El Brexit prueba el aislamiento y fracaso del establishment occidental

Por Glenn Greenwald

La decisión de los votantes británicos de abandonar la UE representa un repudio tan inequívoco del buen juicio y la relevancia de las instituciones de la élite política y periodística que, por una vez, su fracaso se ha convertido en un aspecto dominante de la historia. La reacción de la prensa ante la votación por el Brexit se distribuye en dos categorías generales: 1) intentos serios y honestos de entender qué impulsó a los votantes a elegir de ese modo, aunque eso signifique sentar en el banquillo a los círculos del propio establishment, y 2) ataques petulantes, autojustificativos, elementales contra los votantes desobedientes que apoyaron la ruptura, por ser fanáticos primitivos y xenófobos (y para colmo, estúpidos), todo para eludir cualquier admisión de su propia responsabilidad. Virtualmente todas las reacciones que caen en la primera categoría subrayan los profundos fracasos de todas las áreas del establishment occidental; esas instituciones han engendrado miseria y desigualdad por todas partes, y se limitan a escupir un desdén condescendiente contra sus víctimas cuando éstas alzan objeciones.

En un análisis sobresaliente y conciso, Vincent Bevins escribió en Los Angeles Times que “tanto el Brexit como el trumpismo son respuestas muy, muy equivocadas a cuestiones legítimas que las élites urbanas se han negado a plantearse durante tres décadas”; en particular, “desde la década de 1980, las élites de los países ricos se quedaron con todo, se reservaron para sí todas las ganancias y se limitaron a taparse los oídos cuando alguien levantaba la voz, y ahora asisten horrorizados a la revuelta de los votantes”. El periodista británico Tom Ewing, al trazar una amplia explicación del Brexit, dijo que la misma dinámica que impulsó el voto en el Reino Unido se observa en Europa y también en América del norte: “la arrogancia de las élites neoliberales que construyeron una política orientada a buscar atajos y saltearse la democracia, manteniéndola al mismo tiempo formalmente intacta”.

El filósofo político Michael Sandel, en una entrevista con The New Statesman, también sostuvo que la dinámica impulsora del sentimiento pro Brexit se extendía ahora de manera dominante por todo Occidente: “una gran base de votantes de la clase trabajadora siente que no sólo la economía los ha dejado atrás, sino también la cultura; que las fuentes de su dignidad, la dignidad del trabajo, han sido socavadas y ridiculizadas por lo acontecido con la globalización, el ascenso de la economía financiera, la atención que conceden los partidos de todo el espectro político a las élites económicas y financieras, el énfasis tecnocrático de los partidos políticos establecidos.” Después de la veneración extrema del mercado por parte de Reagan y Thatcher, dijo, “la centroizquierda” -Blair, Clinton y varios partidos europeos- “se las arregló para recuperar el poder político, pero no logró redefinir la misión y el propósito de la socialdemocracia, que se volvió vacía y obsoleta”.

Tres columnistas del Guardian pusieron coincidentemente el foco en la ignorancia de la élite mediática, derivada de su homogeneidad y de su alejamiento de la ciudadanía. John Harris citó a un votante de Manchester que explicaba que “si uno tiene plata, vota quedarse, y si no tiene plata, vota por irse”, y agregó Harris: “la mayoría de la prensa… no lo vio venir… La alienación de la gente encargada de documentar el temperamento nacional respecto de la gente que efectivamente lo define es una de las grietas que condujo a esta instancia”. Del mismo modo, Gary Young denunció que “un sector del comentariado1 basado en Londres trazó un perfil antropológico de la clase trabajadora británica como si se tratara de una especie menos evolucionada de algún remoto paraje, y los retrató con demasiada frecuencia como fanáticos que no saben lo que les conviene”. Ian Jack tituló su artículo: “En esta votación, los pobres se volvieron contra una élite que los ignoró”, y describió cómo “gradualmente, la imagen de ciudades vacías y locales tapiados pasó a ser algo normal u olvidable”. Titulares como éste del Guardian en 2014: “La creciente desigualdad en el Reino Unido es una bomba de tiempo en marcha”, anticiparon las cosas pero fueron ignorados ampliamente.

