Europa, Europa

La derecha parece ser la última esperanza para un continente con la identidad bajo amenaza y el espíritu separado de la acción

Europa sufre el azote de un remolino de corrientes violentas, encontradas, indóciles, cuya capacidad destructiva confluye, casualmente o no, sobre las identidades nacionales y su expresión institucional, el Estado nación. Contra él conspiran hoy fuerzas aparentemente contradictorias como la entidad supranacional llamada Unión Europea y los virulentos separatismos regionales (Cataluña, Escocia, Lombardía, el Veneto); conspira la inmigración masiva y descontrolada de pueblos exóticos e incluso hostiles, y conspira la propia ideología dominante, esa corrección política socialista y amanerada, que deja a la nación indefensa frente a la invasión demográfica, cultural y religiosa que destruye sus entretelas, y frente a la burocracia sin patria que horada su soberanía.

Fuerzas aparentemente contradictorias pero confabuladas contra la identidad nacional y el Estado nación: los «nacionalistas» catalanes promueven la inmigración islámica a fin de sumar votantes para su causa, y en sus sueños querrían seguir perteneciendo a la UE y a la zona euro; los «nacionalistas» escoceses quieren abandonar el Reino Unido para escapar del Brexit y volver a la UE, y así. No hay nada de «nacional» en los separatismos nacionalistas, y por eso gozan de las simpatías de la progresía internacional, que comparte batallas con los partidarios de la globalización contra todo aquello que asegura al hombre su «casa» espiritual, ese acervo de historia, tradiciones, lengua, valores, saberes y creencias, y también formas, colores, sonidos, sabores y ambientes en los que puede reconocerse y anclar su identidad. Incluido su trabajo, entendido como componente esencial de su persona; especialmente su trabajo, y el sentido de su trabajo.

La dirigencia política europea no le encuentra la vuelta al asunto, a veces se tiene la sensación de que ni siquiera sabe de qué se trata el «asunto». Pretende enfrentar problemas inéditos rebuscando en el libro de recetas de la abuela, no sabe si lanzar la policía a la calle o dejarla en los cuarteles, no sabe si intervenir en la economía o dejar hacer, sigue creyendo en que la democracia republicana y la libertad de mercado habrán de sacarle las papas del fuego, cuando hace ya tiempo que las condiciones de posibilidad de tal democracia y tal mercado han dejado de existir. Lo mejor de la producción cultural europea, desde la caída del muro para acá, no hace sino expresar la misma perplejidad, el mismo desasosiego, la misma incertidumbre: así no se puede seguir viviendo, pero nadie sabe cómo seguir viviendo.

Estos momentos de incertidumbre o desasosiego abruman a las sociedades cuando su vida pública no coincide con sus convicciones profundas, con su sentido común más arraigado, con esa «casa» espiritual de la que hablaba más arriba. La incomodidad se vuelve entonces intolerable, y desborda en comportamientos socialmente suicidas entre los más débiles (que suelen ser los más jóvenes), y regresivos entre quienes se sienten aun con fuerzas como para abalanzarse sobre el timón y enderezar el rumbo (que suelen ser los mayores, o quienes, por una u otra razón, guardan memoria). Los partidos y movimientos de derecha, que añoran algún momento idealizado del pasado, prosperan en toda Europa, particularmente en Francia y Alemania, y es probable que pronto los veamos crecer en España si las cosas siguen como van. Desde la orilla del progresismo suicida, que marcha hacia la muerte tanto más rápidamente cuanto más de sus pequeñas batallas gana, brotan las acusaciones fáciles: neonazis, franquistas, fascistas, lo que venga al caso.

En algún punto, sin embago, el progresismo socialdemócrata reinante en el Viejo Continente tiene razón. La Europa que institucional, cultural y políticamente acepta, defiende y promueve el estado de cosas que le permitió florecer es la Europa que ganó la guerra en 1945, la de la modernidad, la sociedad abierta, el agnosticismo, la democracia, las finanzas y la Liga de las Naciones. El espíritu de la vieja Europa, ése cuya reaparición hoy temen, alentaba en Alemania, España, Italia, Francia (en Petain, pero tambien en De Gaulle) y algunos otros focos dispersos. Europa, y decirlo no implica en principio un juicio de valor sino simplemente una descripción, siempre fue racista como la Alemania de Adolf Hitler, católica militante como la España de Francisco Franco y vocacionalmente imperialista como la Italia de Benito Mussolini. Y además, malgré tout, orgullosa de su historia como la Francia de Charles de Gaulle.

