El renunciamiento

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Un intrigante drama humano se desarrolla frente a nuestros ojos en la Casa Rosada. La persona que obtuvo el mandato de los argentinos para gobernar el país hasta el 2011 ha declinado silenciosamente esas responsabilidades en favor de su esposo, que la precedió en el cargo, y se limita a hacer de portavoz de ese poder real y a cumplir con éxito cuestionable algunas funciones ceremoniales.

Ocupados como estamos en protegernos de los azotes que emanan de ese poder en las sombras, no alcanzamos a discernir, me parece, las dimensiones de ese drama, que ha convertido a la otrora aguerrida senadora por Santa Cruz, temible campeona de las ideas progresistas y denunciante implacable de las mañas de la vieja política, en una defensora sin crítica ni elocuencia de los desatinos de su marido.

¿Qué produjo esa mutación inexplicable en la presidente? ¿Qué puede inducir a alguien, no ya a abdicar el poder, sino a olvidar las ideas y los principios que defendió en sus largos años como legisladora nacional y provincial, a desplomarse en el momento culminante de su carrera política, a resignar su amor propio? El drama puede vestir la máscara de la tragedia o la de la comedia. ¿Cuál de ellas envuelve este renunciamiento de Cristina Fernández?

Descubramos, a modo de ejercicio, la máscara de la comedia. Allí la crónica periodística nos presenta un par de pícaros al estilo del que suelen mostrarnos las películas, dispuestos a todo en un intento desenfrenado por obtener riqueza y poder, despectivos de las normas, ignorantes de lo que no sean sus ambiciones, hábiles simuladores, jugadores arriesgados a todo o nada en una secuencia de episodios cada vez más audaces, cada vez más cerca del desastre.

Adolescentes de clase media resentidos (el resentimiento es el motor del progresismo argentino), buscaron como tantos otros en la “militancia” una forma de reconocimiento social que las vías tradicionales no les permitían con la rapidez deseada. No tuvieron mucho éxito: en los setenta nadie conocía a los Kirchner más allá de las diagonales de la capital bonaerense. Pero estaban aprendiendo.

Esa escasa relevancia les permitió trasladarse sin problemas desde La Plata, el pago de Cristina, a Santa Cruz, la tierra de Néstor. El golpe militar y las políticas de José Martínez de Hoz les abrieron inesperadas puertas hacia la construcción de una fortuna personal, aprovechando según dicen los lugareños el tendal de deudores que dejaba la famosa “tablita” del ministro y la no menos famosa Circular 1050.

Con el regreso de la democracia, se les presentó la oportunidad de ejercitar en Río Gallegos las habilidades políticas aprendidas en La Plata. Entonces descubrieron la fórmula: conseguir poder económico para obtener poder político, y poder político para aumentar el poder económico, en una carrera que llevó a uno a posiciones ejecutivas y a la otra a funciones legislativas municipales, provinciales y nacionales.

La crónica traza un camino jalonado por los fondos exiliados de Santa Cruz, las tierras fiscales compradas a precio vil, la adquisición de empresas y participaciones mediante el empleo de testaferros, la obsesión por hacerse de medios de comunicación, una voluntad de enriquecimiento que va más allá de la habitual en los políticos, que “sólo” quieren asegurar su bienestar y el de sus descendientes.

Según la tesis de un libro que está preparando el periodista Luis Majul, Kirchner aspira a convertirse en el dueño de la Argentina, o al menos en uno de sus dueños. Pretende acumular durante esta alternancia entre marido y mujer en la Casa Rosada un poder económico directo o indirecto lo suficientemente grande como para hacerlo sentir en la política aun cuando ya no tenga un espacio formal en el esquema institucional.

Bajo la máscara de la comedia encontramos entonces a una Cristina cómplice en una aventura conyugal de acumulación de poder. No hay tal renuncia a los ideales: los ideales siempre fueron los mismos. De día, uno urde sus imaginativas redes de manipulación política, y la otra construye la imagen pública de la pareja, en las cámaras o frente a las cámaras. De noche, muertos de risa, hacen las cuentas sobre la cama matrimonial.

Este escenario, no obstante, tiene sus fallas. Si los Kirchner son los pícaros aventureros que así se describen, ¿cómo encajan en el plan los proyectos legislativos de Cristina senadora tendientes a asegurar la transparencia en distintos ámbitos de la gestión pública, e incluso en la financiación y el desenvolvimiento de los partidos políticos? En esta línea de interpretación hay un salto difícil de explicar.

