El primer reto

Más allá de la violencia organizada hubo este fin de año un reclamo que el gobierno debería escuchar sin victimizarse

El presidente Mauricio Macri afrontó el primer reto importante desde que asumió hace dos años, y reaccionó con visible irritación, como alguien que hubiese sufrido una injusticia. Sin embargo el desafío era previsible para cualquiera (menos para la incompetente agencia de inteligencia, por lo visto): si lo que se está discutiendo en estos días en el Congreso es aprobado, y lo va a ser, el oficialismo se asegura virtualmente un segundo mandato en el 2019, el kirchnerismo y la izquierda van a ir a parar al cajón de los recuerdos, y el poder de los intendentes del conurbano y de los grandes sindicatos empezará a retroceder efectivamente por primera vez en muchos años.

Al proponer la rebaja de las jubilaciones, el gobierno les obsequió a esos sentenciados la excusa perfecta para montar su numerito de violencia callejera y tumulto legislativo, mientras los gordos de la CGT, ya aturdidos y sin reflejos tanto por la edad como por la falta de convicciones, decidían un paro estúpido que ellos mismos se encargaron de desactivar hasta donde pudieron. Amparado por la eficacia de la ministra de seguridad, el oficialismo pudo eludir el juego de pinzas que buscaba paralizarlo, y seguir adelante con los debates, las votaciones y las aprobaciones legislativas.

A pesar de que su gobierno había logrado superar el trance de manera bastante airosa, si se deja de lado el desatinado retiro de la Gendarmería de la custodia del Congreso y su reemplazo por la inadecuada Policía de la Ciudad que sufrió casi noventa heridos en su heroico, e inerme, rechazo de los revoltosos, el presidente pareció tan irritado con el desafío que hizo dos cosas infrecuentes: fue a visitar en el hospital Churruca a los policías lesionados, y habló al país. En su breve mensaje, Macri se mostró furioso con los violentos, disgustado con los opositores políticos y molesto con la clase media que la noche anterior le había hecho escuchar el sonido de las cacerolas, módico y confuso en su mensaje, pero audible al fin.

El presidente se sintió personalmente agredido por las protestas, esperables como lo habían sido, y reaccionó visceralmente. Por primera vez no habló en nombre del “equipo”, como es el estilo del PRO, sino que personalizó el reto y lo respondió en primera persona. “Yo no estoy acá para hacer lo que me es cómodo, por más que haya noches que me cuesta dormir por la cantidad y la magnitud de los cambios que hay que hacer. Los cambios los tengo que hacer porque si no, no hay futuro”, dijo. “Estoy absolutamente convencido, estoy jugado de cuerpo y alma a que estas reformas nos van a permitir crecer veinte años y ahí va a estar la solución a todos los traumas y a todas las frustraciones que se han acumulado en nuestro país.”

Si hay algo que en política no rinde –a decir verdad, no rinde en ninguno de los órdenes de la vida– es hablar después. Cuando alguien habla antes, por desagradable que sea lo que tiene que decir, transmite la sensación de que está en control de las cosas; cuando habla después, por más bonito que platique, transmite la sensación de que los acontecimientos lo controlan a él. Para citar un ejemplo reciente, si el presidente hubiese hablado en el momento en que se perdió contacto con el ARA San Juan, habría desempeñado correctamente su papel de comandante en jefe, y no se habría encontrado en la penosa situación de andar escondiendo luego la cabeza hasta que la gente se olvidara del asunto, u otra crisis viniera a ocupar el lugar de la anterior.

Del mismo modo, si hubiese hablado claramente a la Nación cuando asumió la presidencia en el 2015 sobre el estado en que encontró los asuntos públicos, y sobre los sacrificios que habría que encarar para reencaminarlos, no se habría visto después en la situación de volver una y otra vez, él o su gobierno, a justificar cada mal trago que debe administrar a la población. Si todas las malas noticias se comunican de una sola vez, después, al menos en teoría, sólo quedan las buenas noticias para anunciar. El gradualismo en los procedimientos para reconstruir el país puede ser debatible, el gradualismo en la revelación del estado de cosas resulta definitivamente contraproducente, y las revelaciones tardías resultan cada vez menos creíbles y más parecidas a excusas..

Si el país hubiese sido correctamente informado desde un principio de que el sistema previsional vigente es insostenible, la necesidad de revisar el índice de actualización de haberes habría parecido algo necesario e inevitable, y no un manotazo del gobierno sobre el dinero de los jubilados para atender las necesidades de la política. Claro es que no sólo es necesario hablar oportunamente, sino también decir la verdad y ser consecuente: si se pide un sacrificio a los mayores no se puede despilfarrar el dinero público para asegurar una vida lujosa a los representantes políticos, solventar las fantasías de los funcionarios y reservar empleos públicos o negocios con el Estado a parientes y amigos. Cambiemos hace todas esas cosas, y la gente se entera, a veces por vía de esa misma izquierda a la que el gobierno ha confiado la cátedra, la cultura y los medios públicos con la peregrina esperanza de comprar “paz social”.

Pero, como dijo el analista Rosendo Fraga, lo más preocupante en estas agitadas jornadas de fin de año han sido los cacerolazos. Esos cacerolazos provinieron de los mismos sectores que le dieron el triunfo al oficialismo en el 2015 y se lo ratificaron hace apenas dos meses en los comicios legislativos. El gobierno debería prestarles atención, debería entender que algo está haciendo mal. La resistencia a reducir el gasto del Estado, la nula austeridad de su burocracia, y la arrogancia de unos funcionarios en su mayoría incompetentes que insisten en tratar a la gente como si fuera estúpida, y que por eso no puede recibir “malas noticias” sino sólo globitos y papel picado, son algunas de las cosas que está haciendo mal. La violencia no tuvo apoyo popular, pero la protesta sí. El gobierno recibió un aviso que no debería desestimar.

–Santiago González

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