Ansiolíticos

La crónica dice que la venta de psicofármacos aumentó en general en un 75 por ciento en los últimos años, una cifra que trepa a más del 100 por ciento en el caso del clonazepam, un ansiolítico popular y relativamente barato, que nuestra sociedad parece consumir con la misma ligereza que lo haría con una aspirina. Desde el Estado se explica el fenómeno como una tendencia a “medicalizar” conductas, esto es a suprimir con medicación procesos anímicos normales como angustias o duelos. A ello se suma la proliferación de “publicidad que promueve que una persona esté las 24 horas sin parar”, según dijo a La Nación una funcionaria bonaerense especializada en adicciones. Según estadísticas de la Sedronar, el consumo de ansiolíticos es más alto entre las mujeres, y entre los mayores de 35 años. Esto lo comprueban a diario los médicos que trabajan en los hospitales de la capital federal, con algunas salvedades. “Cada día nos llega gente más joven con graves trastornos de ansiedad”, me dijo la médica de guardia de un importante sanatorio privado de la capital federal. “Se presentan hasta con las manos endurecidas por la crispación”. La doctora corroboró en cambio el predominio femenino entre esa clase de pacientes. Respecto de los jóvenes afectados, el denominador común está conformado por niveles insoportables de estrés, reforzados por una sensación generalizada de desconcierto, de falta de propósito, de compromiso en sus vidas, y por el quiebre de los vínculos familiares. “Llegan a la guardia acompañados por sus padres, a los que maltratan a los gritos y en público con frases como ‘Vos callate, que hablo yo’. He tenido peleas aquí mismo, dentro del consultorio”, me dijo la médica. Respecto de las mujeres, la doctora llegó a la conclusión de que en el afán de ubicarse al nivel del hombre en la sociedad, se habían “ido de mambo” –esa fue su expresión– y tras haber rechazado su papel tradicional, en parte dictado por la biología, no acertaban a encaminar sus vidas por una senda satisfactoria. La institución donde conversé con esta médica, a su vez madre de hijos ya adolescentes, se encuentra en uno de los barrios más cotizados de Buenos Aires, y probablemente atienda a sectores del mayor poder adquisitivo, pero eso no cambia las cosas. O las cambia para peor. “La clase media acomodada es justamente la que refleja el mayor grado de inestabilidad emocional”, observó. “Trabajo también en un hospital del gran Buenos Aires, y allí las cosas son distintas; como si la misma necesidad le diera a la gente parámetros más firmes para orientar sus vidas. Además hay allí mayor contención familiar, y también de los vecinos, del barrio”. El doctor Miguel Espeche, coordinador del programa de salud mental del Hospital Pirovano, parece ir en la misma dirección que las observaciones de mi interlocutora. “De formas más o menos directas, se propicia esa misma ansiedad que luego se maldice. El hombre moderno más que cansado, está abrumado por su propia aceleración y sensación de estar atosigado de exigencias que no siempre van de la mano de su naturaleza. Dejar de ganar para muchos es perder. Y perder es, en nuestra cultura, casi como morir un poco”, escribió Espeche en La Nación. “Por eso, el miedo y la angustia hacen su agosto, en un contexto en el que los afectos están diluidos y la vida es dedicada a producir bienes más que experiencias significativas. El problema es la idea entronizada de que la pastilla suplanta los buenos vínculos humanos y las actitudes más saludables. Las redes afectivas, la mirada menos temerosa sobre la existencia, los sistemas cooperativos más que los competitivos, ayudan a que la ansiedad no se vuelva patología.” –S.G.

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