El síndrome Messi

¿Por qué podemos crecer, destacarnos, brillar en el exterior, y no cuando estamos en casa?

Desde hace ya varios mundiales, la Argentina se retira a mitad de camino con la cabeza gacha, rumiando la misma pregunta: “¿Por qué será que Messi es un genio en el Barcelona, y una figura más bien apagada y tristona, desorientada, cuando juega con la selección?” Y siempre ensaya las mismas, poco convincentes, respuestas: que le falta patriotismo, que es un pecho frío, que no tiene compañeros de juego a su altura. Para el caso, lo mismo podría decirse de los socios de Messi en la escuadra nacional: casi todos juegan en el exterior y casi todos son astros en sus respectivos equipos, pero cuando lucen la celeste y blanca algo pasa…

La mejor explicación que escuché no vino de una tertulia de aficionados ni de los centenares de comentaristas deportivos que viajaron a Rusia, sino de una analista política más bien interesada en los escenarios internacionales, Virginia Tuckey, quien inmediatamente después de la derrota ante Francia escribió en su cuenta de Twitter: “Messi es una síntesis perfecta de Argentina. Puro talento y trabajo duro. Es el mejor cuando el sistema bajo el que se rige está hecho para que brillen los mejores. Pero los sueños de ‘El Mejor del Mundo’ se ven frustrados en Argentina, donde el sistema se acomoda a los mediocres.”

Esta explicación me convence porque vale no sólo para Messi, sino también para los demás jugadores. Y en realidad, vale también para los centenares de miles de argentinos que han encontrado fuera de la Argentina el ambiente propicio para desarrollar sus talentos. Hablamos de deportistas, pero también de artistas, de científicos, de profesionales de todas las especialidades y de emprendedores en todas las variadas franjas de la actividad humana, que lograron imponerse a veces contra todas las adversidades. Porque si bien hay algunos que partieron con contratos laborales o destinos académicos más o menos ciertos, la gran mayoría se lanzó al vacío confiada sólo en sus propias fuerzas.

Los medios nos cuentan a veces algunas de esas historias personales, que comienzan con un exilio traumático y culminan con éxitos impensados. Una de mis favoritas es la de Ricardo Juncos, un ex corredor de la Fórmula Renault a quien la crisis del 2001 le obligó a cerrar el taller mecánico que le aseguraba la subsistencia. Hizo varios trabajos que nunca le pagaron y entonces, con 400 dólares en el bolsillo que le prestó el abuelo, se fue a los Estados Unidos. Allí consiguió emplearse en una carpintería mientras trataba de aprender el idioma y encontrar el camino hacia su especialidad. Hoy conduce su propia escudería, que en mayo pasado se presentó por segunda vez en las 500 millas de Indianápolis con tres pilotos y varias máquinas, y una inversión de siete millones de dólares

¿Cuál habría sido el destino de Ricardo si se hubiese quedado en la Argentina? ¿Por qué sus 400 dólares, su energía y su talento pudieron rendir frutos aquí inimaginables? ¿Cuáles son las razones de este “síndrome Messi” que nos permite crecer, destacarnos, brillar en el exterior, y nos impide superar las amarguras de la frustración, el desaliento y el fracaso, y el resentimiento consiguiente, cuando estamos en casa? Porque Messi en la selección es lo mismo que decir Messi en casa; es Messi bajo las normas, la conducción y el plan concebidos y puestos en práctica en casa. Ortega decía que el hombre es el hombre más su circunstancia. Messi es siempre el mismo hombre, lo que altera su rendimiento, su entusiasmo, su creatividad, es la circunstancia.

Más que poner el ojo en el temperamento de Messi, entonces, deberíamos prestar atención a la circunstancia argentina. Hay algo en nuestra organización, en nuestra normativa, en nuestro liderazgo, que no funciona. Y siendo que el imperio de la norma y la eficacia de la organización dependen de la calidad del liderazgo, de la voluntad en el primer caso y de la inteligencia en el segundo, nuestro problema es un problema de dirigencia. Y no se trata solamente de dirigencia política. Se trata de la dirigencia de todas las instituciones públicas y privadas del país, desde el Estado a la empresa, y desde el club a la Iglesia. La Argentina carece de una clase dirigente formada para dirigir y sabedora de su responsabilidad; una clase dirigente con la conciencia nacional, la preparación intelectual, la vocación política y la abnegación patriótica como para sacar al país del pantano en el que se ha precipitado por culpa de todos.