Aunque hubo algunas excepciones, las élites políticas y mediáticas del establishment británico se mostraron fervientemente unidas contra el Brexit, pero su juicio magistral fue ignorado, desdeñado incluso. Esto ha ocurrido una y otra vez. A medida que sus fracasos fundamentales se volvieron más evidentes para todos, estas élites fueron perdiendo credibilidad, fueron perdiendo influencia y fueron perdiendo la capacidad de imponer resultados.

El año pasado, sin ir más lejos, los miembros del laborismo británico eligieron para liderar el partido de Tony Blair al auténticamente izquierdista Jeremy Corbyn, alguien que no pudo haber sido tratado con mayor desprecio y condescendencia por todas las luminarias de la prensa y de la política británicas. En los Estados Unidos, el festivo rechazo por los votantes de Trump de las certezas colectivas del establishment conservador evidenció parejo desdén por el consenso de las élites. La entusiasta y sostenida campaña, especialmente de los votantes más jóvenes, contra la mimada del establishment Hillary Clinton y en favor de un socialista de 74 años que casi nadie en la élite de Washington tomaba en serio reflejó una dinámica similiar. Las denuncias que las élites lanzan contra los partidos derechistas de Europa caen en oídos sordos. Las élites no logran detener, ni siquiera alterar, ninguno de estos movimientos porque en el fondo son revueltas contra sus nociones, contra su autoridad y contra su virtud.

En suma, la credibilidad del establishment en Occidente agoniza, su influencia se desgrana con rapidez, y todo merecidamente. El ritmo frenético de la prensa on line hace que incluso los acontecimientos más recientes parezcan lejanos, historia antigua. Esto, a su vez, facilita que perdamos de vista cuántos fracasos catastróficos y devastadores han producido las élites occidentales en un lapso notablemente breve.

En 2003, las élites británicas y estadounidenses se unieron en apoyo de una de las guerras de agresión más repudiables e inmorales en varias décadas: la destrucción de Irak; el que se la haya justificado básicamente en falsedades ratificadas por las instituciones más confiables, además de haber sido un fracaso político total incluso en sus propios términos, minó la confianza pública.

En 2008, su visión económica del mundo se combinó con una corrupción desenfrenada para precipitar una crisis económica global que literalmente condenó al sufrimiento, y lo sigue haciendo, a millones de personas. Como respuesta, rápidamente ampararon a los plutócratas que produjeron la crisis y dejaron que las masas afectadas carguen con las consecuencias por varias generaciones. Todavía hoy, las élites occidentales continúan haciendo proselitismo con los mercados e imponiendo el libre comercio y la globalización sin el menor interés por la vasta desigualdad y la destrucción de la seguridad económica que esas políticas generan.

En 2011, la OTAN bombardeó Libia invocando una motivación humanitaria, y después de celebrar el alegre triunfo militar se olvidó del país, dejando un vacío de anarquía y gobierno de milicias que duró años, propagó la inestabilidad por toda la región y fomentó la crisis de refugiados. Los Estados Unidos y sus aliados europeos continúan invadiendo, ocupando y bombardeando países predominantemente musulmanes al tiempo que sostienen a sus tiranos más brutales; después fingen no explicarse por qué alguien querría tomarse represalias, y cuando alguno lo hace justifican la reducción de las libertades básicas, emprenden nuevos bombardeos e incrementan el nivel de miedo. La aparición de ISIS y su afianzamiento en Irak y Libia fueron consecuencia directa de las acciones militares occidentales (como incluso Tony Blair admitió respecto de Irak). Las sociedades occidentales continúan asignando ingentes recursos para armar a sus militares y encarcelar a sus ciudadanos, enriqueciendo de paso a las facciones más poderosas, al tiempo que imponen rigurosas medidas de austeridad a las masas sufrientes. En suma, las élites occidentales prosperan mientras todos los demás pierden las esperanzas.

Estos no son errores azarosos, aislados. Son la consecuencia de patologías culturales básicas en los círculos de la élite occidental, de una podredumbre que cala hasta el hueso. ¿Por qué unas instituciones que se han travestido reiteradamente, y causado tales niveles de infortunio merecerían respeto y credibilidad? No lo tienen, ni deberían tenerlo. Como Chris Hayes advirtió en su libro El ocaso de las élites (Twilight of the Elites, 2012), “dada la extensión y la profundidad de esta desconfianza [en las instituciones de la élite], es claro que estamos en medio de algo mucho más vasto y más peligroso que una crisis de gobierno o una crisis del capitalismo. Estamos en medio de una amplia y devastadora crisis de autoridad”.