Europa fue racista, imperialista y teocrática desde su mismo origen, cuando el emperador Augusto decidió darse a sí mismo el título de Dominus et Deus. El cristianismo trató de romper ese doble liderazgo político y religioso con aquello de dar al César y a Dios lo que corresponde a cada uno, pero sólo para introducirse a sí mismo en la jerarquía privilegiada, cosa que logró con Constantino. Desde entonces todos los reyes y emperadores europeos fueron coronados por una autoridad religiosa, que legitimaba la fuente divina de su poder. Desde entonces, y hasta el fin de la segunda guerra, la historia de Europa se expresa en una sucesión de imperios, ora asociados, ora enfrentados, y en permanente reconfiguración, en busca de un elusivo equilibrio regional (y a veces mundial) de poderes. Cuando estuvo en condiciones de hacerlo, condiciones que ella misma creó, proyectó su imperialismo, su racismo y su fe sobre el resto del mundo, en el que encontró una fuente inagotable de materias primas para extraer, mano de obra para explotar y almas para convertir.

Europa es Constantino y don Pelayo, son los cruzados, los navegantes, los exploradores y los conquistadores, es el Imperio Español y el Imperio Británico, es Napoleón, es Bismarck y es Hitler, es el Vaticano y los Papas. Demográficamente Europa es el hombre blanco, minoritario y en retirada; culturalmente, es la mitad del mundo, es más de la mitad del mundo, es casi todo el mundo, y a su impulso, decisión, coraje, inteligencia, creatividad, valentía, brutalidad e inclemencia el mundo le debe mucho de lo bueno que tiene, y también mucho de lo malo, en proporciones tan raramente combinadas que es difícil, si no imposible hacer un balance. Europa cumplió siempre con el mandato de ser lo que debía ser, y su actual desasosiego, confusión e incertidumbre resulta, como dijimos, de una fractura entre espíritu y acción. Una fractura que se produjo en la primera mitad del siglo pasado, cuando el continente se arrojó a una de sus frecuentes y sangrientas contiendas para redefinir sus equilibrios de poder, y cuando factores externos se entrometieron para influir en el resultado.

Esos factores incidieron en el desenlace de la primera guerra, tan inestable y mal planteado que condujo a una segunda, en la que la intervención externa fue decisiva. Rusos y norteamericanos fueron recibidos con resignado alivio en Berlín, y con aplausos entusiastas en París, Londres y Roma. Desde entonces, y hasta la caída del muro, Europa quedaría a merced de esos dos dinosaurios, los EE.UU. y la URSS, cerebros pequeños montados sobre estructuras desmesuramente armadas y blindadas. Fueron cuatro largas décadas, de las que el continente emergió económicamente restablecido pero sin identidad, sin ideas y sin destino, más allá del manual del buen ciudadano del mundo elaborado por los vencedores de 1945, y promovido desde Bonn por los vencidos en plan de rehabilitación. El laborioso Konrad Adenauer le ganó la partida al enfático De Gaulle.

Desde entonces el espíritu y la acción vienen discurriendo en el Viejo Continente por caminos separados. Desde la angustia existencial de la posguerra, tironeada entre el ser y la nada, hasta la disolución nihilista de la posmodernidad, al mirarse al espejo los europeos sólo han encontrado un hombre sin atributos (Musil), desconcertado ante su intolerable inconsistencia (Kundera), y ante la perspectiva cierta de la sumisión (Houellebecq) si es que no encuentra en sí mismo la fuerza y los argumentos para reaccionar a tiempo. A fines de los noventa una Europa espiritualmente exangüe cedió a la presión del progresismo, el multiculturalismo y las minorías intensas, y permitió que las bombas estadounidenses arrebataran a Serbia sus milenarios territorios de Kosovo en beneficio de una pandilla de inmigrantes musulmanes radicalizados de origen albanés. Por segunda vez en el mismo siglo, tropas no europeas dibujaban las fronteras de Europa. Entonces a nadie pareció importarle. Algo de eso parece haber cambiado ahora, gracias a la pedagogía del terrorismo islámico. Las derechas europeas, como dijimos, vienen cosechando apoyos, y tal vez en ellas recaiga la responsabilidad última de fortalecer las identidades nacionales, de organizar la defensa y eventualmente pasar a la ofensiva, de volver a casar el espíritu (inevitablemente racista, cristiano e imperialista, aunque tal vez de otro modo) con la acción.

–Santiago González

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