Apartemos ahora, siguiendo el mismo ejercicio, la máscara de la tragedia. Acá nos encontramos con una mujer dominada por la personalidad arrolladora, subyugante de su marido, que sólo puede ser ella misma cuando está lejos de su influencia, y que sucumbe a sus designios tan pronto ese carácter poderoso le indica cuál es su lugar en el esquema de las cosas que él ha diseñado.

Una significativa fotografía tomada el día de su asunción muestra a Cristina Fernández con la banda presidencial recién estrenada, sosteniendo con sus dos manos el bastón símbolo del poder. Por detrás y por encima de ella, Néstor Kirchner aferra con una mano ese mismo bastón y mira a la cámara con una sonrisa que anuncia a las claras quién habrá de empuñarlo en el futuro. Y quién habrá de decidir, llegado el caso, cuándo se renuncia a ese bastón.

Cuando Néstor Kirchner llegó a la presidencia, Cristina, mucho más conocida que su marido en la escena política nacional, se hizo discretamente a un lado, cumplió sus funciones de primera dama, y dejó que su esposo ocupara toda la escena ayudándolo así a construir poder político más allá del magro caudal de votos que lo había llevado a la Casa Rosada.

Cristina había alcanzado su perfil más alto durante su desempeño como legisladora en Buenos Aires, mientras Néstor ejercía la gobernación de Santa Cruz. Basta recorrer la lista de los proyectos que impulsó o apoyó desde su banca para advertir el abismo que separa a esa persona de la que hoy acepta en silencio que su marido haga y deshaga por detrás y por encima de su investidura presidencial.

Hay una fractura enorme entre aquella senadora de vibrante elocuencia, y la recitadora de frases dichas sin convicción que con tono de maestra ciruela describe la soja como un “yuyo”, la inseguridad como un “inconveniente”, y las elecciones como un “escollo”. Falta coherencia psicológica entre la combativa defensora de los derechos de la mujer, y la mujer que hace tristes papeles en cada foro internacional donde le ha tocado acudir.

Creo posible inscribir en este orden de ideas la nota que Abel Posse publicó el 5 de marzo en lanación.com, con el título “Asume la Presidenta”. Posse entendió ese día que la aparición de Cristina Fernández en la reunión con los representantes del campo, y su activa participación en las discusiones, marcaban un desprendimiento de la mandataria respecto del poder que parece dominarla.

“En las fotos de la Presidente, al salir de la reunión, apareció un rostro alegre, liberado”, observó el diplomático. En todo caso, fue apenas un momento. La sugerencia de la presidente de que sus interlocutores llevaran el reclamo sobre las retenciones al Congreso tropezaría con la orden de Néstor Kirchner de no dar quorum. Como en tantas otras ocasiones, Cristina Fernández quedó pagando. Y el rostro volvió a crisparse.

Lo cierto es que a lo largo del casi año y medio que lleva en el cargo, no es posible atribuir a la presidente una sola medida de gobierno, una sola iniciativa de gestión, una sola decisión respecto de sus colaboradores, o de las relaciones con los otros poderes. Sin embargo, Cristina es Elizabet, pero no es Isabel. Tiene que ser conciente de su situación, de su menguante popularidad, del rechazo que provoca especialmente entre las mujeres.

¿Por qué acepta entonces ese deslucido papel? ¿Por qué sale todos los días, contra viento y marea, con sonrisa y gestos más propios de un actor que de un dirigente, a decir palabras que nadie cree, empezando por ella misma, ante un público complaciente y adulón? ¿Complicidad, entonces, o sometimiento? ¿Renunciamiento voluntario o involuntario? La respuesta se encuentra encerrada entre las cuatro paredes de la intimidad matrimonial.

Y probablemente no pertenezca al orden de la comedia ni de la tragedia, sino al género mixto de la tragicomedia. Así como hay una continuidad digamos cómica entre el Kirchner de Santa Cruz y el de la Capital Federal, hay una fractura trágica entre la Cristina legisladora y la Cristina presidente. En el medio aparece la deslumbrante, inesperada, azarosa experiencia del poder, que trastorna las percepciones y confunde las ideas de quienes no están preparados para ejercerlo.

–Santiago González

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