“El cuaderno de Tomy”

Creo necesario aclarar de entrada que este comentario se refiere a la película de Carlos Sorin mencionada en el título, y no abre juicio ni alude en modo alguno a los sucesos reales sobre los que se basa el filme, en primer lugar porque no los conozco, y en segundo lugar porque pertenecen al ámbito de lo privado, aunque sus protagonistas los hayan dado a conocer hasta cierto punto. Una película, en cambio, es algo público, un producto cultural que busca un público, una estructura significativa que quiere decir algo. Eso es lo que quiero comentar.

Cuando El cuaderno de Tomy llega a su fin, uno tiende de entrada a coincidir con la opinión de la mayoría de los críticos. Sorin supo eludir todos los lugares comunes, todas las trampas lacrimógenas, toda la emotividad facilonga a la que se arriesgaba al contar la historia de una mujer de mediana edad, con un niño pequeño, en las últimas semanas de su batalla con un cáncer terminal. Produjo en cambio un relato sobrio, en el que la ternura se alterna con el sarcasmo, y en el que el amor de la protagonista por la vida parece tan grande que le permite incorporar al abrazo la aceptación de su fin. Esa manera de enfrentar el último tramo de su pasaje por este mundo se ve en cierto modo facilitada por un marido que aporta el acompañamiento adecuado -sostiene, refuerza, subraya- a la melodía trágica de su esposa.

Pero se trata, sólo, de una primera impresión. Los problemas con esta película empiezan cuando, en el repaso, comienzan a notarse las ausencias. La primera, por la asociación común con la muerte que tiene en nuestra cultura, es la ausencia de Dios, de la trascendencia, de la fe, e incluso de la comprensible rebelión contra Dios, la trascendencia y la fe en una instancia decisiva. En el filme no hay más allá de ninguna especie, ni afirmado ni negado, ni puesto en duda. Hay alguna referencia de paso a la vida después de la muerte, pero más como un tópico de conversación que como una dimensión espiritual compartida por los protagonistas. Uno piensa en principio que el director se limitó a mostrar lo que encontró en la historia real o que tal vez quiso subrayar el agnosticismo que parece extenderse por buena parte de la sociedad, especialmente la más joven.

La otra gran ausente es la familia. Ni padres ni hermanos ni suegros ni primos ni tíos ni nadie. En un momento aparece una pareja mayor, tal vez abuelos que vienen a hacerse cargo del nieto, pero que no toman contacto con la enferma. La conexión emotiva, la contención afectiva habitualmente provista por los lazos de sangre o parentesco parece reemplazada por una nube de allegados a la pareja que son presentados uno a uno, por sus nombres y alguna referencia a sus profesiones o actividades, como avatares de las redes sociales. Efectivamente, más que un vínculo afectivo o emocional con la protagonista exhiben el compromiso a distancia de un grupo de Whatsapp, y procuran acomodarse a su agonía con el espíritu de colaboración de quien organiza un baby shower. Cuando una de sus amigas llora, la propia enferma la despide rápidamente con la condescendencia de quien acaba de comprobar una debilidad de carácter, y su tono cambia cuando recibe al próximo visitante y el diálogo se orienta a las trivialidades.

A decir verdad, el único vínculo humano más o menos reconocible en el filme de Sorin es el que une a la mujer, su marido y su hijo, pero es un vínculo sin contexto, sin inserción en el tiempo. La única dimensión temporal es el plazo impuesto por la enfermedad. No se advierte en los protagonistas ni la densidad de un pasado compartido, ni la proyección hacia un futuro que la enfermedad haya venido a truncar. La mujer sólo espera que su marido no detenga su actividad sexual cuando ella se muera. Los protagonistas no tienen historia, y parecen habitar un eterno presente incluso cuando revisan fotos de años atrás. El espectador no puede dejar de pensar que la película en su conjunto está planteando una manera de ver la vida y de ver la muerte que son necesariamente coherentes y complementarias. Una vida sin espesor, atributos ni consecuencias, sin Dios, familia ni afectos; una muerte que la interrumpe como quien se deshace de las sobras y apaga la luz, y un arte de vivir que consiste en no desear nada, no apegarse a nada ni a nadie, y aceptarlo todo. “Tirá todo a la basura”, aconseja la protagonista a una amiga encargada de disponer de sus cosas. Consejo que aplica en carne propia. Cuando el dolor y el deterioro aumentan, comienza a discutir con su marido y su médico el adelanto de su muerte.

Este arte de vivir y de morir, tal como queda expuesto en El cuaderno de Tomy, entra en abierta disidencia con el que surge del universo fílmico de Sorin, quien en películas como Historias mínimas (2002) o El perro (2004) supo hurgar en la espesa carnadura humana, existencial, afectiva, vibrante incluso en las vidas más humildes, y cuyos protagonistas tienen historia, sueños, proyectos, ambiciones, y se juegan por ellos, con éxitos y fracasos. Tampoco es ésta la primera película de Sorin enfocada en el tema de la muerte. La ventana (2009) registra el último día de vida de un estanciero que consume su resto en prepararse para la visita de su hijo que viene desde España, en obsequiar a un amigo un libro preciado de su biblioteca en el marco de una charla densa y afectuosa, en vigilar el estado de unos plantíos afectados por la tormenta y en extraviarse por fin, en un extremo de esfuerzo y de dicha, en las olas doradas de su campo bañado por el sol. Analizada a la luz de sus filmes anteriores, la película que aquí se comenta parece subrayar, por contraste, que la aceptación de la muerte como un trámite sólo es posible desde una vida sin densidad, ajena a los afectos, a la demanda de trascendencia. Esta interpretación es legítima, pero tal vez excesiva.

Probablemente lo más sencillo sea remitir El cuaderno de Tomy a los antecedentes de Sorin en el cine publicitario, cuyo único objetivo, según él mismo dijo, es “crear en la gente la necesidad de que vaya y compre el producto”. La película se inserta cómodamente en la temática preferida de Netflix, la productora que financió su realización. Netflix suele publicitar los tópicos habituales de la agenda progresista, por ejemplo el aborto (Reversing Roe), la pedofilia (Mignonnes), la homosexualidad (demasiados títulos como para enumerarlos). El cuaderno de Tomy presenta en sociedad el tema de la eutanasia, el siguiente en la lista de “derechos” reclamados por la progresía (por cuenta y orden de la élite global, a la que no le cierran los números previsionales). El filme sobresale en pericia retórica para presentar la terminación voluntaria de la vida como una cuestión de sentido común, frente a la que pueden alzarse objeciones tan humanamente comprensibles como alejadas de la marcha inexorable de los tiempos. Sorin pone en pantalla tanto a una médica objetora de conciencia (“Yo puedo matar el dolor, no al que lo padece”) como a un médico (nutricionista, para mayor ironía) que explica con lujo de detalles cómo terminar la vida de una persona con un producto que se compra en cualquier farmacia. El director hace como que no toma partido pero, como Mauricio Macri con el aborto, deja abierto el debate. “Lo único que importa es que el producto se mueva y se venda”, explicó alguna vez el Sorin publicitario. –S.G.

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