Los impostores culturales

Por Gabriela Bustelo *

Si hubiera contado a mis abuelos que en el siglo XXI los habitantes de nuestro planeta pasarían largas horas diarias alardeando de sus actividades públicamente, conectados al resto de la población humana con una minicomputadora que cabe en la mano, no me hubieran creído. O lo habrían tomado a broma. En 2010 el escritor estadounidense Harris Wittels inventó el oxímoron humblebrag (algo así como ‘jactancia mal disimulada’ en español) para reprobar la principal actividad que se practica en las redes. Dado el éxito de su ocurrencia, abrió una cuenta homónima en Twitter y en 2012 escribió un libro con ese nombre, subtitulado El arte de la falsa modestia. Un lustro después el palabro de Wittels es conocido entre los usuarios de redes de habla inglesa, pero el ‘ombliguismo’ mediático, lejos de disminuir, parece haber aumentado. Dado el torrente diario de jactancia, pavoneo y fanfarronada que se practica en todas las redes sociales ―desde Facebook, Instagram, Pinterest y Twitter hasta LinkedIn, que tampoco se libra―, elegir los mensajes más ridículos sería una labor imposible. Pero dentro la presuntuosidad generalizada que se practica en las redes, quizá la moda más enervante sea la de alardear de leer.

Durante una de esas grotescas encerronas de Twitter, donde un grupo de presión liderado por un gurú mediático acosaba como una nube de mosquitos monzónicos a alguien por no haber leído algo ―¿la Monadología de Leibniz en la versión francesa?―, uno de mis seguidores me tuiteó: “Mi cerebro no da para tanto, te lo aseguro. Quizá es que soy muy limitado o que me autolimito”. Entre los constantes acosos grupales que suceden en las redes sociales, que podríamos calificar de violaciones mediáticas en masa, quizá el modelo más esperpéntico sea el asalto tuitero masivo contra el pobre incauto que trabaja 10 horas al día y confiesa no tener tiempo para leer a Smiglecius, a Ligorio o a Swedenborg. Aquel día respondí a mi atribulado seguidor: “No se deje torturar por los tuiteros que aseguran pasar 24 horas leyendo. Es mentira”.

En 2009 la fundación privada británica National Literacy Trust (NLT), dedicada a educar a los niños más desfavorecidos, hizo una encuesta sobre los hábitos de lectura de los británicos, descubriendo que dos tercios de los habitantes de Reino Unido mienten cuando aseguran haber leído libros como Guerra y paz de Tolstoi o el Ulises de Joyce. Jonathan Douglas, bibliotecario y director de National Literacy Trust, explicaba que el sondeo destapaba la farsa que escenifican millones de personas para parecer personas inteligentes, cultas y leídas. Cuando a los encuestados les preguntaban sobre los motivos de su mascarada cultural, la mayoría respondía que con ello buscan incrementar su atractivo personal. “Están dispuestos a mentir sobre su cultura literaria para impresionar a posibles parejas amorosas o sexuales”, resumía Douglas con llaneza.

¿Y cuáles son los libros preferidos por los británicos para alardear de haberlos leído sin llegar a abrirlos? El primero es 1984 de George Orwell, que lleva todo el siglo XXI de enhorabuena y con Trump se ha colocado ―por su antitotalitarismo― en las listas de ficción más vendida. Le siguen los ya mencionados Guerra y paz de Tolstoi y el Ulises de Joyce. En un honroso cuarto lugar está la Biblia, seguida de Madame Bovary (Flaubert), Historia del tiempo (Hawking), Hijos de la medianoche (Rushdie) y En busca del tiempo perdido (Proust). Hace un año un sondeo similar de la BBC incorporaba a la lista de lecturas falsas Alicia en el país de las maravillas (Carroll), Crimen y castigo (Dostoievski) y El señor de los anillos (Tolkien). Al contrario de lo que se pueda pensar, casi la mitad de los encuestados aseguraba que una adaptación cinematográfica anima a leer el libro correspondiente, pues la versión audiovisual garantizaría la calidad y el interés del original. En cuanto a España, según un informe de 2016 de la Confederación de Gremios y Asociaciones de Libreros (CEGAL), un 40% de los españoles ―más de 18 millones de personas― no leyó un libro en todo 2015. Entre los libros que los españoles fingen haber leído destacan el Quijote y Cien años de soledad de García Márquez.

En 2014 el periodista estadounidense Karl Taro Greenfeld escribía en el New York Times que las redes sociales nos imponen una presión constante para que demostremos veinticuatro horas al día que no somos unos analfabetos. “Nunca como en el siglo XXI ha sido tan fácil fingir saber tanto sin saber realmente nada”, aseguraba Greenfeld. “Estamos peligrosamente cerca de un pastiche cultural que de hecho es un nuevo modelo de incultura”, asegura el periodista antes de confesarse un impostor cultural que también alardea en las redes sin ser capaz de dejar de hacerlo. Ante esta visión demoledora, ¿podría argumentarse que se está produciendo una metamorfosis del concepto occidental de cultura? De hecho, la globalización entendida como un proceso de democratización mundial significa que hoy son los millones de habitantes del mundo poseedores de un Smartphone y un ordenador personal ―no las rancias élites intelectuales―, quienes deciden por su cuenta qué consideran cultura y en qué formato quieren recibirla. Y todo parece indicar que la cultura posterior a la revolución informática no va a ser la que ha sido hasta ahora. Entre tanto, las redes seguirán siendo un lugar donde millones de personas alardean de ser lo que no son y de saber lo que no saben. Nadie parece capaz de dejar de hacerlo.

* Escritora y periodista española, columnista del sitio Cuarto Poder. Su último libro, en coautoría, es La vicepresidenta (Esfera, 2017)

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1 opinión en “Los impostores culturales”

  1. Hay algo peor que tener que soportar a tanto impostor en las redes, y es el haber tenido que crecer con un padrastro analfabeto, borracho y desequilibrado, pero que se rodeaba de libros para autoengañarse e intentar olvidarse de su miserable condición. Y estoy resumiendo.

    Lo que sí que es triste es que tantas personas no puedan disfrutar de la cultura. Yo sí que me he leído por ejemplo, Por el Camino de Swann, y aunque las 25 primeras páginas me costaron mucho, el resto me lo leí ávidamente, y lo pasé realmente bien… Supongo que algo cambió en mí, o eso quiero creer.

    Si no se disfruta con la cultura, no creo que sirva a aquellos que la finjan tener cerca.

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