El ruido y la furia

Por Gabriela Bustelo *

Diríase que el musical My Fair Lady con su ridícula frasecilla sobre la lluvia española ―“The rain in Spain stays mainly on the plain”― abrió a mediados del siglo XX la veda mundial para decir imbecilidades sobre España. El chascarrillo del libretista estadounidense Alan Jay Lerner no estaba en el Pigmalión original de Bernard Shaw y significa, literalmente, “La lluvia en España se queda mayormente en la meseta”, lo cual es falso, como sabe cualquier español. El objeto del pegadizo juego de palabras era que la protagonista de la obra, Elisa Doolittle, aprendiera a pronunciar la “a” sin el acento cockney de los suburbios de Londres. La frase tontorrona ha tenido una carrera fulgurante, tanto que hoy es bien conocida tanto en Reino Unido como en Estados Unidos. Durante la crisis española de 2008 y la posterior negociación del rescate financiero la prensa internacional la tuneó con un “The Pain in Spain” ―el sufrimiento español―, que sirvió para titular sesudos artículos de opinión en The New York Times, The Economist, The Guardian, The Spectator y Telegraph, entre otros muchos.

Ya tres décadas antes, entre 1926 y 1940, una pintoresca “Spain” caracterizada como folclórico reducto europeo le había valido a Hemingway para tres novelas ―Fiesta, Muerte en la tarde y Por quién doblan las campanas― generosamente aderezadas con palabras españolas mal escritas. Recordemos que el novelista y reportero estadounidense recibió el Premio Nobel de Literatura en 1954, pese a haber proclamado sobre Madrid con el lenguaje de un guía turístico que “los madrileños adoran su clima cambiante, del que están orgullosos”, que el aire de la ciudad se respira con “activo placer” y que “el Prado es algo absolutamente característico”. En pleno siglo de la revolución informática, la leyenda dorada de Hemingway ―que escribía a lápiz o con dos dedos en una vieja Corona 3― se mantiene incorrupta como el brazo de Santa Teresa. Tanto que este otoño de 2017 ha caído sobre España un ejército atrabiliario de periodistas, opinadores, informadores, desinformadores e incluso anarquistas griegos, italianos y centroeuropeos, poseídos del espíritu hemingwayesco del corresponsal que dice arreglar el mundo mientras se entrega a los placeres mundanales.

Mientras los influyentes hackers Edward Snowden y Julian Assange rusifican las redes, nuestro Hemingway milenial es Raphael Minder, corresponsal del New York Times en España desde 2010, que asegura saber poco o nada sobre la vicepresidenta Sáenz de Santamaría, pero acaba de publicar un libro titulado La lucha por Cataluña. Política rebelde en España. En julio Pedro Morenés, embajador español en Estados Unidos, tuvo que rebatir con una carta al editor la iniciativa del New York Times de apoyar el referéndum de Cataluña. No en vano España es un país de infinitos atractivos naturales y culturales para el seudo-periodista que ha leído a “Papa Hemingway” y quiere jugar a revolucionario sobrevenido en el siglo XXI. Más dudoso es que alguno de estos buscafortunas ―Minder define a Javier Solana como expresidente del gobierno y Assange narra en Twitter una terrible guerra de millones de catalanes contra el ejército español― haya leído la Constitución española. Lo primero que hace España en la Constitución es definirse como una Nación. Ya en el artículo segundo garantiza a sus regiones el derecho a una amplia autonomía, similar a la que concede la nación belga a sus comunidades, la nación suiza a sus cantones, la nación estadounidense a sus estados o la nación holandesa a sus provincias. Todas estas naciones han soportado complicadas trayectorias históricas, algunas sangrientas, hasta llegar a su configuración actual. En el caso español, nuestras divisiones administrativas, influidas unas por otras, hacen incesantes reclamaciones al gobierno central respecto de su estatus. Tanto es así que esta frustración impostada parece dar un sentido a su existencia. Con la conchabanza o desidia de los últimos gobiernos españoles, la comunidad autónoma catalana se ha atribuido la misma entidad nacional que la Nación española a la que pertenece. Lejos de rebatirse o debatirse, esto se ha aceptado hasta el punto de que el expresidente socialista José Luis Rodríguez Zapatero inició una maniobra abracadabrante: plantearse el concepto mismo de la nación que le había elegido democráticamente, algo inaudito en un líder occidental del siglo XXI.

La idea no era una profunda noción filosófica, sino una añagaza política. El secesionismo catalán no se inició con aquella promocionada bravata del 11 de septiembre de 1714 en que Rafael Casanova se habría consagrado como héroe de la resistencia frente al dominio borbónico. Ni tampoco con ese “Apoyaré la reforma del Estatuto que apruebe el Parlamento catalán” de un Zapatero ya en campaña electoral en 2003. Seamos serios. El secesionismo catalán empezó cuando Jordi Pujol montó una mafia familiar en la década de 1980, poniendo a esa empresa corrupta el muy comercial nombre de Nacionalismo. El secesionismo catalán no es ansia de libertad. Es corrupción. Los españoles hemos votado, durante cuarenta años, a los gobiernos obsequiosos que han permitido y financiado esa corrupción regional con nuestros impuestos. Lo que les están contando este otoño a los aprendices de Hemingway es aquello de Macbeth: una historia balbuceada por un idiota, llena de ruido y furia, sin el menor sentido.

* Escritora y periodista española, columnista del sitio Cuarto Poder. Su último libro, en coautoría, es La vicepresidenta (Esfera, 2017)

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