Desigualdad

A comienzos de año lo dijo un informe de Oxfam: los 85 individuos más acaudalados del mundo poseen en conjunto una riqueza igual a la que en total tiene el 50 por ciento más pobre de la población del planeta, unos 3.500 millones de personas. Oxfam es una organización humanitaria creada en Oxford en 1942 con propósitos asistenciales. Hacia fines de año, un estudio de Credit Suisse arrojó resultados similares: el uno por ciento de la población mundial posee casi la mitad de la riqueza del mundo, un 48 por ciento, y creciendo. Credit Suisse es un grupo financiero con sede en Zurich que incluye el banco del mismo nombre. Los dos informes proceden de fuentes diametralmente diferentes, pero coinciden en poner en el tapete el problema de la desigualdad y las amenazas que conlleva. La desigualdad ocupó asimismo un lugar prominente en la reunión de este año del Foro Económico de Davos, y agitó los ambientes de la academia y la prensa especializada con las inquietantes teorías del economista Thomas Piketty y su libro El capital en el siglo XXI. La disparidad de ingresos entre los individuos no es ninguna novedad, pero uno tiene la impresión de que por primera vez este año se la ha reconocido como un problema serio, con implicaciones políticas y económicas de largo plazo. Para tener en claro de qué se habla cuando se habla de pobres y ricos en el mundo, digamos que según el informe del Credit Suisse, una persona necesita apenas 3.650 dólares para ser incluída en la mitad más rica de la población mundial, 77.000 para ubicarse en el 10 por ciento más rico, y 798.000 dólares para integrar el exclusivo uno por ciento de los más acaudalados. Tomando el ejemplo de los Estados Unidos, el Credit Suisse señala que en el pasado el incremento de la brecha entre los más ricos y los más pobres ha sido invariablemente anuncio de períodos de recesión, pero su informe no extrae otras conclusiones. Las advertencias de Oxfam sobre los peligros de la desigualdad van más allá de lo económico y hablan de erosión de la gobernabilidad democrática, ruptura de la cohesión social, desaparición de la igualdad de oportunidades. Para coronar estas observaciones, el libro de Piketty sostiene que el aumento de la desigualdad es virtualmente inherente al sistema capitalista, y que sólo la intervención política puede alterar esa tendencia. El problema quedó así planteado con claridad suficiente, aunque rápidamente enturbiada por las ideologías y los intereses en juego. Un ejército de economistas pretendidamente liberales se apresuraron a refutar a Piketty, tratando de demostrar que sus fórmulas son incorrectas, y lo acusaron de marxista y de francés. Como si las fórmulas matemáticas pudiesen desmentir lo que cualquiera puede ver simplemente asomándose a la ventana: ricos cada vez más ricos, pobres cada vez más pobres, y clases medias en retroceso en todo lo que conocemos como Occidente. La intranquilidad de las clases medias aparece cotidianamente en los medios bajo la forma de agitación social y propensión al populismo de izquierda o de derecha, migraciones desesperadas, tensiones raciales. Cualquiera sea la serie estadística que se tome, salta a la vista que las desigualdades se acentuaron a partir de las últimas décadas del siglo pasado, luego de las desregulaciones financieras y la nefasta epidemia de fusiones y adquisiciones. Trabados en una sinergia perversa, esos dos factores condujeron a la fabulosa concentración de la riqueza que describen los informes citados. A ese panorama hay que agregarle otro ingrediente, que es el del capitalismo delictivo: una amplia gama de actividades que incluye desde el trasiego de drogas, armas o personas hasta la evasión fiscal. Datos de las Naciones Unidas consignan que el delito organizado tiene un movimiento anual superior al 15 por ciento del PBI de los Estados Unidos y al cuatro por ciento del PBI mundial. Según el economista Gabriel Zucman, también francés y cercano a Piketty, el dinero escondido en paraísos fiscales equivale al 10 por ciento del PBI mundial, cosa que a su juicio contribuye al aumento de la desigualdad. “Cuando los ricos pagan menos impuestos, esto facilita que su riqueza crezca más rápido que la media”. Tanto Zucman, como Piketty como Oxfam sostienen que las cosas no se van a arreglar por sí solas, y que hace falta acción política para enderezarlas. Bien. Pero aquí las series estadísticas deben ser colocadas contra el trasfondo de determinados procesos históricos: la degeneración de los partidos políticos, la corrupción de los sindicatos, el desinterés de ¡justamente! las clases medias por la cosa pública. Los análisis exclusivamente económicos no suelen relacionar los períodos de más justa distribución de la riqueza con los períodos de mayor participación política y de presión sindical. Distraídas con la televisión, el teléfono celular y cierta facilidad para el consumo repentista y trivial, las clases medias se olvidaron de que el relativo bienestar en el que se criaron era heredero de las luchas gremiales de sus abuelos y la participación política de sus padres. Llamar ahora a la acción política para regular el poder económico presenta varios problemas, de distinta naturaleza: la incapacidad o el desinterés de los dirigentes para la acción estratégica de largo plazo, especialmente en un área que la mayoría no domina; la capacidad del poder económico concentrado para cooptar la política y hacerla funcionar a favor de sus intereses; la colusión entre muchos dirigentes políticos y el delito económico; el amplio margen para el populismo y la demagogia que abrirían eventuales controles, y la resistencia a aplicar regulaciones que paraliza a muchos dirigentes de mentalidad liberal. Es difícil concebir que la política, tal como se la ve funcionar hoy en Occidente, encuentre la convicción y energía necesarias para introducir las reformas que se necesitan. Es más fácil pensar que algunos de los beneficiados en esta despareja distribución de la riqueza puedan estar dispuestos a sugerir y promover correcciones, cosa que a la corta y a la larga iría en la dirección de sus intereses. El debate surgido del Foro de Davos, o la acogida y promoción que The Economist, la publicación de la familia Rothschild, dio al libro de Piketty, permiten alentar con la debida cautela esa expectativa. Entretanto, a modo de recordatorio, conviene tener presente la advertencia del ex juez de la corte suprema estadounidense Louis Brandeis: “Podemos tener democracia o podemos tener riqueza concentrada en pocas manos, lo que no podemos es tener las dos cosas.”