Es natural, e inevitable, que figuras malintencionadas traten de explotar este vacío de autoridad. Toda clase de demagogos y extremistas tratarán de encauzar la irritación de las masas hacia sus propios fines. Las revueltas contra las instituciones corruptas de la elite pueden abrir el camino a la reforma y el progreso, pero también pueden crear espacio para los impulsos tribales más repugnantes: xenofobia, autoritarismo, racismo, fascismo. Uno advierte que todo eso, lo bueno y lo malo, asoma en los movimientos contra el establishment en los Estados Unidos, Europa y el Reino Unido, incluido el Brexit. Todo puede ser vigorizante o promisorio o desestabilizador o peligroso, y lo más probable es que sea todo eso a la vez.

La solución no está en aferrarse servilmente a las instituciones corruptas de la élite por miedo a las alternativas. Reside, en cambio, en ayudar a enterrar esas instituciones y sus expertos, y luchar por opciones superiores. Como Hayes planteó en su libro, el desafío consiste en “orientar la frustración, la ira y la alienación que todos experimentamos hacia la construcción de una coalición transideológica capaz de desalojar del poder a la élite post-meritocrática. Una coalición que conduzca los sentimientos insurreccionales sin sucumbir al nihilismo ni a la desconfianza maníaca y paranoide.”

Las elites corruptas tratan siempre de persuadir a la gente de que se someta a su dominio a cambio de protección contra fuerzas que son todavía peores. Ése es su juego. Pero llega el momento en que ellos mismos, y el orden que implantaron, se vuelven tan destructivos, tan engañosos, tan tóxicos, que sus víctimas están dispuestas a apostar a que las alternativas no sean peores, o, por lo menos, deciden darse la satisfacción de escupir en la cara de quienes no han tenido para ellos otra cosa que menosprecio y condescendencia.

No hay una explicación única, unificadora, para el Brexit, o el trumpismo, o el creciente extremismo de diversas franjas a lo largo de occidente, pero esta sensación de airada impotencia -la imposibilidad de encontrar otra opción más que la de aplastar a los responsables de sus penurias- indudablemente es un factor importante. Como dijo Bevins, los partidarios de Trump, y del Brexit, y de otros movimientos contra el establishment “están motivados no tanto por la convicción de que esos proyectos van a funcionar, sino por el deseo de mandar a la mierda” a quienes suponen (con muy buenas razones) que los han traicionado.

Obviamente, los que son blanco de esta furia contra el establishment -las élites políticas, económicas y periodísticas- están desesperados por librarse de culpa, por demostrar que no tienen responsabilidad en el sufrimiento de las masas que ahora se niegan a la obediencia y el silencio. El camino más fácil para lograr esa meta es simplemente demonizar como estúpidos y racistas a quienes tienen escaso poder, riqueza o posibilidades: ocurre lo que ocurre sólo porque ellos son primitivos e ignorantes y rencorosos, no porque tengan reclamos legítimos ni porque yo o mis amigos o las instituciones de mi elite hayan hecho algo mal. Como dijo Michael Tracey, de Vice, en un tweet:

La reacción de las élites ante el Brexit refleja su reacción frente a Trump: culpar a la amoralidad del la gente común antes que admitir el fracaso de la élite.
— Michael Tracey (@mtracey) Junio 24, 2016

Debido a que esa reacción es tan autoprotectora y autoglorificante, buena parte de la élite periodística estadounidense -incluidos los que casi nada sabían sobre el Brexit hasta 48 horas antes- la adoptó instantáneamente como argumento favorito para explicar lo ocurrido, del mismo modo como lo ha hecho respecto de Trump, Corbyn, Sanders y en toda otra ocasión en la que su derecho a mandar ha sido desatendido. Están tan persuadidos de su propia superioridad natural que cualquier facción que se rehúse a reconocerla y a someterse a ella demuestra, por definición, ser reaccionaria, estúpida y amoral.

A decir verdad, la reacción de la prensa al voto por el Brexit -saturada de ira irreflexiva, condescendencia y desprecio por los que votaron mal- ilustra perfectamente la dinámica que provocó todo este asunto en primer lugar. Las élites periodísticas, en virtud de su posición, adoran el status quo. Las recompensa, las adorna de prestigio y posición, las acoge en sus círculos exclusivos, les permite estar cerca del gran poder (si es que no lo ejercen ellas mismas) cuando recorren su país y el mundo, les brinda una plataforma, las colma de estima y de propósito. Lo mismo vale para las élites académicas, y las élites financieras, y las élites políticas. Las élites aman el status quo que les ha proporcionado primero, y asegurado después, su posición elitista.

