La segunda guerra civil

Por Pat Buchanan *

“Habían encontrado un líder, Robert E. Lee, ¡y qué líder…! Ningún jefe militar desde Napoleón despertó una devoción tan entusiasta entre sus tropas como Lee cuando les pasó revista montado en su caballo Traveller.” Esto escribió Samuel Eliot Morrison en 1965 en su magistral The Oxford History of the American People. Primero en su clase en West Point, héroe de la guerra de México, Lee fue el hombre a quien Lincoln acudió para que condujera su ejército. Pero cuando Virginia se separó, Lee no quiso levantar la espada contra su propio pueblo, y prefirió ir en defensa de su estado natal antes que librar batalla contra él. La veneración por Lee, escribió Richard Weaver, “se advierte en la frase atribuida a un soldado confederado: ‘Tal vez el resto de nosotros … descendamos de los monos, pero se necesitó un Dios para hacer al patrón Robert.”

Para los que nos criamos después de la Segunda Guerra Mundial, ésta era la historia aceptada.

Pero para la izquierda militante de hoy, el nombre de Lee despierta un odio primario y aullidos de “racista y traidor”. Se reclama que todas sus estatuas, y las de todos los soldados y estadistas de la Confederación sean arrancadas de sus pedestales y expuestas en museos o arrojadas al montón de la basura.

¿Qué ha cambiado desde 1965?

No se trata de historia. Nada nuevo e importante ha salido a la luz respecto de Lee.

Lo que ha cambiado son los Estados Unidos. Ya no son el mismo país. Hemos atravesado una enorme revolución social, cultural y moral que nos ha dejado irreparablemente divididos en márgenes separadas.

Y los políticos están aterrados.

Hace dos años, el gobernador de Virginia, Terry McAuliffe, describió las gigantescas estatuas de Lee y “Stonewall” Jackson emplazadas en la Avenida de los Monumentos de Richmond como “parte de nuestra herencia”. Después de Charlottesville, McAuliffe, nacido y criado en Nueva York, y persona de grandes ambiciones, no tuvo empacho para reclamar que las estatuas fueran derribadas por ser “focos de odio, división y violencia.”

¿Quién odia esas estatuas, Terry? ¿Quién va a causar la violencia? Respuesta: la izquierda demócrata a la que Terry debe ahora apaciguar. A McAuliffe le hace eco el vicegobernador Ralph Northam, candidato demócrata para sucederlo en noviembre. El aspirante republicano Ed Gillespie propone dejar la Avenida de los Monumentos como está. La elección es el momento para decidir estas cosas, pero la izquierda no quiere esperar.

En Durham, Carolina del Norte, nuestros talibanes destrozaron la estatua de un soldado confederado. Cerca del acceso a la capilla de la Universidad Duke, desfiguraron una estatua de Lee, a la que le rompieron la nariz. El miércoles al amanecer, Baltimore emprendió una limpieza cultural, y retiró las estatuas de Lee y del juez de Maryland Roger Taney, redactor del fallo Dred Scott y opuesto a la suspensión por Lincoln del derecho de habeas corpus.

Como el ISIS, que destrozó las históricas ruinas de Palmira, y como los rebeldes de Al Qaeda, que saquearon la famosa ciudad sahariana de Timbuctú, esta nueva barbarie ha llegado a los Estados Unidos, y amenaza convertirse en una cuestión urticante, no sólo entre los partidos, sino también en su interior.

Porque hay diez confederados en el Salón de las Estatuas del Capitolio, entre ellos Lee, el georgiano Alexander Stephens, vicepresidente de Jefferson Davis, y el propio Davis. El Black Caucus [asociación de legisladores negros] quiere que los saquen. En Stone Mountain, Georgia, hay tallas de Lee, Jackson y Davis de tamaño similar a las del monte Rushmore. ¿Habrá que dinamitarlas? Existen incontables universidades, colegios y escuelas como Wahington & Lee, que llevan los nombres de estadistas y soldados confederados. Cruzando el Potomac fuera de Washington está la autopista Jefferson Davis, y Leesburg Pike, que lleva hasta el mismo Leesburg, 40 kilómetros al norte. ¿Habrá que rebautizar todas las carreteras, calles, pueblos y condados con nombres confederados? ¿Y qué hacemos con Fort Bragg?

En cada campo de batalla de la Guerra Civil hay monumentos a los sureños caídos. Gettysburg cuenta con centenares de recordatorios, estatuas y placas. Pero si, como la izquierda quiere hacernos aceptar, los confederados eran unos traidores que querían dividir a los Estados Unidos para preservar un sistema malvado, ¿sobre qué pueden apoyarse los demócratas para resistir las demandas de la izquierda radical? ¿Y qué hacemos con los campos de batalla donde los confederados obtuvieron victorias: Bull Run, Fredericksburg, Chancellorsville?

“¿Dónde termina todo esto?”, preguntó el presidente Trump.

No termina. No hasta que se quemen todos los libros de historia y todas las biografías, y se escriban nuevos textos para nazificar a Lee, Jackson, Davis y todo el resto, y una nueva generación de estadounidenses adoctrinados acepte esa demanda de demoler y destruir todo lo que sus padres veneraron. Y una vez desaparecidos los confederados, habrá que seguir con los exploradores, y con los dueños de esclavos como los presidentes Washington, Jefferson y Madison, que condujeron la secesión de Inglaterra donde ya no los había. Todos supremacistas blancos. Andrew Jackson, Henry Clay de Kentucky y John Calhoun deberán ir de inmediato por el mismo camino. Y después todos esos segregacionistas. Desde 1865 a 1965, virtualmente todos los grandes senadores sureños fueron supremacistas blancos.

En la primera mitad del siglo XX, Woodrow Wilson y Franklin D. Roosevelt triunfaron en todos los once estados de un sur rígidamente segregacionista las seis veces que fueron a elecciones, y FDR recompensó a los dixies ubicando a un hombre del Klan en la Suprema Corte.

Si bien para los republicanos es fácil desentenderse de elementos tan odiosos como los nazis de Charlottesville, ¿estarán dispuestos a defender los monumentos y estatuas de quienes han definido nuestra historia, o van a capitular ante los iconoclastas?

En esta segunda guerra civil, ¿usted de qué lado está?

* Ex asesor de los presidentes Richard Nixon, Gerald Ford y Ronald Reagan, aspirante a la presidencia de los Estados Unidos en 1992 y 1996.

© Patrick J. Buchanan.
Versión castellana © Gaucho Malo.

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