Un año sin cambios

A veces corregir lo que está mal sólo prolonga la vida y la capacidad de daño de lo que hay que cambiar

El 2016 termina sin cambios, a lo sumo con algunas correcciones. Pero corregir no es cambiar, a veces incluso es peor; a veces corregir lo que está mal sólo prolonga la vida y la capacidad de daño de lo que hay que cambiar. La coalición gobernante obtuvo el respaldo ciudadano para llegar al poder con la promesa de un cambio, no de una corrección. El cambio no se produjo, y las correcciones tampoco tuvieron la profundidad necesaria como para entusiasmar a nadie. Pocos avizoran cambios en el futuro inmediato, mucho menos en un año electoral. Podrá, sí, haber algunas correcciones adicionales, como las que anuncia la renovación del colegiado que conduce la economía, y podrá entonces la economía mostrar algunos signos positivos. Pero nada alimenta la expectativa de siquiera un modesto veranito como el que disfrutaron Menem o Duhalde en el comienzo de sus gestiones. Ni el contexto internacional (encarecimiento del dinero y consiguiente baja del precio de los commodities que nos aseguran el sustento) promete otra cosa que un viento de trompa. Mal momento para la reducción del gasto público improductivo, que es condición de una rebaja de impuestos, que es condición de cualquier reactivación económica de cualquier magnitud.

Entre las cosas que no cambiaron, y que deberían haber cambiado, están las prácticas políticas. El elenco gobernante, después de ocho años de entrenamiento en materia de usos y costumbres en la capital federal, echó mano de todas las maniobras habituales, empezando por la que ha convertido el debate político en un regateo de trastienda, del que misteriosamente emergen acuerdos o desacuerdos que nada tienen que ver con los principios que dicen defender las partes, pero cuya naturaleza no es difícil de adivinar: el oficialismo maneja la billetera, y sus interlocutores le ponen precio a sus convicciones. Otra maniobra, favorita del gobierno anterior, y usada por el actual, consiste en meter a la fuerza y casi de contrabando en proyectos de nobles propósitos (la corrección de haberes jubilatorios, por ejemplo) otros que nada tienen que ver con aquéllos y que usualmente habrían merecido un análisis más cuidadoso y especializado (el blanqueo de capitales, por ejemplo). Y otro recurso, que hemos visto de sobra en las últimas semanas del año, recurso desesperado si se quiere, y también usado por el gobierno anterior, consiste en repartir dinero a la bartola, con la intermediación de punteros, caudillos y caciques (cuyo caudillaje resulta así fortalecido), para asegurarse más o menos cierta calma en la calle. ¿Cambiamos? Yo diría que no.

Estas invariantes de la vida política argentina son en cierto modo formales, superestructurales, y es natural que no cambien porque no cambian las fuerzas, ni la relación de fuerzas, ni el modo de actuar de las fuerzas que operan fuera de la vista del público pero que constituyen el poder real en la Argentina, y que a lo largo de los años en las columnas de este sitio hemos descripto de manera general como la mafia que se apoderó de este país, que manipula sus instituciones, y que nunca ha dejado de beneficiarse del estado de cosas, moderadamente en los períodos de bonanza, y en proporciones escandalosas en los momentos de crisis. (No debe sorprender entonces que los momentos de crisis sean cada vez más violentos, y los de bonanza cada vez más breves). A esta mafia no le interesa en modo alguno el cambio, y si tuvo alguna preocupación con el inesperado vuelco político que supuso el triunfo de Cambiemos (todos apostaban por Daniel Scioli) creo que ya esa preocupación se ha disipado, han vuelto a manejar los hilos con eficacia y se aprestan a sacar el mejor partido posible de lo que venga. El tratamiento dado por el Estado al sector privado en materia de impuestos, regulaciones y contratos parece haber sido discrecional en áreas como obra pública, minería, energía y transportes. ¿Cambiamos? Tengo mis dudas.

Estoy hablando de mafia en singular cuando debería hablar de mafias en plural. Dejemos de lado por el momento el hecho de que la mafia no es una entidad singular, sino una constelación de familias con intereses no siempre coincidentes. Más allá de eso, en la Argentina parece haber dos digamos estratos mafiosos, uno más elegante y cuidadoso de las formas integrado por lo que comunmente se denomina el establishment (empresa, banca, medios, partidos), cuya herramienta favorita es el tráfico de influencias, incluso ideológicas, y otro estrato más próximo al lumpenaje (policías, ladrones, traficantes de toda especie, barrabravas y punteros) cuya herramienta preferida es el arma de mano. Estos dos estratos mafiosos se vinculan entre sí por dos canales principales que los mantienen en contacto: la política y la comunidad de inteligencia. El golpe de estado que derrocó a Fernando de la Rúa hace 15 años mostró todo este engranaje funcionando a pleno, en admirable coordinación, hasta lograr su objetivo de siempre: que la gente común, la que trabaja, la que se mata todos los días trabajando, la que en el 2015, ya agobiada, pateó el tablero y pidió un cambio, les llene las arcas. ¿Cambiamos? Yo creo que no.

¿Están los integrantes del gobierno de Cambiemos preparados para conducir el cambio que la Argentina necesita y la sociedad pide a gritos? ¿Entienden de qué se trata el cambio que la sociedad reclama, y por el que votó? ¿Son tan ajenos a uno u otro estrato mafioso como para estar en condiciones de enfrentarlos? El primer año de ejercicio de la nueva administración no permite responder afirmativamente ninguna de las tres preguntas. El gobierno pareció más sensible a las demandas de las mafias que a las necesidades de la gente, y no avanzó hacia ninguno de los frentes que demandan un cambio, empezando por el de la seguridad, que le privó de la satisfacción de un fin de año sin muertos. En realidad, el gobierno no avanzó ni siquiera en el terreno donde le resultaría más sencillo hacerlo: la reducción del gasto público y el redimensionamiento del aparato estatal. No lo hizo siquiera simbólicamente, y por el contrario se mostró pródigo en los nombramientos de empleados públicos, muchas veces carentes de idoneidad para el cargo como reconocen expresamente sus nombramientos.

Uno tiene la impresión de que el PRO llegó a la conducción de la Nación, como ya dijimos en este sitio, con una mentalidad municipal, convencido de que gobernar es lo mismo que administrar. Pero he aquí que el complaciente opositor Sergio Massa se retobó y el automóvil presidencial recibió un piedrazo que le destrozó la ventanilla. Tal vez la dureza de los dos impactos haga reflexionar al presidente, y le indique que gobernar es otra cosa. Que no alcanza con asfaltar las calles, cambiar las luminarias, y esperar que el tiempo y la sabia mano del mercado se encarguen del resto. Que para sacar al país de la ciénaga en que se encuentra es necesario galvanizar voluntades y enfrentar a los intereses creados de los dos estratos mafiosos. Y que las voluntades no se galvanizan con exhortaciones a la unidad nacional ni a la abstinencia del pensamiento crítico. Se galvanizan definiendo el objetivo, trazando un plan de batalla, llamando a la lucha, y conduciéndola con temperamento y ademán sanmartiniano. Pero eso, temo, no lo veremos.

–Santiago González

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