Tan satisfechos están en general con la parte que les ha tocado, que contemplan con afecto y respeto las instituciones internacionalistas que salvaguardan el orden prevaleciente en occidente: el Banco Mundia y el FMI, la OTAN y las fuerzas militares occidentales, la Reserva Federal, Wall Street, la UE. Aunque a veces les dirigen pequeñas críticas, literalmente no pueden entender cómo alguien puede estar fundamentalmente desilusionado e irritado con estas instituciones, y mucho menos querer apartarse de ellas. Están demasiado alejados del sufrimiento que provoca esa animosidad contra el establishment. Entonces buscan y rebuscan en vano alguna lógica que pueda explicar cosas como el Brexit, o los movimientos de condena al establishment por derecha e izquierda, y sólo encuentran una manera de procesarlas: a esta gente no la motiva ninguna penuria ni sufrimiento económico legítimo, sino que son inservibles, desagradecidos, inmorales, rencorosos, racistas e ignorantes.

Puede darse el caso, por supuesto, de que parte del apoyo dado a esos movimientos contra el establishment, tal vez una buena parte, arraigue en esa clase de bajos sentimientos. Pero también puede ser el caso que las instituciones financieras, mediáticas y políticas reverenciadas por la élite periodística estén motivadas por toda clase de impulsos igualmente repugnantes, como lo demuestra concluyentemente el fruto podrido de sus actos.

Y lo que es más importante, el mecanismo que se supone deben usar los ciudadanos occidentales para expresar y rectificar su insactisfacción, las elecciones, hace mucho tiempo que dejó de ser útil para cualquier propósito correctivo. Como Hayes planteó esta semana en un tweet sobre el Brexit:

No me interesa un futuro en el que la política sea principalmente un combate entre el capitalismo financiero cosmopolita, y la reacción etno-nacionalista.
— Christopher Hayes (@chrislhayes) Junio 24, 2016

Pero esa es exactamente la opción planteada no sólo por el Brexit, sino también por las elecciones occidentales en general, incluida la Elección General 2016 Clinton vs Trump (basta con ver la poderosa fila de magnates de Wall Street y neoconservadores amantes de la guerra que -mucho antes de que apareciera Trump- consideraban a la ex senadora demócrata por Nueva York y Secretaria de Estado como la mejor opción para satisfacer su agenda y sus intereses). Cuando la democracia se preserva sólo en su forma, estructurada como para cambiar poco y nada en términos de distribución del poder, la gente naturalmente busca alternativas para que sus reclamos sean atendidos, particularmente cuando están sufriendo.

Lo que es más importante todavía -y directamente contrario a lo que la izquierda del establishment gusta afirmar a fin de demonizar a todos los que rechazan su autoridad- el sufrimiento económico y la xenofobia o el racismo no son mutuamente excluyentes; la verdad es exactamente la opuesta: lo primero fomenta lo segundo, así como una miseria económica sostenida hace que la gente sea más receptiva a la búsqueda tribal de un chivo expiatorio. Esto es precisamente lo que hace que las políticas plutocráticas que despojan a enormes franjas de la población de sus oportunidades y esperanzas básicas sean tan peligrosas. Afirmar que los seguidores del Brexit o de Trump o de Corbyn o de Sanders o de los partidos europeos de izquierda y derecha contrarios al establishment están motivados sólo por el odio y no por un sufrimiento económico genuino es una maniobra evidente para exonerar a las instituciones del status quo y evadir responsabilidades por la inacción ante su corrupción intrínseca.

Parte de esta malintencionada reacción de la prensa ante el Brexit nace de una sombría combinación de pereza y hábito: una considerable porción del comentariado progresista y del establishment occidental han perdido por completo la capacidad de sintonizar con cualquier tipo de disidencia respecto de sus ortodoxias, e incluso de entender a quienes están en desacuerdo con ellos. Son incapaces de otra cosa que adoptar la postura más petulante y autocomplaciente, y de escupir a continuación lugares comunes para desestimar a sus críticos como fanáticos ignorantes y trasnochados. Como esos occidentales que bombardean países musulmanes y después se muestran desconcertados cuando alguien pretende devolver el golpe, los progresistas más elementales de la prensa del establishment se muestran constantemente furiosos porque la gente a la que continuamente desvalorizan como ignorantes rencorosos se niega después a concederles el respeto y la credibilidad de los que se sienten naturalmente merecedores.

