Disociados

Los padres de los alumnos muelen a palos a los docentes que reprenden o reprueban a sus hijos, los familiares la emprenden a puñetazos contra los médicos portadores de malas noticias sobre sus seres queridos. Esto significa que las dos últimas hebras que mantenían unido nuestro raído tejido social se han roto; se han deshilachado los refugios finales de la autoridad y la confianza. Ya no queda nada que nos una, que nos permita reconocernos como sociedad. El primer hilo que vincula a los miembros de una sociedad es una disposición del espíritu que les permite reconocer que tienen algo en común, y una voluntad de asociarse para poder así cada uno cumplir mejor sus metas; es lo que suele llamarse afecto societatis. El otro deja de ser un extraño para convertirse en un prójimo, alguien cercano, próximo, un socio. Los socios se fijan entonces unas normas de convivencia y acuerdan respetarlas. Esas normas incluyen la distribución de roles, es decir los mecanismos por los cuales a unos les corresponde hacer unas cosas y a otros otras cosas. La sociedad sólo funciona cuando sus miembros se tienen confianza entre sí, vale decir suponen una actitud de buena fe de parte de los demás, y respetan sus roles. Cualquiera puede advertir que en la Argentina las condiciones mínimas para que podamos describirnos como sociedad ya no existen. Nadie presupone buena fe en el otro, nadie respeta las normas –ni siquiera el gobierno de turno, que por distribución de roles debiera ser el primero en respetarlas y hacerlas respetar–, nadie tiene confianza, nadie reconoce autoridad a nadie. Ni siquiera al maestro o al médico, figuras que un par de generaciones atrás gozaban de un respeto casi sagrado. Antes que ellos, ya habían caído el político, el militar, el sacerdote, el artista, el policía, el escritor, el juez, el periodista. Las normas y los roles sucumbieron azotados por inacabables disputas de poder, en las que el socio terminó convertido en enemigo, y por la prédica nihilista de unos eternos adolescentes incapaces de construir pero hábiles con la dinamita. Cuando una sociedad se disocia sólo queda la violencia como modo de relación. Es imposible saber si nuestro tejido social habrá de reconstruirse alguna vez. Pero sí es posible afirmar que mientras no se reconstruya, esto es mientras no nos reconozcamos como argentinos, y no entendamos que nuestros destinos individuales están condicionados por el destino común, será imposible imaginar siquiera un principio de normalización en nuestra vida política.

–S.G.

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