Conflicto en la Corte

La nueva mayoría vigente en el alto tribunal envía señales ominosas en circunstancias que alientan la preocupación por la seguridad jurídica

Si usted afrontara un juicio en el que estuviera en juego una porción sustancial de su patrimonio, ¿qué juez le inspiraría más confianza? ¿Uno que se atiene estrictamente a lo que la ley dice, ley que usted puede conocer porque está escrita y es pública? ¿U otro que se toma la libertad, aun dentro de sus atribuciones, de interpretar la ley según criterios que usted normalmente no podría conocer porque pertenecen al ámbito privado y personalísimo de las convicciones morales, jurídicas, filosóficas, ideológicas, religiosas o de cualquier tipo, del magistrado en cuestión? Entre lo que la ley dice y lo que un juez puede hacer decir a la ley existe normalmente una franja de incertidumbre que se amplía cuando por negligencia o malicia la redacción de la ley es deficiente. O cuando un juez entiende que la interpretación de la ley según algún conjunto de criterios externos a la ley es parte de su trabajo.

En el seno de la Corte Suprema de Justicia se ha instalado un conflicto que enfrenta a Ricardo Lorenzetti, desplazado por sus pares de la presidencia del alto tribunal a fines del año pasado, y Carlos Rosenkrantz, quien lo encabeza desde entonces. Juan Carlos Maqueda y Horacio Rosatti descubrieron una inesperada afinidad con el ex presidente y se aliaron con él en la operación de desgaste y recorte de poderes que inició contra su sucesor desde el primer día de su desplazamiento. Elena Highton, cuya permanencia en la Corte tiene los días contados, optó por colocarse al margen de esa pulseada. Un choque entre un presidente en ejercicio y un presidente desplazado luce enseguida como una lucha de poder, y ése es el costado que aprovecha la prensa para ponerlo en pantalla. Tal vez haya algo de eso en este caso, pero no es lo más importante.

Porque el mismo realineamiento se hizo visible también en fallos de alto impacto, en los que el juez Rosenkrantz apareció votando en soledad, disidente del criterio de sus pares. Así ocurrió a propósito del índice que usa la ANSES para actualizar haberes jubilatorios y también a propósito de la extensión del llamado 2×1 a los delitos calificados como de lesa humanidad. Y así ocurrió hace unos días cuando sus colegas le dieron la razón a una jubilada de Entre Ríos que no quería pagar el impuesto a las ganancias. En todos esos casos, el presidente de la Corte fundamentó su posición en un apego estricto y riguroso a lo que la ley dice, mientras que sus colegas se reservaron espacio para la interpretación, más o menos guiada por el texto constitucional del 94 y por los tratados internacionales incorporados a él. El fallo sobre la jubilada merece una lectura atenta porque ilustra el modo de juzgar que hoy es mayoritario en la Corte Suprema, y advierte sobre lo que podemos esperar en el futuro.

Los tres jueces enfrentados a Rosenkrantz -en adelante los triunviros– toman deliberadamente, y así lo reconocen en su dictamen, la demanda de la jubilada como si se tratara de una acción de clase: no se abocan al examen de su caso concreto, sino que se ocupan de una clase de personas –los jubilados– a la que hacen sujeto irrestricto, en principio y más allá de su situación personal, de todos los derechos sociales mencionados en la Constitución y sus reformas, en los tratados internacionales con categoría constitucional, y en varias declaraciones emanadas de institutos supranacionales o suscritas en reuniones multilaterales. Sobre esa enumeración de derechos, ideológicos porque la Constitución no habla de su sustento práctico, interpretados con generosa subjetividad y en su sentido más extenso, concluyen que el impuesto a las ganancias sobre el haber jubilatorio tal como está diseñado en la normativa vigente es inconstitucional, y que por lo tanto la demandante no debe pagarlo.

Los triunviros saben, y lo dicen, que no les corresponde a ellos decidir quién debe pagar impuestos ni en qué proporción, y sostienen que en cambio está en sus atribuciones decidir si determinada imposición se ajusta o no a los principios constitucionales, esto es, si no viola o restringe alguno de los derechos sociales mencionados en los cuerpos legales de referencia. Aunque cuestionan el cobro del impuesto a las ganancias a los jubilados, consideran que es su aplicación universal la que viola esos derechos y que corresponde a la autoridad respectiva “disponer un tratamiento diferenciado para aquellos beneficiarios en situación de mayor vulnerabilidad que se encuentran afectados por el tributo (en especial los más ancianos, enfermos y discapacitados)”; el segundo punto del fallo encomienda expresamente esa tarea al Congreso nacional. Los magistrados omiten tomar nota de que el tratamiento diferenciado ya existe, y eluden reconocer que así como el tratamiento diferenciado vigente no protege a la demandante, tampoco lo haría cualquier otro diseñado con algún sentido de equidad.

Porque la jubilada de Entre Ríos, la demandante, no es una jubilada común, cosa que no dijo la prensa al dar a conocer este fallo, y que los tres firmantes del voto mayoritario pasaron deliberadamente por alto para adoptar su enfoque de clase. Hay que acudir al dictamen en disidencia de Rosenkrantz para enterarse de que María Isabel García, una ex diputada provincial, percibe una jubilación más de 15 veces superior al promedio nacional (en mayo de 2015, 81.503,42 pesos frente a 5.179 pesos). Y para enterarse también de que, de acuerdo con el tratamiento diferenciado vigente, sólo pagan ganancias los jubilados cuyos haberes son superiores a seis veces el haber mínimo, y que esos jubilados, entre los que está la señora García, representan apenas un 10% del padrón.