Pero hay algo más profundo y más interesante en lo que motiva a la prensa local. Los voceros mediáticos del establishment no son una cosa aparte. Todo lo contrario: están plenamente integrados en las instituciones de la élite, son instrumento de esas instituciones, y por lo tanto se identifican plenamente con ellas. Por supuesto, no comparten, ni pueden comprender, las opiniones contrarias al establishment: son un blanco más de esta revuelta contra el establishment. La respuesta de estos periodistas frente a esa reacción contra el establishment es una forma de autodefensa. Como planteó anoche Jay Rosen, profesora de periodismo de la Universidad de Nueva York, “hoy los periodistas hablan de la hostilidad contra la clase política como si no tuvieran nada que ver con ella”, pero son parte decisiva de esa clase política y, por esa razón, “que la población -o una parte de ella- se rebele contra la clase política es un problema para el periodismo.”

Hay muchos factores que explican por qué los periodistas del establishment ya casi no están en condiciones de contener la marea de furia contra él, aunque sea algo irracional y movilizado por impulsos innobles. Por un lado, la internet y las redes sociales los han vuelto irrelevantes, innecesarios para diseminar ideas. Por otro lado, debido a su mismo alejamiento de la gente que sufre y se indigna por ello, no tienen otra cosa para decirles más que menospreciarlos como perdedores rencorosos. Y aun por otro lado, sucede que los periodistas -como cualquier otro- tienden a reaccionar con acritud e ira, y no haciendo autoexamen, cuando se dan cuenta de que están perdiendo influencia y estatura.

Pero un factor crucial es que mucha gente advierte que los periodistas del establishment son parte integral de las mismas instituciones y de los mismos círculos corruptos de la élite que son los responsables de sus penurias. Antes que personas que median o informan de esos conflictos políticos, los periodistas son agentes de las fuerzas que los oprimen. Y cuando los periodistas reaccionan frente a su indignación y sus sufrimientos diciéndoles que carecen de entidad y que son simplemente consecuencia de su estupidez y de sus resentimientos primitivos, eso no hace más que reforzar la percepción de que los periodistas son sus enemigos, lo que hace que la opinión periodística se vuelva cada vez más irrelevante.

A pesar de todo el daño que probablemente cause y a pesar de todos los políticos malintencionados que probablemente encumbre, el Brexit podría ser un acontecimiento positivo. Pero eso requeriría que las élites (y sus voceros mediáticos) reaccionen ante la conmoción causada por este repudio, y consagren algún tiempo para reflexionar sobre sus propias falencias, para analizar de qué manera han contribuido a que las privaciones y la indignación hayan alcanzado semejante masividad, y para abocarse a la corrección del rumbo. Exactamente el mismo beneficio potencial generaron el desastre de Irak, la crisis financiera del 2008, el surgimiento del trumpismo y de otros movimientos contrarios al establishment, pruebas flagrantes todas ellas de que las cosas andan muy mal entre quienes poseen mayor poder, de que la autocrítica en los círculos de la élite es algo vital en grado sumo.

Pero, como suele ocurrir, eso es exactamente lo que más se resisten a hacer. En lugar de reconocer y encarar las falencias fundamentales que albergan en sí mismos, dedican energía a demonizar a las víctimas de su corrupción, todo para restar legitimidad a esos reclamos y librarse de la responsabilidad de darles una respuesta significtiva. Esa reacción sólo sirve para impulsar, si no para reivindicar, la percepción dominante de que esas instituciones de elite irremediablemente sólo se preocupan por sí mismas, son tóxicas y destructivas, y por lo tanto no admiten reforma alguna sino que deben ser destruidas. Esto, a su vez, sólo sirve para asegurar que nos esperan muchos más Brexits, muchos más Trumps, en nuestro futuro colectivo.

(The Intercept, 25-6-2016. Versión castellana de Gaucho Malo)

  1. Commentariat, palabra de nuevo cuño y acento irónico que define al conjunto de columnistas y comentaristas de prensa con mayor influencia y reconocimiento. []

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