Por Pat Buchanan *
¿Será cierto que al columnista del Washington Post Yamal Jashogui lo asesinaron en el consulado saudí en Estambul, lo trozaron con una sierra de carnicero y lo despacharon a Riad en reactores Gulfstream propiedad del príncipe heredero Mohamed bin Salman? Esto afirman los turcos, que tienen videos del consulado, las fotos de los 15 agentes saudíes que llegaron a Estambul ese día, 2 de octubre, y las matrículas de los aviones.
Respalda la tesis de un asesinato en el consulado, o de un secuestro que terminó mal, una noticia publicada en el Post acerca de que la inteligencia norteamericana había detectado un plan saudí, ordenado por el príncipe, para atraer a Jashogui de regreso a Arabia Saudí desde su casa en los suburbios de Washington. ¿Con qué objeto?
Si Riad no rechaza esas acusaciones, seguramente y con toda razón “las va a pagar caras”, como dijo John Bolton en otro contexto.1 Y los perjuicios diplomáticos colaterales prometen ser cuantiosos. Cualquier “OTAN árabe” para enfrentar a Irán, centrada en Arabia Saudí con apoyo estadounidense, estaría condenada de antemano. La continuidad del apoyo norteamericano a la guerra saudí en Yemen se vería en cuestión. La relación especial que se estableció entre el príncipe heredero y el yerno del presidente Donald Trump, Jared Kushner, podría pasar a la historia. El Congreso podría cancelar la venta de armas al reino que mantiene ocupados a millares de trabajadores norteamericanos de la industria de defensa, e imponer sanciones al príncipe que parecía destinado a heredar el trono de su padre, el rey Salman, de 82 años.
Hoy, el príncipe saudí se ha vuelto tóxico, y su ascenso al trono luce menos seguro que dos semanas atrás. Sin embargo, la conducta del príncipe heredero Mohamed ya parecía extremadamente errática mucho antes de la desaparición de Jashogui en el consulado.
Junto con los EAU, acusó a Qatar de apoyar el terrorismo, rompió relaciones y amenazó con cavar una zanja para separarlo de la Península Arábiga. Como protesta contra las críticas de la canciller canadiense sobre el comportamiento de su país en materia de derechos humanos, cortó todos los vínculos con Ottawa. El año pasado, llamó al primer ministro libanés Saad Hariri a Riad, lo mantuvo allí una semana, y lo obligó a renunciar a su cargo y culpar de ello a la interferencia de Irán en el Líbano. Tras ser liberado, Hariri regresó a su país y reclamó su cargo. Reformista declarado, el príncipe heredero Mohamed permitió el acceso de las mujeres a las salas cinematográficas y las autorizó a conducir automóviles, e inmediatamente metió en la cárcel a las activistas sociales que habían demandado esas reformas. Hace tres años les declaró la guerra a los hutíes, luego de que los rebeldes derrocaran a un presidente pro-saudí y dominaran casi todo el territorio yemenita. Desde 2015, el príncipe viene librando una guerra aérea salvaje que ha atraído los misiles hutíes hasta su propio país y su capital. Yemen se ha convertido en el Vietnam de Arabia Saudí.
Que nuestro principal aliado árabe en el enfrentamiento con Irán, capaz de llevar a los Estados Unidos a una nueva guerra, sea un régimen conducido por un personaje tan inestable debería plantearnos serias preocupaciones respecto de nuestro rumbo en el medio oriente. ¿Acaso no tenemos ya bastantes guerras? ¿No tenemos suficientes enemigos en la región –los talibanes, al Qaeda, ISIS, Hezbolá, Hamás, Siria, Irán– como para iniciar otra guerra?
Y prestemos atención a quienes nos acompañan. Turquía, nuestro aliado en la OTAN que conduce el reclamo sobre Jashogui contra nuestros aliados saudíes, es el país con mayor número de periodistas presos en el mundo. Nuestro aliado egipcio, el general al Sissi, llegó al poder mediante un golpe de estado y ha llevado a prisión a miles de disidentes de la Hermandad Musulmana. Aunque hemos calificado a Irán como “el mayor patrocinante estatal del terrorismo en el mundo”, es Yemen, donde Arabia Saudí intervino en 2015, el escenario de la peor catástrofe de derechos humanos de todo el planeta.
Peor aún, el propio Irán es una víctima del terrorismo. El mes pasado, un grupo armado atacó un desfile militar en la ciudad sudoccidental de Ahvaz y mató a 25 soldados y civiles en el atentado terrorista más letal ocurrido en Irán en la última década. Y, al igual que Afganistán, Irak, Siria y Libia, Irán sufre también la amenaza del tribalismo, con secesionistas árabes en el sudoeste, secesionistas beluchis en el sudeste, y secesionistas kurdos en el noroeste.
Los Estados Unidos no pueden mirar para otro lado si efectivamente hubo una mano real saudí en el asesinato de un periodista asignado a cubrir este país en su consulado en Estambul. Pero antes de alejarnos del régimen de Riad, deberíamos preguntarnos cuál sería la alternativa en caso de desestabilización o caída de la casa de Saud. Cuando el rey Faruk de Egipto fue derrocado en 1952, llegó Nasser. Cuando el rey Faisal fue derrocado en Bagdad en 1958, a la larga llegó Saddam Hussein. Cuando el rey Idris de Libia fue derrocado en 1969, llegó Gaddafi. Cuando Haile Selassie fue derrocado y asesinado en Etiopía en 1974, llegó el coronel Mengistu y los asesinatos en masa. Cuando el Cha fue derrocado en Irán en 1979, llegó el ayatolá.
Como atestigua la Primera Guerra mundial, que provocó la caída de cuatro imperios, las guerras son terribles para las monarquías. Si en el Medio Oriente estalla una guerra nueva y más vasta, contra Irán en el Golfo Pérsico, unos cuantos reyes, emires y sultanes árabes probablemente perderán su poder. Y cuando eso ocurre, según muestra la historia, no suelen ser los demócratas los que llegan para reemplazarlos.
* Ex asesor de los presidentes Richard Nixon, Gerald Ford y Ronald Reagan, aspirante a la presidencia de los Estados Unidos en 1992 y 1996. Su último libro es Nixon’s White House wars: The battles that made and broke a president and divided America forever.
© Patrick J. Buchanan.
Versión castellana y notas © Gaucho Malo.
- Un par de semanas atrás, el consejero de seguridad nacional John Bolton usó esa expresión para advertir a Irán que se abstuviera de causar daño a los EE.UU. o sus aliados. [↩]