Lo que hay en la Argentina es una especie de familia mafiosa de lazos informales –políticos, sindicalistas, empresarios, dueños de medios– que, por deserción ajena y por afán propio, se quedó con el país, aprendió a usufructuarlo, y no está dispuesta a perderlo. En los sesenta, el sociólogo José Luis de Imaz pudo escribir Los que mandan, sobre la composición de lo que todavía lucía como una clase dirigente. En los noventa, el periodista Luis Majul publicó sus crónicas sobre Los dueños de la Argentina, que no es exactamente lo mismo. El último libro de Majul se llamó El dueño de la Argentina, se refería a Kirchner, y la singularidad del personaje parecía más bien la metáfora de un régimen dedicado al saqueo. Con el correr del tiempo, el poder en la Argentina fue pasando a manos de una minoría crecientemente mezquina y prepotente, desinteresada de las instituciones, sin el menor apego a la norma, sin otro programa que llenarse los bolsillos y sin otra política que controlar a las masas, mediante el relato, mediante los punteros, mediante la droga y mediante la policía, para que la dejen hacer lo suyo en paz.

Los viejos oligarcas trazaban ciudades inclusivas, y protegían las costas marítimas y fluviales para la contemplación y el disfrute público, aseguraban la salud, la educación y la justicia, incluso para los inmigrantes que llegaron en masa. Los nuevos oligarcas destruyeron todo eso para convertirlo en negocios con clientela casi cautiva: esto no es una clase dirigente, esto es una banda de apropiadores de lo público. Desde aquel momento cruel de los setenta, signado por la muerte, la muerte física de las personas alcanzadas por la guerra interna pero también la muerte de la identidad, del contrato social, del proyecto argentino, todo ha sido desorden, decadencia y decepción. El país se ha ido a la banquina, y hoy carece de normas, de conducción y de programa. Nada puede fructificar en la anomia, la falta de liderazgo, la ausencia de rumbo. Nada puede fructificar sin conciencia nacional ni contrato social. La riqueza argentina, no solo la monetaria sino también la humana, está en fuga, y su gente más ambiciosa, capaz y emprendedora ya sabe, como lo sabe el capital, que para crecer debe irse.

Como sugiere Tuckey, el fútbol es una metáfora de la Argentina. Tiempo atrás disfrutábamos viendo en nuestros estadios las proezas de los Messi de la época. Hasta que las dirigencias corruptas de los clubes empezaron a exportar jugadores para solventar sus desmadres. Ahora los padres alientan en sus hijos un destino futbolero con la mirada en la contratación extranjera. Antes el pibe del potrero soñaba con jugar en River o en Boca, ahora piensa en el Barsa o el Milan. Nosotros debemos conformarnos con verlos brillar en la pantalla de un televisor chino, y amargarnos con el síndrome de Messi en medio de una selección cuya conducción deportiva e institucional ha sido manipulada desde lo más alto del poder político.

Pienso en los Messi y en los Juncos, en los argentinos que han logrado hacerse un nombre en el exterior, en las Argerich y en los Maldacena, y en tantos otros que anónimamente llevan adelante sus carreras, sus profesiones, sus vocaciones, aun con la acuciante nostalgia prendida en el corazón; pienso en los que están por dar ese paso hacia la puerta de salida, pienso en los que querrían hacerlo pero no pueden; pienso en los que ni siquiera conciben esa posibilidad. Y cada vez que pienso en mis compatriotas en estos términos me viene a la memoria la imagen del Cid, cuando parte al destierro, abandonado por un rey confundido:

Todos salían a verle, niño, mujer y varón,
a las ventanas de Burgos mucha gente se asomó.
¡Cuántos ojos que lloraban de grande que era el dolor!
Y de los labios de todos sale la misma razón:
“¡Qué buen vasallo sería si tuviese buen señor!”

–Santiago González

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