Vi la primera foto en la sala de espera de un consultorio, hace varios meses. Aparecía en las primeras páginas de un ejemplar ya viejo de Caras o Gente. Mostraba un grupo de hombres pobremente vestidos que avanzaba agitadamente por un estrecho callejón de Gaza. El que parecía encabezar la marcha llevaba el cuerpo de un niño muerto en los brazos, y una mirada dura, de dolor contenido, en el rostro. A su lado había otro con la cara congestionada por el llanto y la desesperación. Tenía puesta una camiseta de la selección argentina de fútbol. El epígrafe de la foto decía que el niño había sido víctima de un ataque israelí, no decía quién era ni quiénes eran los que llevaban su cuerpo, ni por qué uno de ellos vestía la camiseta argentina. La otra foto apareció en todos los diarios la semana pasada: esta vez no se trataba de una foto periodística sino de una foto familiar, tranquila, convencional, la foto de un chico posando orgulloso con la camiseta de la selección argentina. De él sabemos que se llamaba Daniel, que era hijo de argentinos que se fueron a vivir a Israel, lo que explica lo de la camiseta que seguramente le había regalado el papá, y que murió víctima de un proyectil lanzado desde la franja de Gaza. No pude dejar de relacionar una foto con la otra, de relacionar a unas personas con las otras, ni de escandalizarme ante el hecho de que esa relación se estableciera a partir de la trivialidad de una misma camiseta de fútbol presente en cada uno de los dos bandos en pugna, y ya no a partir de una misma condición humana, cosa que debería prevalecer sobre cualquier otra consideración. Maldije en silencio a los canallas que para ganar dinero o poder, porque no hay ninguna otra razón, alientan los odios y empujan a las personas a la guerra y la muerte. –S.G.