El fallo de Rosenkrantz, cuya redacción tersa y racional contrasta con la prosa embarullada y declarativa de sus colegas, alecciona además sobre otros aspectos en juego, como que es facultad del Congreso dar contenido específico a las garantías constitucionales, y resolver la percepción y asignación de recursos que permitan compatibilizar el mandato de la seguridad social con otros requisitos constitucionales igualmente válidos, como la defensa, la educación, etc. “La evaluación de la constitucionalidad de las medidas legislativas que aspiran a realizar el mandato constitucional de la justicia distributiva en el sistema jubilatorio, único cometido que la Constitución otorga al Poder Judicial en relación a dicho sistema, no puede llevarse a cabo sino teniendo en cuenta el modo en que los órganos representativos de la voluntad popular han decidido que aquel sistema se financie”, escribe Rosenkrantz.

Insisto en que los interesados en la cosa pública deberíamos releer y comparar las dos sentencias de este fallo porque ilustran muy bien el conflicto ideológico que se ha instalado en el seno de la Corte Suprema, eco de un conflicto mayor de la sociedad en su conjunto, y que promete tener consecuencias sociales y políticas. Un columnista favorable a los triunviros, Fabio Ferrer, lo describe como un enfrentamiento entre una concepción del derecho que “se forma por valores, directrices y principios” y que “coloca a la persona humana como eje de toda interpretación constitucional” y otra, que califica de “positivismo reglamentarista”, que limita su tarea a determinar “la corrección del procedimiento”. Volviendo a la pregunta del comienzo: ¿preferiría un juez que se guíe por “valores, directrices y principios” que usted no conoce, u otro que se atenga al texto de la ley, que usted sí conoce, y le asegure de que se la está aplicando correctamente?

El jurista Andrés Rosler le respondió a Ferrer: “Lo que la nota designa como ‘positivismo reglamentarista’, según el cual la tarea del juez es aplicar el reglamento, no es meramente la filosofía del derecho de Rosenkrantz, sino el discurso jurídico de nuestra Constitución. La insistencia en el carácter interpretativo del derecho es una manera de contrabandear valores y principios morales y políticos en el razonamiento jurídico. Si los jueces desean dar rienda suelta a sus valores y principios, que quede claro que no están interpretando el derecho, sino que lo están supeditando precisamente a sus propios valores y principios, incurriendo en el gobierno de los jueces que se supone es incompatible con un régimen democrático.” Y agrega: “Como muy bien decía Marx, una interpretación no puede transformar el mundo, y si lo transforma entonces no es una interpretación. Los jueces, entonces, tanto por razones políticas como por razones conceptuales, no pueden cambiar el derecho al interpretarlo.”

La situación planteada en el tribunal es peligrosa. Nuestra Corte Suprema, o la sucesión de diversas cortes supremas que tuvimos, no tiene una historia muy honrosa como salvaguarda del ordenamiento constitucional que nos gobierna: convalidó todos los golpes de estado militares y todos los saqueos contra el patrimonio público y privado decididos por la casta política, incluida la pesificación asimétrica. En la particular coyuntura que nos rodea, lo que menos necesitamos es una justicia líquida que introduzca en sus fallos consideraciones socialistas, humanistas o filosóficas. Ferrer cita a Dworkin, Rawls, Habermas, Alexy, Prieto Sanchís, Zagrebelsky, Barroso, Nino y Ferrajoli entre los pensadores que inspiran al triunvirato. “La filosofía del derecho y política podrá ser correcta, y los libros muy interesantes, pero eso no los convierte en derecho”, responde Rosler. Los romanos, inventores del derecho que nos rige, alababan la dureza, no la fluidez, de la ley: dura lex sed lex. En castellano describimos a los abogados como letrados, doctores en la letra de la ley; no intérpretes ni exégetas ni hermeneutas ni arúspices.

La ideología socialdemócrata, que lo ha infiltrado todo -la cátedra, los medios, la cultura y la política–, también se ha introducido en lo más alto de nuestro sistema judicial. Prestemos atención por un momento al único efecto práctico del fallo que comentamos, que la prensa presentó como favorable para los jubilados pero que es pura y exclusivamente funcional a la agenda progresista: por un lado, impone una carga financiera adicional al Estado, porque todo ese 10% de beneficiarios que se encuentra en la misma situación de la señora García va a reclamar, y seguramente obtener, igualdad de trato, y esto es compatible con el designio progresista de mantener al Estado en situación de quebranto permanente, impedirle cumplir sus funciones esenciales, y empujarlo a aumentar los impuestos, imprimir dinero o endeudarse; por el otro, asegura que la franja que incluye todas las jubilaciones de privilegio, en su amplia mayoría jubilaciones de políticos como la señora García, quede eximida de pagar ganancias.

La crónica indica que las garantías constitucionales básicas probablemente se vean puestas duramente a prueba en un plazo más o menos cercano: convendría que prestáramos más atención a lo que ocurre entre quienes deben asegurarlas. Tenemos razones para estar preocupados.

–Santiago González

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