resultados con menor esfuerzo, simplemente cediéndole una cuota de libertad al estado. Lo único que ese estado progresista populista supo hacer fue generar crisis económicas y políticas recurrentes. Destruyó la república y la reemplazó con un nacionalismo retórico. Ahora tenemos una sociedad más pobre, más ignorante, más desigual, más desintegrada y menos segura que nunca. Ni empeñando todo su esfuerzo puede una persona humilde soñar siquiera con la casa propia, no tiene más remedio que implorar al estado; acorralados en su propia mezquindad y ensimismamiento, agobiados por un estado que en todo se entromete los vecinos más acomodados no aciertan a hacer nada en común, reclaman por inercia, por incapacidad. Ese proceso de decadencia seguirá hasta que la gente se de cuenta de que debe volver a tomar el control de su vida, abandonar la lactancia, recuperar su libertad, pararse sobre sus dos piernas, hacer valer su soberanía, reconocer a su prójimo y a su socio. Para esa rebelión no va a tener ayuda: el estado populista progresista ha generado una nueva y poderosa oligarquía política, sindical, empresaria y mediática que le va a hacer frente por las buenas y por las malas. Pero si no afronta esa batalla por la república, si no es capaz de imponerse al estado y reconocerse como nación, si no logra darse nuevos dirigentes y abrirse nuevos canales de comunicación, la ciudadanía argentina está perdida.

S.G.

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