–Santiago González

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1 opinión en “Desigualdad”

  1. Notable resumen…
    Viene bien para poner en marco el caso argentino y la brillante mediocridad de nuestros gobernantes y de tantos aspirantes a gobernante.

    La historia no comienza con el capitalismo, pero puede ser que termine con el capitalismo; a lo sumo recomienza porque es una transformación del hombre, la última conocida. El socialismo abortó – aunque dejó muchas semillas – porque tomo el rumbo del autoritarismo y del totalitarismo, modalidades casi tan antiguas como el hombre, viejas y envejecidas. No sabemos si tendremos tiempo para otra transformación que habrá de ser muy diferente a la actual dominante. Pero el capitalismo hereda la tendencia a la concentración en pocas manos que se manifestó claramente en las etapas anteriores, particularmente en las sociedades proto-estatales y más aún en las estatales: concentración del poder, de la fuerza, de la autoridad, de los bienes, de la moneda cuando la hubo, del arte, del conocimiento, de la técnica, del acceso a los dioses, de la interpretación de los signos y de las cosas, de la escritura, y de todo lo que tuviera valor general para la totalidad de una sociedad humana.
    Si tuviésemos mediciones de la distribución de la riqueza en diversas etapas de las sociedades estatales durante más de 4500 años hasta el siglo XIV, es posible que nos llevemos una sorpresa: que la pauta “tienda” a ser la misma en diferentes etapas de la historia desde la insinuación de los estados.
    Si fuese así, habríamos cambiado de escala: de la escala local a la escala planetaria, pero no de problema. Pero habría un problema adicional emergente de la escala: que tenemos menos espacio y menos tiempo que nuestros antepasados lejanos y recientes, tanto para continuar en la misma dirección, como para ensayar una nueva transformación.

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