Por Bernardino Montejano *
Hace un tiempo, Héctor Guyot escribió en La Nación diario, un artículo titulado “Presidentes que desprecian las palabras”. En el mismo, señala que “en los últimos tiempos hemos tenido presidentes que se llevan mal con las palabras… Primero Cristina, después Alberto, ahora Javier. Cada uno de ellos maltrata las palabras a su modo, pero los tres tienen algo en común: no sienten por ellas el menor respeto”.
Según el articulista, respetar las palabras es observar una correspondencia entre lo que se piensa y lo que se dice, y entenderlas como un instrumento que habilita la comunicación entre las personas.
Esa correspondencia es la veracidad, virtud anexa a la justicia, que se manifiesta también en la concordancia entre lo que se piensa con lo que se hace; a ella se oponen la simulación, que es un mentir con los hechos; la hipocresía, una forma de simulación continuada; la jactancia, que es la presunción de creerse más de lo que uno es, y la ironía en sentido clásico, que es un falsa humildad, un falso abajamiento, utilizada como medio para engañar.
Como escribe Guyot, “pensar lo que se dice y mantenerlo. La palabra se devalúa si se dice una cosa hoy y otra muy distinta mañana”, que es lo que hace Milei a cada rato.
Pero nuestra palabra vale muy poco si no sabemos escuchar la del otro. Es la escucha la que hace posible el verdadero diálogo.
Nuestro recordado maestro el P. Julio Meinvielle, quien nos sigue enseñando en el siglo XXI, fundó una revista llamada Diálogo y en la misma, con la claridad y precisión que lo caracterizaba, escribió: “Los dialogantes deben saber que el diálogo es un medio, no un fin. El fin es encontrar juntos la verdad; sea una verdad práctica y circunstancial que puede variar ante el cambio de circunstancias; sea una verdad científica que puede ser desplazada por el avance del conocimiento”.
Pero, para que exista un verdadero diálogo se necesitan varias cosas:
a) Inquietud, preocupación, “sed” de verdad.
b) Preparación de los dialogantes respecto al tema concreto.
c) Conocimientos elementales de gramática, dialéctica y retórica.
d) Claridad en la expresión de las propias ideas, tratando de utilizar términos adecuados, señalando cuando se usan analogías o metáforas.
e) Buena voluntad para escuchar al prójimo con quien se debate.
f) Reconocer que el diálogo tiene límites. No vamos a dialogar con judíos en materia de fe, porque niegan que Cristo sea Dios; y si no es Dios, es el mayor impostar y mentiroso de la historia. Ni tampoco con los mahometanos, quienes nos acusan de idólatras por creer en el Dios trinitario. Podemos hacerlo en materia cultural, política, social o económica, pero no religiosa.
El 17 de mayo del 2010, el Instituto de Filosofía Práctica, con motivo de unas confusas y equívocas palabras del entonces arzobispo de Buenos Aires, ahora papa Francisco, emitió una declaración titulada “Acerca del lenguaje y del diálogo”, con un capitel del Evangelio; “De lo que rebosa el corazón habla la boca” (Lucas, 6/45) y otro de las Siete Partidas de Alfonso el Sabio: “El mucho fablar feze envilecer las palabras”.
La misma comenzaba así: “El hombre es animal locuaz, una de sus características y se manifiesta no solo mediante la palabra, oral o escrita, sino también a través de gestos y silencios, de risas, llantos y sonrisas.”
Como escribe Guyot, “Cristina fue una hábil prestidigitadora de las palabras. Construyó su poder sobre la base de su discurso. Hablaba y hablaba. El relato fraguado con medias verdades y mentiras flagrantes, echó sal en las heridas del país y convirtió la política en una lucha sin cuartel entre amigos y enemigos”.
“A Alberto lo condenó la ligereza con la que abre la boca para justificarse… También la actitud, propia del paranoico, de proyectar las propias faltas en el antagonista., como lo hizo Cristina en la carta contra Milei en la que defiende su jubilación y lo hizo Alberto, acusado de maltratar a su esposa, cuando dijo que el agredido fue él”.
Juan Ramón Jiménez, el autor de Platero y yo, escribió “que por mis palabras vayan los hombres a las cosas”, porque quería que mostraran la realidad de lo verdadero y de lo bueno, todo lo contrario de nuestros gobernantes, quienes pretenden, por sus artilugios, divorciar las palabras de las cosas.
Cristina y Milei insultan a los demás a cada rato; pero, como escribe Guyot, “El insulto es la renuncia a la palabra, pero resignarse al silencio es peor. Debemos seguir confiando en el poder de la palabra”.
Un general romano, Marco Atilio Regulo, nos dejó para siempre con su ejemplo el modelo de respeto por la palabra. Roma estaba en guerra con Cartago y en situación ventajosa en el conflicto. Regulo, hombre importante, dos veces cónsul, quien estaba prisionero de los cartagineses desde hacía cinco años, es liberado y enviado a Roma para que aconsejara negociar la paz o rendirse, dando su palabra de que volvería a Cartago.
Habló en el Senado y aconsejó continuar la guerra porque estaba próxima la victoria y así cumplió con su patria. Pero honrando su palabra, volvió a Cartago donde afrontó los peores suplicios y la muerte, en el año 250 a. C.
Fue un héroe que sacrificó su vida porque apreciaba su palabra. No como estos pigmeos que la desprecian y que ensucian nuestra política convertida en un lodazal.
* Presidente del Instituto de Filosofía del Colegio de Escribanos y del Instituto de Filosofía Práctica.
Se presume de lo que se carece.
“Quien dice ser muy derecho es porque es muy chueco” – dicho chileno.
La Nación diario… Castellani dixit.